Capítulo 1
Desde la terraza del dormitorio principal de la finca manchega de Los Romeros se podría contemplar un millón de veces el atardecer. Nunca sería el mismo. Cientos de matices propiciarían que el sol día a día desapareciera de una forma extraordinaria, distinta cada vez, aunque siempre salvaguardando una belleza casi cósmica, como de ficción. Rosas intensos se mezclarían al trasluz, entre las pomposas nubes algodonadas, con naranjas brillantes y violetas de los cuadros más coloridos. Tal vez por el suave recitar de las chicharras, o por el lejano ladrido de algún galgo afanándose en rescatar la presa para su amo, los atardeceres de la casa de Clara poseían un encanto especial, sublime e inusitado no solo para el caminante extranjero, poco acostumbrado quizás, a sensaciones tan sencillas y a la par tan maravillosas, sino para cualquier ser humano sensible capaz de saborear la hermosura de la naturaleza y de sentir la omnipresencia de la Diosa como algo único.
Desde allí una mujer joven, apoyada en la balaustrada de piedra del balcón floreado, contemplaba el maravilloso espectáculo del que el sol la hacía partícipe todas las tardes de aquella hermosa primavera de 1936, mientras saboreaba con dulce calma aquellos ratitos vespertinos, en los cuales la vida le parecía un poquito más amable.
El trajín de las criadas no irrumpía en su paz. Al contrario, la relajaba observarlas. Aprovechaban esas horas para ocuparse de la colada, siempre abundante en una casa de tales dimensiones, con tantas habitaciones: catorce, sin contar las reservadas a los gañanes, de cuya ropa, de labor la mayoría, se ocupaban ellos mismos. Vestidas todas de color blanco casi celestial, entonaban una dulce copla andaluza. Clara disfrutaba al verlas tan pulcras, inmaculadas, impolutas. Les dijo una mañana, antes de comenzar con la tarea: «Soy consciente de su trabajo, fabrican el jabón con sus propias manos, recogen el excremento de las gallinas, alimentan a los cerdos; no obstante, les ruego que ante mí se presenten ustedes curiosas».
Así que, por capricho de la señora, aquellas jornaleras, melladas algunas, o incluso luciendo un antiestético bello oscuro por encima de los labios, mostraban un aspecto verdaderamente mágico, como de cuento. Y para evitar que la maniática señora se enfadase y las regañara, o incluso las despidiese (ya se había dado el caso), habían adoptado la sabia costumbre de cambiarse de bata antes de realizar la última tarea de la jornada, cuando en Madridejos atardecía y la señora, relajada, tomaba su delicioso té con pastas traídas de Magán, mientras esperaba con graciosa impaciencia el regreso de su señor esposo.
Clara García Moreno no soportaba la miseria. Simbolizaba para ella no solo la pobreza, sino también la dejadez y el conformismo absoluto del ser humano, incapaz de superar sus propias adversidades. La vida podía ser más plácida si los enseres de la casa estaban siempre en orden, si el patio se quedaba todas las noches barrido y si el mantel de cada día despedía un certero aroma a «blanco nuclear».
Y odiaba las sobras. Los restos de comida le provocaban náuseas, sobre todo desde que llegó a la finca. Jamás permitía a las cocineras aprovechar la carne del cocido de los jueves para hacer croquetas, costumbre muy arraigada, por cierto, entre las mujeres de su entorno, ni mucho menos repetir un mismo plato dos días seguidos. Decía que no tenía ninguna necesidad de andar con menudencias, ya que su marido poseía suficiente riqueza como para permitirse ciertas licencias, por lo cual, con respecto a ese tema, era también bastante «estricta». Hasta tal extremo llegaba su absurda obsesión que en más de una ocasión se tiraron cantidades pecaminosas de carne hervida a la basura, de tocino o de garbanzos, pues en su atolondrado empeño tampoco permitía que el servicio comiera de sus sobras. Este hecho singular propició que doña Rosa, su suegra, la calificara en más de una ocasión, de «loca paleta despilfarradora».
