Una segunda oportunidad

Encarna Magín

Fragmento

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Capítulo 1

Ari sacaba con cuidado la última hornada de cupcakes. Al extraer la bandeja del horno el aroma a fruta y bizcocho invadió la cocina y no pudo evitar sonreír. Los pastelitos eran de azúcar moreno y estaban rellenos de una crema de frutos rojos. Faltaba cubrirlos con un frosting de mascarpone y espolvorearlos con un crujiente de café, pero primero tenían que enfriarse.

Como esperar era algo que se le daba fatal, se fue a duchar y a vestir para dar tiempo a que aquellas delicias se atemperaran. No era presumida, sino más bien práctica, y tenía la costumbre de ponerse las camisetas con citas o mensajes estampados, que su amiga Carol confeccionaba con el fin de ganar dinero para la protectora de animales que ambas dirigían. Como era primavera y el clima estaba siendo especialmente cálido, escogió una camiseta azul marino de manga corta con una frase impresa en rojo: «La mirada de un animal nunca te engañará».

Se detuvo delante del espejo y acarició a modo de reverencia las letras. Se acordó de los perros y gatos de su refugio; por una mirada de ellos bien valía todo sacrificio. Suspiró y cogió los primeros tejanos que encontró en el montón de ropa para planchar y se calzó unas deportivas blancas, de esas normales, sin marca y baratas. Ari prefería gastarse el dinero en el cuidado de sus animales que en lucir marcas y aparentar ser una persona que no casaba con sus pensamientos.

Como tenía prisa, y siempre iba corriendo de un lado a otro, ni siquiera se miró en el espejo mientras se hacía una coleta. Después se dirigió a la pequeña cocina de su apartamento para terminar de decorar los cupcakes con el frosting y el crujiente de café. Cuando terminó, los puso ordenados en cajitas de media docena. Esta vez había hecho cinco cajas, no le había dado tiempo a más. El dinero que ganara con la venta lo invertiría en la protectora que tenía a las afueras de Barcelona, a la que habían bautizado como Una Segunda Oportunidad. Porque se trataba de eso: de ofrecer una vida nueva a los animales indefensos que habían llegado allí tras ser abandonados o maltratados.

La chica cargó las cajas en su Ford Escort de segunda —o tercera— mano, al que cada día le salía un ruido nuevo. No podía permitirse uno mejor, y mucho menos uno para estrenar. La protectora no contaba con subvenciones de ninguna clase, solo con la solidaridad de buena gente y con lo poco que podía ahorrar de su sueldo como asistente social. Sin embargo, la crisis económica había provocado que disminuyeran las donaciones, por lo que invertía sus escasos ratos libres en preparar cupcakes para venderlos. Era la única manera de sacar dinero extra para sus peluditos adorables.

Ari colocó con delicadeza las cajas de pastelitos en el coche. Por suerte ya las tenía vendidas, pues su buena mano con los dulces se había extendido entre sus compañeros de trabajo y vecinos, y estos, de cuando en cuando, le hacían encargos. Con el dinero que sacaría podría pagar parte de la factura atrasada de pienso, pues se negaban a proporcionarle más hasta que no liquidara parte de la deuda.

Solo esperaba que fuera suficiente, y que Dani, el propietario del establecimiento, se diera por satisfecho. Rezaría para que así fuera, porque solo le quedaba pienso para alimentar a sus pequeños y supervivientes durante un día más.

Aun así, no se le pasaba por la cabeza culpar a Dani, ya que él también sentía la mordedura de la crisis y su supervivencia pasaba por cobrar facturas. Además, habían sido muchas las veces que le había regalado sacos y sacos de pienso. Tenía mucho que agradecerle y ninguna recriminación. Por suerte, la próxima semana tenía otros encargos, y muy importantes. Tanto, que tendría que quedarse sin dormir dos días enteros para preparar todos los cupcakes que le habían solicitado. Pero ella no tenía miedo de trabajar duro o pasarse la noche en vela preparando pastelitos. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para sacar adelante las «segundas oportunidades» que dependieran de ella.

Llegó a su destino y tuvo suerte, ya que encontró un espacio vacío cerca del centro de salud en el que trabajaba. Aparcó el coche, pero como no tenía dirección asistida, le costó una barbaridad. Luego, salió del vehículo, abrió el maletero y comprobó que sus pasteles no hubieran sufrido ningún percance. Miró las cajas, lo más lógico era hacer dos viajes; sin embargo, había un problema: no tenía tiempo. Así que las amontonó una encima de la otra, cargó con la torre y, consciente de que debía aprovechar cada segundo, empezó a caminar con toda la rapidez que la falta de visibilidad le permitía. Pero fijarse en el transeúnte que avanzaba veloz hacia ella, y que gritaba a un teléfono móvil que apretaba contra una de sus orejas, habría sido misión imposible para cualquiera, hasta que…

¡No!

A Ari se le cortó la respiración.

Un revoltijo de cartón, bizcocho y mascarpone invadió la acera. Su dueña lo miraba atónita, con la boca abierta, en silencio, al tiempo que su rabia crecía a pasos agigantados en su interior.

—¡Imbécil! —gritó Ari.

Fue lo primero que le salió por la boca. Ni siquiera había sido consciente del enorme grito que había proferido, provocando que muchos peatones giraran la cabeza en su dirección o se detuvieran a curiosear. Un yorkshire, que pasaba por allí se detuvo a lamer el frosting de mascarpone de uno de los pastelitos desparramados en el suelo.

—¿Yo? ¿Imbécil? Mira tú por dónde andas —puntualizó el aludido.

La mujer alzó el rostro y vio cómo el hombre, tan tranquilo, recogía su móvil del suelo que, debido al choque, tampoco se había salvado de un triste final. Por la cara agria de él, Ari sabía que el aparato estaba estropeado.

—¡Mierda! Por tu culpa voy a tener que comprar un móvil nuevo.

—¿Por mi culpa? Esta sí que es buena —discutió ofuscada, señalando con el dedo la catástrofe del suelo—. ¡Mira lo que acabas de hacer con mis pastelitos!

Aunque era grande su enfado y frustración, detuvo el curso de sus pensamientos. Aun así, le vinieron unas ganas enormes de insultar a aquel imbécil hasta quedarse ronca, y también de arrancarle los ojos. Eran tantas las veces que se había topado con impresentables, que uno más poco importaba, de modo que no gastaría sus energías en nada más que no fuera ignorarlo. Miró al cielo rogando que Dios le diera paciencia y sujetara su lengua. Al menos dio resultado, dio la espalda al individuo, se arrodilló y se dispuso a recoger el desastre para tirarlo a la basura. Sus cupcakes al contenedor. Su trabajo había caído en saco roto. Y lo peor de todo: cero beneficios. Solo de pensarlo se le revolvieron las tripas, porque eso significaba que no ganaría dinero y, por tanto, no podría pagar la deuda del pienso ni tampoco le fiarían más.

Un desastre. Un auténtico desastre. Si no fuera por lo enfadada que estaba se hubiera echado a llorar como una cría. Tuvo que tragar saliva y respirar con profundidad para no caer en el pozo de la desesperación.

—¿Y ahora qué hago? —se preguntó a sí misma, en voz baja y rota. Estaba tan abrumada que no podía dejar de pensar en su protectora y en las consecuencias que traería aquella catástrofe—. No tengo dinero para pagar el pienso, ¿cómo lo voy a hacer? ¿Qué van a comer mañana mis perro

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