Bajo el cielo (La rendición de un libertino 2)

Laura Mercé

Fragmento

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Capítulo 1

EL BAILE DE GALA

Eran las siete de la tarde de un caluroso sábado de primeros de mayo de 1807, y en la vieja casona de los Ibáñez los criados iban y venían mientras ayudaban a sus señores en los preparativos de la gran fiesta de esa noche en el salón más elegante del Alcázar de Jerez de la Frontera, a la que asistirían altas personalidades, incluso desde Madrid.

En ese momento doña Clemencia, a la vez que miraba ansiosa a su hija, le pidió:

—Por favor, Úrsula, vístete ya. No sigas negándote a acompañarnos al baile, nos amargarás la noche. Ya sabes que, si tú no vas, nosotros tampoco asistiremos.

Los claros ojos de la joven se quedaron fijos en su madre en una mirada sombría.

Sus labios se curvaron en un gesto de disgusto al decir:

—Pero ¿por qué se empeñan en obligarme asistir a ese… baile, si yo no lo deseo? Podéis ir todos y dejarme a mí con Pastora, Serafina y Lola; además, también estará Ignacio, y juntos nos haremos compañía.

—¡No!

El grito de doña Clemencia resonó en toda la habitación hasta llegar incluso a sobresaltar a la doncella, que planchaba un regio traje de muselina azul, en el cuarto contiguo.

La señora Ibáñez, luego de aspirar una bocanada de aire, siguió:

—Vamos, Úrsula… termina ya con estas tonterías; pareces una niña caprichosa. Hasta hace unos días estabas decidida a asistir a este baile. ¡Incluso te probaste el vestido dos veces! Y ahora… justo a la hora de vestirte, ¿sales con eso? —Mirándola con un rictus de amargura, añadió—: Realmente, tu padre y yo estamos muy angustiados por tu anómalo comportamiento; pareces una viuda.

—En cierto modo, es así como me siento —afirmó la joven con aspereza, a la vez que bajaba la cabeza.

—No digas eso, hija —le pidió su progenitora—, Dios te puede castigar; eres tan joven y tan bella... Si te lo propusieras, podrías encontrar al hombre de tu vida y olvidarte al fin de… ese fantasma del que te enamoraste siendo apenas una niña. ¿Por qué no fijas tus ojos en Carlos Temple?, el pobre lleva tanto tiempo enamorado de ti... Te quiere desde que erais pequeños. Y tú te encaprichaste de un hombre mayor que jamás reparó en ti… ¡que se casó con otra!, y que ahora está muerto… ¡muerto!, ¡pero tú estás viva! ¡Viva! —gritó con la mano en el pecho. Después de aspirar una bocanada de aire, observándola implorante, agregó—: Compláceme, aunque solo sea por esta vez. Ven con nosotros a la fiesta a lucir tu hermoso vestido. Tu hermana está muy entusiasmada con este baile. Te lo ruego, no me hagas sufrir…

Luego de unos instantes de indecisión, Úrsula asintió con la cabeza.

—Está bien madre, ya no sufra usted más. Iré con vosotros a ese baile… a lucir mi vestido... —acabó vencida.

Doña Clemencia, con un gran alivio marcado en su rostro, manifestó:

—¡Estupendo!

—Pero no me pida que acepte bailar con nadie, porque no lo haré —replicó la joven, obcecada.

La señora Ibáñez suspiró con desaliento. Sin cambiar de gesto, apostilló:

—Ahora Serafina y yo te ayudaremos a vestir. —De pronto, como si recordara algo, llevándose las manos a la cabeza, añadió—: Y Diego, ¿dónde estará?, ¡hace rato que no lo veo! Serafina… por favor, comienza a ayudar a vestirse a Úrsula, enseguida regreso.

Al instante salió precipitadamente, y se tropezó con su hijo menor.

—Ignacio, ¿sabes dónde está tu hermano? —le preguntó ansiosa.

—No —objetó el jovencito con visible aburrimiento—. Hace ya un largo rato lo vi salir montado en su caballo, pero aún no ha regresado.

Desde la otra habitación se escuchó una voz:

—¡Madre! ¡Venga a mirarme!