Ciertamente, no le faltaba razón. Era tal su paranoia que a diario se aseguraba del número de comensales que se sentarían a la mesa. Después elaboraba una lista exhaustiva de los alimentos que iban a consumir y se la daba a la cocinera, Gertrudis. Esta, que a veces no podía entender la manía de la señora de comprar a diario teniendo una despensa en la que podrían dormir veinte individuos con bastante comodidad, fruncía el ceño y se metía el papel en el bolsillo del mandil, a la espera de que su hija Magdalena, la única de sus ocho vástagos que había ido a la escuela, se la descifrara.
Y es que Clara, desde que llegó hacía más de un año a la finca, organizaba al servicio de forma dictatorial, sin contemplaciones ni gestos que pudieran delatar el más mínimo indicio de camaradería, lo que provocaba muchas críticas no solo por parte de su suegra, que la soportaba estoicamente por ser la mujer de su único hijo varón, sino por parte de sus subordinadas, que veían en ella a una enemiga, de la cual se burlaban sin piedad en los placenteros descansos que les brindaba la siesta.
Así, el origen humilde de la señora era el tema de conversación predilecto de aquellas sirvientas envidiosas y chismosas. Para ellas, el ascenso social de «doña» Clara suponía un insulto, un ultraje, una humillación, pues creían que el puesto de la dama, a la que a regañadientes otorgaban el para ellas dudoso tratamiento de «señora», estaba en la cocina, entre las cazuelas y los fogones, y no entre las sábanas de algodón y las colchas de encaje bordadas a mano con delicadeza y primor. Se les hacía incluso ridículo considerarla distinta cuando habían jugado con ella, poco por cierto, en la plaza del ayuntamiento, cuando eran niñas. No comprendían como el señorcito Javier, tan apuesto y distinguido, tan refinado y cosmopolita, se había podido fijar en una pueblerina como ella, cuando había viajado tanto y con toda seguridad, habría frecuentado a verdaderas señoras de la aristocracia madrileña, de soltero, que con mucho, nada tenían que ver con la insulsa Clara.
Aquel atardecer era, además de extraordinario, único para ella. El doctor Oliver, médico del pueblo y amigo especial de la familia desde hacía muchos años, poseía los esperados resultados de las pruebas médicas que Clara se había hecho en Toledo. Sobre su mesa, un sobre color sepia procedente del laboratorio revelaba la verdad. A esas horas, el doctor Oliver había examinado escrupulosamente el resultado de los análisis que prescribió a Clara hacía más de tres semanas. No había ningún indicio desfavorable, por lo que al encaminarse a la finca de Los Romeros, relajado después de un ajetreado día de consulta, decidió disfrutar con plenitud del hermoso paisaje que se abría ante sus ojos. El mes de junio en Madridejos suele ser bastante caluroso. Aquel año las cabañuelas predestinarían un mes inestable en cuanto a las lluvias, pero por lo demás, se acercaba la fiesta de San Juan, y el tiempo no regalaba sorpresas. Caía la tarde, y el sol se iba escondiendo y dejaba un halo de placidez a los habitantes del pueblo, que se entretenían hasta que el estómago les ordenaba volver a sus casas. Algunos de ellos echaban partidas de mus que terminaban como el rosario de la aurora, otros preferían una charla tranquila en la tasca con la música del cuplé en un destartalado aparato de radio y, mientras las mujeres tejían unos paños de ganchillo con hermosas y dificultosas formas romboides y figuras imposibles en los bancos de la plaza, los niños jugaban a las tabas y las niñas saltaban a la comba, soñando con ser tan altas como la luna.
Capítulo 2
Don Ramón respiraba hondamente mientras caminaba, pensando que aquella bonita tarde iba a hacer feliz a una familia a la que apreciaba tantísimo, desde que, siendo él muy joven, Nemesio Romero, patriarca del clan, y esposo de doña Rosa, salvara de morir ahogado a su único hermano, Paco, mientras se bañaban desnudos en el río del pueblo, antaño caudaloso y además muy peligroso.
Aún se emocionaba al recordar a Nemesio que, decidido, se apresuró a desmontar del caballo al ver cómo un joven e indefenso muchacho luchaba por salir de aquellas aguas heladas del río, mientras sus amigos desde la orilla se reían, pensando que bromeaba.
Entre estos, Ramón, que no acertaba a adivinar qué clase de guasa macabra era aquella que su hermano protagonizaba, terminaba de fumar un cigarrillo negro, cuando Nemesio se tiró al agua con decisión y agarró del cuello al muchacho, sacándolo de las frías aguas medio moribundo y azul. Lo tumbó en la orilla y entonces lo reanimó con un extraño ejercicio que consistía en propiciarle un beso en la boca que provocaría las risas inoportunas de los muchachos, nada curtidos en escenas tan indecorosas. El terrateniente luego les explicaría que el «boca a boca», que así se llamaba el interesante ejercicio de salvamento, lo aprendió durante su servicio militar, prestado en Marruecos. Los risueños muchachos se quedaron sin habla al observar que, efectivamente, aquel era el verdadero «beso de la vida», y se olvidaron para siempre de burlarse de los príncipes que salvan a las bellas con este método tan fantástico y eficaz, al ver que su amigo, agónico en el suelo, con los labios morados y la piel más transparente que el agua en el que hacía apenas unos minutos se bañaban, se levantaba cual Lázaro al escuchar la palabra sagrada del mismísimo Cristo.
Aquel hombre había logrado salvar la vida de su hermano. Ramón sonreía al acordarse de las caras de estupefacción de los muchachos al observar como el jinete, desprovisto de la escopeta, del sombrero de cazador, arremangada la camisa hasta los codos, hincado de rodillas y sosteniendo la cabeza de Paco entre sus manos, pedía a gritos que no se muriera: «¡Venga, chaval, vuelve, por lo que más quieras!», le ordenaba con firmeza, mientras le insuflaba aire a los pulmones
Y Paco despertó atónito mientras, su hermano, avergonzado y con lágrimas en los ojos, abrazaba al hombre más rico del pueblo, mientras le agradecía no solo que su hermano no hubiera muerto, sino que en ese preciso instante le estaba descubriendo, sin proponérselo, la maravillosa razón a la cual consagraría sus próximos años de juventud, y el resto de su vida: la medicina.
Clara saboreaba el té que Marta, la gobernanta, le subía a la terraza de su dormitorio. Entre las dos mujeres existía una gran complicidad. La contrató al mes de casarse, convencida de su buen hacer. En el pueblo, en donde cualquier forastero parecía raro y extraño, la apodaron «la Bruja», ya que era capaz de interpretar las entrañas de los animales sacrificados en la matanza y predecir el futuro. Clara, que nunca creyó en esas cosas y además estaba convencida de que la fortuna no mediaba ni lo haría jamás en su particular destino, no se vio amenazada nunca por aquella pequeña mujer, que en apenas metro y medio de estatura, concentraba toda la sabiduría y cultura que a ella misma le faltaban. Además, y eso era lo más importante, la ayudaba a organizar las tareas de la casa como ninguna, sin hacer preguntas y sin discutir ni cuestionar jamás ninguna de las decisiones que tomaba, por muy ridícula que pareciera a primera vista.
—¿Ha llegado ya, Marta? —preguntó Clara, recogiéndose la melena rizada en un moño con un pasador de carey.
—No, señora —contestó la empleada mientras dejaba la bandeja de plata en la mesa—. Estese tranquila, en cuanto aparezca por la puerta, yo le aviso. Descanse un poco; parece agotada.
Clara siempre parecía cansada. Desde niña, las ojeras se instalaron en las cuencas de los ojos; los ensombrecían sin piedad y otorgaban a la cría un aspecto extremadamente frágil. Su madre decía que la chiquilla había salido a la familia de su padre, en concreto se parecía a su tía abuela Inmaculada que, sin comprensión alguna, había nacido rubia con ojos claros, cuando toda la familia lucía cabello oscuro y ojos marrones o pardos. Hubo gente que achacó lo que consideraban una anomalía genética a un desliz por parte de la madre de aquella con nombre de virgen. Lo cierto era que los rasgos albinos de la joven no pasaban nunca desapercibidos, y muchos de sus vecinos simplemente la conocían como «la cana».
Pero Clara, a pesar de la extraordinaria blancura de su piel y su aspecto angelical, escondía una auténtica fiera en su delicada presencia. Terca como una mula, a lo largo de su vida había ido consiguiendo todo lo que se proponía, y era precisamente ese aspecto de niña cándida lo que propiciaba que sus gentes la trataran con amabilidad y ternura, y le tuvieran una gran simpatía.