—Ya va, Gertrudis... —respondió doña Clemencia dirigiéndose hacia el cuarto contiguo.

Al llegar a una puerta, que permanecía abierta, observó a su hija menor enfundada en un hermoso vestido de corte griego, de fino raso amarillo.

—¡Estás preciosa! —ponderó mirándola complacida.

—¿De verdad, me ve usted guapa? —inquirió la jovencita observándose ansiosa en la luna de un alto espejo oblongo.

—¿No lo ves tú misma? ¿A ti qué te dice tu propia imagen mientras te miras?

—¡Que se parece a un patito! —prorrumpió Ignacio desde el umbral mientras soltaba una burlona carcajada al tiempo que echaba a correr.

—¡Que malvado es...! Madre, por favor… entre y cierre la puerta.

—Mi niña, no haga caso de su hermano: está usted muy hermosa —la elogió Lola, la doncella que se ocupaba de arreglar las mangas de su vestido.

—Es verdad… te ves preciosa. Vamos a que te vea tu padre... —añadió doña Clemencia mientras abría de nuevo la puerta.

Dándose aires de princesa, la jovencita descendió las escaleras. A cada minuto crecía su excitación; en el baile estaría Wilbur, su pretendiente del que se hallaba tan enamorada, junto a su familia, que seguramente la observaría con detenimiento, y eso le provocaba un gran nerviosismo y palpitaciones en el corazón.

En ese momento don Pedro, vestido con sobria elegancia, salía del despacho en compañía de su hombre de confianza, ambos enfrascados en una animada conversación.

Al ver bajar por la escalera a su hija menor seguida de su esposa, exclamó:

—¡Gertrudis! Pero… ¡qué bonita estás! ¡Pareces una princesa!

—Gracias, padre. —Girándose hacia el administrador, con voz ansiosa, agregó—: ¿Y usted qué opina, don Sancho?

—¡Que será la más guapa del baile!, no me cabe duda —declaró el nombrado.

—Gracias —respondió Gertrudis a la vez que sonreía animada.

De pronto, en la entrada del salón hizo su aparición una gallarda figura masculina.

—¡Diego!, ¿dónde te habías metido? —preguntó doña Clemencia mirándolo aliviada—. Por favor, tienes que darte prisa.

—Tranquila madre, hay tiempo de sobra —repuso el recién llegado con gesto tranquilo.

—Las horas pasan rápidas, y aún estás sin vestir —rebatió ella.

Al posar sus ojos en Gertrudis, Diego dio un prolongado silbido de admiración.

—¡Ole! ¡Pero qué requeteguapa te ves! ¡Pareces una emperatriz!

—¿De verdad, hermanito... de verdad, te lo parezco?, por favor, dímelo con absoluta franqueza —le pidió la jovencita, mirándolo llena de ansiedad.

—Con absoluta franqueza; estás muy hermosa y muy moderna. Desde que salieron estas modas, sin tantas enaguas y sin esos abultados panniers de antaño, las mujeres estáis encantadoramente seductoras. Gertrudis, de verdad te ves muy bonita; palabra de hermano mayor —acabó con la mano levantada.

—¡Claro!, se ha esmerado en ponerse lo más guapa posible para conquistar a la familia del idiota de Wilbur Force —vociferó Ignacio apoyado en la baranda de la escalera.

—¡Cállate, engendro malvado! —gritó Gertrudis, mirándolo furiosa.

Don Pedro, con el ceño fruncido, preguntó:

—¿Vilbur?, ¿quién diablos es ese? ¡Me suena a nombre inglés!

—Y eso es justamente lo que es: ¡un soso y descolorido inglés!, sin una gota de sangre española que corra por sus congeladas venas —replicó el jovencito con mofa.

En ese momento todas las miradas se alzaron hacia lo alto de la escalera.

Como una bella imagen, seguida de su doncella y enfundada en su hermoso vestido túnica de talle alto, y guardapiés de raso, Úrsula hizo su aparición.

—¡Oh!, pero… ¿qué ven mis ojos? —exclamó Diego dando otro silbido de admiración.

—¡Por Dios! ¡Úrsula, qué bonita estás! —reiteró su madre.

Don Pedro, con notable alegría, miró alucinado a su hija mayor; era la primera vez en mucho tiempo que la veía vestida de fiesta.