Todo su exterior mostraba fragilidad, como si en realidad se tratara de un espíritu o de una ninfa que se hubiera perdido en mitad de los frondosos bosques y necesitara ser cuidada con mimos y caricias. Sus gestos, sus andares y su cuerpo, sobre todo, que aguantó bastante bien los desvaríos hormonales de la adolescencia haciendo que apenas se notaran rastros de su paso de niña a mujer ni en su piel, ni en sus caderas, ni tan siquiera en sus pechos, serían siempre los de una dulce deidad infantil, fina y delicada. Solo el sangrado menstrual, implacable y puntual, le recordaba que era una mujer. Eso y su falta de inocencia, de la que siempre prescindió, aunque pareciera lo contrario, eran las únicas características de adulta que la joven poseía, suficientes, por otro lado, para llevar a cabo lo que ella consideraba «su plan de vida».
Capítulo 3
Desde que era una niña, comprendió que en este mundo tendría que esforzarse mucho para conseguir ser una gran dama. Mientras que las otras niñas del pueblo jugaban en la plaza a las tabas, o a fabricarse muñecas de cartón, o al pillapilla, ella tenía que ayudar en casa.
Clara era la mayor de los siete hijos de Encarna. Los demás eran varones, siendo el último un precioso bebé rollizo y glotón, cuando ella contaba con la idílica edad de quince años. Abandonados a su suerte por el padre, un pobre hombre al que el alcohol le había quitado los escrúpulos y le había enturbiado la razón, Encarna solo se valía de la hija en sus quehaceres diarios, que eran muchos y muy variados: preparaba los desayunos cuando había leche, lavaba a diario una gran cantidad de cacharros agachada en la orilla del río y llegaba a su casa con las rodillas arañadas, a veces ensangrentadas y las manos apelmazadas de frío en los helados inviernos. Iba al mercado dos veces a la semana y calentaba agua los domingos para lavar a las criaturas, que la mayoría de las veces se pasaban el día con los mocos colgando y con las uñas turbias de suciedad.
Así, la «canita», que nunca tuvo tiempo de acudir a la escuela —lo que no impidió que aprendiera a leer y escribir a la perfección—, pasó su adolescencia intentando que sus hermanos no se embrutecieran en exceso.
Mientras tanto, su madre servía de asistenta desde hacía mucho tiempo en casa de Leonor Castro, la hija soltera de unos aristócratas que nunca iban a visitarla. En el pueblo se contaba la leyenda de que Leonor había sido abandonada por un joven soldado en su juventud. Al parecer, el tal rufián la había cortejado allí, en Madridejos, y su amor había sido tan grande y tan novelesco que todo el pueblo estaba enterado de las escapadas de los novios al río por la noche, cuando la luna llena regala las mejores oportunidades a los locos llagados y ofrece los momentos más bonitos para saborear las mieles de Venus. Así, la pareja pasaría un verano inolvidable cruzándose frases y versos de Bécquer, sin importarles el «qué dirán», y sin tapujos ni reparos de bailar agarraos durante las fiestas patronales.
Hasta que el padre de la joven, alertado por las voces de los que aseguraban que su pobre hija estaba viviendo en pecado, los sorprendió una mañana, aún arrullados el uno contra el otro y se puso bastante furioso:
—¿Habrase visto hija alguna como esta? ¡Qué desvergonzada! —le gritó el padre al encontrarla de esa guisa, mientras ella, aún encendida de amor y de deseo, no atinaba a encontrar su preciosa camisola de seda rosa y deambulaba tal y como su madre la trajo al mundo buscando palabras para tan crítico momento.
—Pero, padre, yo... yo le aseguro a usted que este hombre me quiere y que... bueno... ¡Que vamos a casarnos!
Encolerizado, agarró al mancebo de las orejas y lo sacó del lecho de su hija, asegurándole que:
—¡Si no se marcha usted de aquí ahora mismo juro por el Santísimo que soy capaz de matarlo!
Por lo que al soldado no le quedó más remedio que obedecer, por si acaso aquel energúmeno iba en serio.
Al cabo de un mes, en el que la pobre Leonor no dejó de llorar ni de día ni de noche, fue llevada a un internado de París, con el fin de que abandonara su idea, loca, desproporcionada, absurda, de casarse con aquel impresentable que solo buscaba su fortuna.