—Estás… guapísima, y qué feliz me hace verte así —alcanzó a murmurar con un hilo de voz.

—Es verdad, hermanita, te ves preciosa —añadió Gertrudis, contemplándola como si la viera por primera vez.

—¡Sí! ¡Requeteguapa! ¡Ole tú! —prorrumpió Ignacio con otro silbido. A continuación, a la vez que miraba desdeñoso a Gertrudis, agregó—: ¡Mucho más guapa que ninguna otra! Realmente pareces una reina.

Doña Clemencia dirigiéndose a Serafina, que era experta en peinados, le indicó:

—Vamos a retocar el peinado de Úrsula. Después, terminaré con mi arreglo.

—¿Y yo madre?, a ver que podéis hacer con mis rizos de atrás; algunos de ellos se han escapado de las horquillas —replicó Gertrudis mientras se colgaba del brazo de Serafina.

Seguido a eso, don Pedro e Ignacio acompañaron a don Sancho hasta la puerta.

Diego se quedó solo en el salón.

El incesante tictac del enorme reloj que reposaba de pie en un rincón de la estancia le recordaba el paso del tiempo que a él le hubiera gustado detener. Su espíritu seguía revelándose contra «la prisión» de su nueva existencia. Hacía más de dos semanas que trabajaba en las bodegas, como un operario más, y ya tenía ganas de escapar de allí. Desde el primer día tuvo que soportar las bromas de los trabajadores que, al verlo aparecer con expresión soñolienta y desencantada, entre burlonas sonrisas exclamaban: «¡Ya se sabe, señorito, noches alegres… mañanas tristes!, ¿verdad?».

En medio de un resoplido se dijo: «Para peor, ahora tendré que asistir a ese aburrido baile social, lleno de niñas bobas». Aunque también estarían muchas damas que habían sido sus amantes, y otras que seguían siéndolo y a las que él, por respeto a sus maridos, trataría de no mirar.

«Por suerte, Carlos, pese a la indisposición de su padre, me ha prometido acudir; incluso aseguró que tenía una gran sorpresa que darme, espero que esta sea buena. Al menos, su presencia allí ayudará a que esa tediosa velada me resulte más llevadera», acabó diciéndose.

En ese momento, apareció la criada más vieja de la casa quien, al verlo allí de pie, exclamó:

—¡Pero mi niño!, ¿es qué no vas a vestirte aún? En tu cuarto tienes toda tu ropa preparada, y también el polvo de carbón de pan para pulir tus dientes.

—Gracias, Pastora. No te preocupes; aún hay tiempo de sobra. ¿Sabes?, en estos momentos me encantaría darme otro baño…

—¿Otro baño?, pero, mi niño… tú ya pecas de limpio. ¿No sabes que bañarse todos los días es malo? Hasta los médicos lo dicen, imagínate hacerlo dos veces al día. Además, ya es muy tarde para eso, ¿quieres que le diga a Pepín que venga a darte una mano? Al parecer, su deseo es llegar a ser tu ayudante de cámara personal.

—Sí, lo sé —replicó Diego riendo—. Pero, aunque le tengo mucho aprecio a ese muchachito, tú ya sabes que a mí me gusta vestirme solo.

Pastora, acercándose más al joven a la vez que lo miraba sonriente, le confesó:

—Mi niño, déjame decirte que… estoy muy contenta por el nuevo rumbo de tu vida. Cuando te veo acudir a las bodegas todas las mañanas, como lo ha hecho tu padre desde que era un jovencito, casi no puedo contener el llanto de emoción. Pero sincérate conmigo: aún tienes muchas… «queridas» desparramadas por ahí, ¿verdad?

Diego soltó una carcajada.

—¡Pastora! Pero ¿qué pregunta es esa en una dama tan santurrona y recatada como tú?

—No te burles de mí y, aunque no quieras contestarme, volveré a pedírtelo: apártate de esas mujeres y búscate una buena niña para casarte, tal como se lo prometiste a tu padre. Enderezándote también en ese aspecto, habrás culminado casi del todo con tu cambio.

—Sí, Pastora, te prometo que cumpliré con mis promesas. Pero, como tú misma lo has visto, ya he comenzado con mis penitencias…

—Oh, mi niño; creo que para tus expiaciones no hay suficientes cuentas en el rosario. De modo que, cuanta más prisa te des, más pronto acabarás transformado en un hombre de familia.

—Pero para eso tienen que darme tiempo —replicó Diego—. Y así poco a poco me encaminaré por la buena senda. Y quizás incluso hasta me transforme en santo.

—No exageres; lo único que tus padres ansían… y yo también, es verte caminar hacia el altar del brazo de una buena niña. —Tras un hondo suspiro, sonriéndole cariñosa, agregó—: Por favor, antes de partir hacia ese baile de gala, quiero ver lo guapo que estarás.

—Muy bien. En cuanto me vista, te llamaré para que me des tu imprescindible «visto bueno».

Al cabo de una hora y media, el carruaje de la familia Ibáñez se puso en marcha.

Durante el trayecto doña Clemencia, vestida con discreta elegancia, miraba a sus hijos mayores con detenimiento: Úrsula, a pesar de lo hermosa que estaba, y de que su atuendo la favorecía destacándole sus hermosos ojos azules, continuaba con su rostro marcado por la misma sombra de tristeza de los últimos tiempos.

Diego, enfundado en una elegante levita oscura de faldón largo, blusa blanca y la voluminosa corbata rematada por lazos, ¡estaba guapísimo!, pero su expresión era de completa apatía.

Solo Gertrudis parecía, a más de bella, muy feliz. Y, ante las emocionantes perspectivas de aquel baile, los ojos le brillaban con destellos chispeantes.

La señora Ibáñez, volviéndose hacia su hijo mayor, le pidió:

—Diego, espero que demostrarás tu buena educación e invitarás a bailar a las hijas de nuestros amigos, sobre todo a María Luisa, ¿verdad?

Don Pedro miró a su primogénito con fijeza, pendiente de su respuesta.

—Trataré de complacerla madre —replicó Diego con un disimulado gesto de hastío.

—¿Solo tratarás?, ¿no recuerdas la otra promesa que aún te falta cumplir? —preguntó su progenitor un tanto ceñudo.

—Sí, padre, la recuerdo… solo necesito tiempo.

El señor Ibáñez, aunque un tanto incrédulo, asintió con la cabeza. Seguido a eso, girándose a mirar a la menor de sus hijas, con gesto curioso le preguntó:

—Y a propósito, ¿ese Vilbur que hoy Ignacio hizo mención… y del que hace ya mucho tiempo escucho nombrar, quién es… y de dónde ha salido?

—Se pronuncia Wil-bur. Con la doble V… —silabeó su esposa—, y solo se trata de uno de los tantos admiradores de Gertrudis.

—Padre… Wilbur es un joven guapo y muy culto; espero que usted me dé su consentimiento para bailar con él... —se atrevió a decir la jovencita.

El señor Ibáñez asintió con la cabeza y le dijo:

—Tienes mi permiso, pero ten cuidado, ¡un inglés!, lo que nos faltaba. Y seguro que es ateo.

—Wilbur y su familia son católicos —rebatió Diego—, conozco a ese joven y me cae muy bien, y también a sus padres, a los que he tenido el gusto de tratar.

Doña Clemencia observó ceñuda a su marido y objetó:

—Pedro, te recuerdo que los ingleses no son ateos: son anglicanos y protestantes. Y entre ellos también hay muchos católicos, pero tú no te enteras nunca. Para ti es como si ellos fueran una raza indeseable; recuerda que por mis venas, y por la de tus hijos, corre mucha de esa sangre.

Diego, con gesto serio, miró a su progenitor, y agregó:

—Es verdad, padre, tiene usted que cambiar de manera de pensar, ¿acaso se olvida de que muchos de nuestros buenos vecinos son británicos, y de que, justamente, sus mejores clientes son los ingleses?