El susodicho, asustado quizás por el genio del que nunca llegó a ser su suegro, ni fue tras ella —como ocurre en las novelas de amor—, ni la escribió cartas con promesas o sonetos en los que, intentando imitar a Petrarca, cantara la melancolía por la ausencia de su Laura. Es más, desapareció de Madridejos sin dejar rastro.
«Te esperaré, mi vida, aunque no haga otra cosa durante el resto de mi existencia…», fue lo último que ella le dijo, antes de perderlo para siempre. Desde entonces, la dama, como una digna Penélope, no quiso jamás moverse de Madridejos, convencida como estaba del amor de su Ulises.
Así, la flor con mejillas encendidas de rosas y azucenas, aquella que un día fue la más feliz de todas, se secaba encerrada entre los muros de aquel caserón, cada vez más viejo y abandonado, con el único recuerdo de su amor, su aroma impregnado en todos y cada uno de los rincones de la casa de la calle de Juan Tarima número diez, solo humanizado por la presencia de Encarna, que acudía dos veces a la semana y a la que jamás permitió abrir las ventanas.
Clara, que la acompañó alguna vez cuando era niña, se perdía en las múltiples habitaciones de aquella mansión e indagaba por todos los rincones, disfrutando de las maravillas que allí dentro encontraba: colchas de hilo bordadas a mano, sábanas de seda de todos los colores, cajas repletas de anillos, pulseras, vestidos de tul traídos de París. Aprovechaba esos ratitos para jugar a ser una princesa y se ponía las estolas de visón, se perfumaba y se pintaba los labios cuando la señora dormía agotada por sus propios fantasmas.
Y lo mejor era que la excéntrica solterona amaba a esa niña como si fuera suya. «¡Pero qué linda eres, Clara!», le decía cuando la veía. Y jamás imaginó que la pequeña, bonita como las sirenas de los cuentos que le leía mientras tomaban limonada, se adueñaba de lo que creía que podría tener valor.
Entretanto, Leonor volvía a ser por un breve espacio de tiempo feliz y aquella pobre mujer arrugada como una pasa rememoraba su valiosa historia de amor en cada cuento que leía a la pequeña, al tiempo que contenía en cada vocablo las lágrimas de su tragedia.
Llegaba la hora de marcharse, y Penélope se quedaba sola. Le regalaba un pañuelito muy suave, o una novelita, o un cuento de los que ya habían leído juntas, confiada de que aquel ángel había sido enviado por su amado para hacerla dichosa hasta su regreso.
Así, cuando la princesa llegaba a casa, una humilde morada de apenas treinta metros cuadrados, aprovechaba las noches en las que la luna llena iluminaba su ventana y se entretenía en memorizar los párrafos en los que la damisela era cortejada. Leyó con entusiasmo Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, pero a la semana, a pesar de haber llorado mucho, se deshizo del libro. Lo quemó en el bosque, jurándose desde entonces no albergar sentimientos verdaderos hacia ningún hombre, pues con toda seguridad la harían desgraciada y la desviarían de su camino, trazado con inteligencia y frialdad.
Luego se dormía agotada, pero plenamente convencida de que su destino no terminaría en la casa de la «solterona perturbada», lugar encantado en donde Encarna, su madre, limpiaba con esmero y alegría.
—¡Pero, hija! —la regañaba Encarna—. Somos pobres, y ella es muy buena con nosotras. No quiero que vuelvas a hablar así de doña Leonor ¿te enteras?
No, sabía que ella encontraría a un hombre real, que no la abandonaría jamás, que la sacaría de aquella miseria y podredumbre en la que todas las noches se dormía, y con el alba despertaba, solo en busca de sustento.
Según pasaban los años, aquella niña que crecía por dentro con la firme convicción de no comer en su vida más sobras, aunque fueran de faisán al horno o de perdices escabechadas; se volvió más fría y desconfiada, mucho más rencorosa y orgullosa de lo que nadie, tan siquiera su madre, hubiera imaginado jamás.
Cuando pasaba por la plaza del pueblo los domingos, mandada por ella a que el panadero le diera pan duro del día anterior, las otras niñas de su edad, acicaladas con sus mejores vestidos, las merceditas de paseo y repeinadas con grandes lazos de raso, saboreaban un delicioso pastel de almendras o se compraban barquillos de canela. Ella nunca pudo hacerlo, en casa no sobraba ni un real. Y aunque las odiaba con todo su corazón, jamás se detuvo a pedirles un trozo de pastel. Presentía que algún día le sobraría el dinero para comprarse la tienda entera.
Porque Clara, si tenía algo que las demás no alcanzaban ni a imaginar, era su gran orgullo. El deseo de vivir, no de sobrevivir, el vivo anhelo de rodearse de las cosas más bellas, de los vestidos más suaves, de los zapatos de verdad y de las copas de cristal de Bohemia. Eso era lo que le impulsaba a seguir. Eso, y el hambre con el que se acostaba todas las noches. Según se hacía mayor, los días se confundían, monótonos. Los hermanos también crecían y ayudaban lo que podían. Pronto la madre los colocó como mozos en los almacenes de cereales a la salida del pueblo. También ayudaban en las compras, o se iban al campo, de donde al anochecer traían patatas y boniatos, que la madre cocinaba con mucho esmero. Encarna era feliz con lo que tenía. Abandonada por su hombre, agradecía a Dios que le quitase de encima a Ambrosio, pues con los años se había convertido en un borracho impertinente, que se gastaba los reales en cualquier bar. Cuando Clara ya tenía los veinte, llegó la noticia al pueblo de que su padre había fallecido. Lejos de sentir pena por aquel desgraciado que contribuyó a que su infancia fuera un verdadero tormento, dio la noticia en casa, siendo parca en palabras:
—Madre, tiene usted que ir a Toledo esta semana. Yo me ocuparé de todo —le dijo a Encarna, muy seria—. Su marido ha muerto.
La niña forjaría una imagen del hombre en general que no la entusiasmaba en lo más mínimo. De Ambrosio jamás olvidaría su fuerte olor a alcohol y a sudor, cuando llegaba por la noche con ganas de juerga y se abalanzaba sobre ella, aún muy niña, y la manoseaba torpemente hasta que la esposa entraba en la alcoba y lo apartaba de ella con violencia. «Desgraciado, cabrón, tan solo tiene doce años». En la puerta, Clara oía como el hombre gemía encima de la mujer mientras esta, con lágrimas amargas, soportaba una y otra vez las aberraciones del miserable pederasta que tenía por marido. A la niña entonces la invadía un sentimiento raro, mezcla de asco y de impotencia. No entendía como su madre se dejaba hacer esas cosas. Al cabo de los nueve meses ayudaba a la partera con el nuevo vástago, otra carga más para ella.
Y siempre venían varones. Tal vez, si Clara hubiera tenido una hermana que la acompañara al río a lavar, su historia hubiera sido distinta. Ella hubiera sido su confidente, su mejor amiga, sin duda su conciencia.
Quizás si su padre, en vez de perder el tiempo en la cantina emborrachándose mientras la madre fregaba suelos ajenos hincada de rodillas y con las manos abrasadas de la lejía, hubiera sido un hombre honrado, del que mereciera la pena estar orgullosa, ella no hubiese albergado ese sentimiento negativo hacia todos ellos.
Pero tal vez si Clara hubiera recibido un tierno beso de buenas noches, como el que daba el rey a la princesa antes de dormir o si su madre le hubiera cepillado el pelo mientras contemplaban juntas la luz de luna, quizás entonces Clara nunca hubiera llegado a ser la excelentísima dueña de Los Romeros.
Capítulo 4
Poco a poco, la belleza de Clara se confundía con hechizo. Sus facciones se afinaban día a día y en su rostro no cabía un ápice de vulgaridad. Su físico, mal envidiado por muchas de sus contemporáneas, las que en los corrillos la tildaban de escuálida o mal nutrida, no se asemejaba a la del resto de muchachas, que con el tiempo habían terminado siendo vulgares campesinas o criadas en la capital.
Clara contaba con la edad de veintidós años y poseía el encanto divino reservado a las criaturas especiales. No tenía nada de pueblerina, a pesar de lo que sus criadas opinaban a sus espaldas. Sus tobillos, perfectamente delineados, eran el broche de diamantes de las piernas más largas del pueblo. Y su melena, de un rubio cenizo que con los años había asimilado los dorados y los ocres del campo manchego, se abría paso cayendo sublime sobre su espalda. Cuando Clara se arreglaba los sábados para ir al mercado, causaba sensaciones de todo tipo entre los muchos vendedores que acudían a Madridejos a hacer negocio.