Don Pedro respondió un tanto abochornado:

—No, claro que no me olvido, y no dirás que alguna vez dejé de atenderlos con suma cortesía. Hasta sentí mucho el reciente fallecimiento de Guillermo Pitt, que era uno de nuestros clientes más afamados, como su padre lo fue del mío. Aunque, todos sabemos que ese «honorable caballero», como primer ministro británico, antes de morir contribuyó a la reciente y arbitraria invasión en nuestras Indias. —Se volvió hacia su hijo y agregó—: Y además, tampoco olvides que todos esos estirados señorones entran a nuestras bodegas como dueños por su casa, y así comienzan a probar una copita de allí… y otra de más allá «solo para comparar». Y, cuando nos damos cuenta, ya se han bebido varios litros de xerrez, como lo pronuncian ellos. ¡Ah!, y al salir, la mayoría de las veces tenemos que ayudarlos porque casi todos terminan descompuestos, y cuando no, inconscientes. ¡Vaya! ¡Hay que reconocer que esos loores y sires no tienen cultura para beber!

Diego soltó una carcajada y exclamó:

—Pero eso no es motivo para que usted los aborrezca tanto.

—Es que no lo puedo evitar. ¡Nos quitaron el Peñón de Gibraltar, y siempre están hostigándonos con su arrogancia! ¡Han matado a tus tíos... sin contar que están empecinados en tratar de quitarnos las colonias de América del Sur!

Doña Clemencia sacudió su mano en el aire e irrumpió molesta:

—Todo eso son problemas políticos, que es mejor olvidar de una vez por todas. —Tras un corto intervalo, buscó los ojos de su marido y, con expresión seria, añadió—: Y ahora, señor Ibáñez, procure no quedarse toda la noche encerrado… con sus lúdicos amigos en el salón de juego, como siempre hace en estos últimos tiempos cuando vamos a una fiesta o a un baile.

Don Pedro tocó tímidamente la mano a su esposa, dándole la callada por respuesta. Luego sacó un pañuelo del bolsillo y procedió a secarse las gotas de sudor que perlaban su frente.

Instantes después, llegaron a la Fortaleza-palacio situada frente al ángulo sudeste del recinto amurallado que daba acceso, desde la ciudad, por una entrada en arco de herradura hasta llegar a un espacio cubierto por una bóveda vaída.

Mientras bajaban del carruaje, Gertrudis, con ansiosa expectación, observó los demás coches aparcados por doquier, fijándose en todos sus emblemas y escudos. Pero, por más que buscó y buscó, no pudo hallar el de la familia Force. Con gesto de aflicción, se preguntó: «¿Y si Wilbur, por algún motivo, no pudiera venir?»; ante esa posibilidad, sintió cómo un nudo le oprimía la garganta.

Con las tarjetas en las manos, y después de pasar por la lista de invitados, los Ibáñez, al entrar al engalanado salón de fiesta del Alcázar, y como siempre sucedía incluso en misa… fueron objeto de continuas miradas y cuchicheos. Diego, al lado de sus padres y hermanas, con simultáneas inclinaciones de cabeza, fue abriéndose paso entre la muchedumbre.

La música sonaba melodiosa. En la pista algunas parejas, entre ellas el alcalde —junto al cónsul inglés y sus respectivas esposas—, danzaban un cadencioso minué.

Durante más de veinte largos minutos, la familia Ibáñez, luego de ser recibidos por sus anfitriones, se dedicó a saludar a los invitados que ya estaban allí, entre ellos a varios aristócratas de viejo cuño, además de políticos, literatos, abogados, senadores, marinos y militares de alto rango, junto a la adinerada burguesía que representaban lo mejor de la élite social. Diego se reencontró con muchos conocidos suyos gaditanos, que a su vez le presentaron a otros invitados, entre ellos al joven médico y abogado ecuatoriano, José Mujica Lequerica.

Seguido a eso, tras acabar con las presentaciones y con los besamanos, doña Clemencia, Úrsula y Gertrudis, acompañadas de Diego y su padre, llegaron al lugar designado para ellas. Luego de saludar a las damas que serían sus vecinas, ocuparon sus asientos.

Diego, con discreción observó a todas aquellas encopetadas señoronas, sentadas en una larga hilera que circundaba el espacio, dándose cuenta de que, con sus adustas caras, ponían en aquel colorido salón una nota severa. Todas ellas estaban vestidas con sedas negras, altos peinetones y escofietas, algunas con, por lo menos, catorce varas de cintas y gasas.