Y es que los sábados en Madridejos eran especiales. Se colocaban los puestos en la plaza del ayuntamiento. Los placeros habituales disponían de los suyos propios, sencillos y humildes como ellos, grandes tableros de uralita satinada, donde distribuían con gracia la fruta y el pescado.
Todos ellos, aun antes de que los alcabaleros distribuyeran los demás puestos entre los bargueños y los hortelanos venidos de Consuegra para tal acontecimiento social, lanzaban al aire, con grandes voces, que «la mercancía era de primera». Besugos del Cantábrico que hacían apenas unas horas habían pasado a mejor vida, sardinas del color de la plata con sabor a caviar iraní y pescadillas frescas con ojos transparentes daban fe de la calidad de los productos.
Los carniceros tenían tapizadas las mesas con hule de vivos colores, donde dejaban las piezas más chicas. De los trapecios colgaban las reses. Siempre sobraba carne, que era llevada a un patio en el sótano de la plaza, donde se conservaba bien. Allí, las mondongueras vendían los despojos en grandes fuentes de loza.
Clara se había hecho muy amiga de todos ellos. Jesús, el bargueño, le regalaba piñones y castañas. «Toma, alhaja, esto pa’tí, por tener esa cara». María, la pescadera le dejaba la pescadilla a mitad de precio, y las mondongueras separaban una parte de las sobras para aquella pobre que ayudaba tanto a su madre y que era tan hermosa: «Pobre niña, si es que se nota que ha pasáo mucho».
Clara ya estaba en la edad de merecer, pero no tenía gana alguna de ennoviarse. Encarna ya no trabajaba en la casa de Leonor, porque esta había fallecido hacía más de dos años. Fue entonces cuando la familia de ella llegó al pueblo y vendió la finca donde la mujer se había vuelto loca durante los tristes años de su vejez. Entonces Encarna se colocó en la casa del médico.
Pero lo que ganaba nunca era suficiente. Clara buscó trabajo y se colocó en la panadería ayudando al dueño, Pedro, un mozo de buen ver que pronto enloquecería por ella. Encarna reconoció enseguida en aquel joven el ángel que velaría por su hija y su familia hasta que ella muriera. Recordaba cómo el padre del muchacho, ya mayor, le guardaba los mejores mendrugos cuando Clara era pequeña. «Son gente honrada, Clarita —le decía la madre a su regreso a casa—. Haríamos una buena boda, hija —continuaba con un tono de súplica que la ponía nerviosa—. Además, es buen mozo. Se ve que le tienes enamorao», concluía sonriente.
Pero Pedro, a ojos de Clara, era un simple panadero que regentaba el negocio de su padre y a la tarde echaba la partida en la tasca. Clara no veía en él a un marido del que enorgullecerse, pues era más que probable que el muchacho no conociera el exquisito tacto de la seda. Vieron juntos muchos amaneceres, en los que Pedro trataba de conquistar a la joven con originales artificios. O bien colocaba entre la masa de los panes un gran bollo en forma de corazón y cuando Clara lo sacaba del horno se llevaba la sorpresa. O incluso le invitaba al baile de los viernes, de cuyo atrevimiento nunca sacaba una respuesta positiva, introduciendo una nota en el pastel que ella comía todas las mañanas y que a veces le hacía atragantarse, ante la sorpresa del hombre que dejaba el pan a medio hacer para auxiliarla con una velocidad que de impetuosa que era, a ella le causaba risa.
Pero un día se obró el milagro:
—Vale, iré contigo esta noche al baile —le dijo una mañana que a él le pareció especialmente hermosa.
—¿Y tu madre, le has habláo ya? —respondió Pedro, a la vez que pletórico, muy sorprendido.
—No, pero no creo que ponga pegas. Pásame a buscar sobre las ocho y nos dará la aprobación.
Aquella noche Clara sorprendió a sus vecinos más aún de lo habitual. Esta vez no fue por su belleza, a la que se habían acostumbrado con gusto. Por primera vez acudía a la verbena acompañada de un hombre. En sus veintidós años de existencia, la joven más bella solo había frecuentado la iglesia los domingos o hab