La mayoría de los presentes, en especial los caballeros, apenas vieron entrar a Úrsula, se quedaron mirándola con evidente admiración, a la vez que un rumor de voces se alzó como un zumbido en torno a aquella parte del salón. Úrsula, tal como si no se diera cuenta del revuelo que su presencia había causado, con ademanes llenos de finura y elegancia, tomó asiento.

Por su parte Gertrudis, tras enviarles a varias de sus amigas —sentadas muy cerca de ella al lado de sus madres y carabinas— gestos de complicidad entre sonrisas y guiños de ojos, luego de dar otra mirada alrededor del salón, se dejó caer en su silla.

Apenas don Pedro vio a su esposa e hijas correctamente instaladas, buscó con la mirada a sus camaradas; al instante se presentó ante él don Antonio Pimentel quien, después de saludar entre gentiles modales a las damas, y dándole un fuerte apretón de manos a Diego, dirigiéndose a su viejo amigo, con voz alegre, le dijo:

—No creo que Álvaro y José Luis tarden demasiado en llegar… pero mientras tanto tú y yo podemos comenzar unas partidas de barajas, junto a otros caballeros que ya nos esperan, ¿estás de acuerdo?

Después de hablarle a su esposa al oído, don Pedro, seguido de su acompañante, como dos traviesos niños, se escabulleron a la sala continua. Diego se quedó allí solo, consciente de que seguía siendo el blanco de las ceñudas miradas de aquellas pomposas damas consideradas, por casi toda la sociedad, como los pilares de la Santa Religión Católica. Para peor, Diego estaba consciente de que allí, entre los jóvenes de su edad pertenecientes a la alta burguesía, él no tenía muchas amistades sinceras, y eso se notaba en la reticencia de muchos de ellos de acercársele e integrarlo a algún grupo. Por fin, desde un ángulo del salón vio venir a su amigo Carlos, y respiró aliviado.

Cuando el joven Temple acabó de saludar a todos los que se le acercaban estrechándoles las manos a los hombres y besando la de las mujeres, se reunió con su amigo. A continuación, los claros ojos del recién llegado, luego de darle una palmada en la espalda a Diego, se posaron admirativos en la hermana de este último.

—¡Doña Clemencia, Gertrudis…, Úrsula —saludó con gentil ademán mientras les besaba las manos—, están ustedes muy… pero muy guapas! —concluyó sin apartar la mirada de Úrsula.

—¿Cómo estás, Carlos? —preguntó la señora Ibáñez con una cariñosa sonrisa. Sin esperar respuesta, continuó—: Y tus padres, ¿no han venido?

—No han podido; hace dos días mi padre sufrió un golpe en la espalda al caerse de su caballo, y el médico le ha ordenado guardar cama.

—Ah, es verdad, me lo dijo Diego. Cuánto lo siento, espero que se mejore pronto —repuso doña Clemencia.

—Yo creo que en una semana estará perfectamente —respondió Carlos con sonrisa amable.

Gertrudis, sentada entre su madre y su hermana mayor, continuaba sin apartar los ojos de la entrada del salón. Mientras los minutos pasaban, sentía que cada vez se ponía más nerviosa: Wilbur y su familia no aparecían por ningún sitio. Ante el temor de una reprimenda por parte de su madre, no se atrevió a preguntarle a Carlos Temple si había visto a sus vecinos, los Force.

Segundos después, al volver a levantar la mirada, su cara se encendió de gozoso deleite. ¡Su guapo príncipe azul acababa de entrar al salón junto a su familia!

Doña Clemencia le susurró al oído:

—Ahí tienes a tu enamorado, procura mantener una actitud natural; compórtate como toda una dama. Recuerda a las señoras que tenemos de vecinas, que no dejan de observarnos... ni dar descanso a la lengua.

Gertrudis, completamente sonrojada, asintió mientras permanecía muy quieta sin dejar de observar, con el rabillo del ojo, a su joven pretendiente que, visiblemente aliviado de ver que don Pedro no se encontraba presente, con pasos decididos se acercaba hacia ellos.

Instantes después, Wilbur, con una elegante reverencia, miró a doña Clemencia y sus hijas; en un gracioso castellano, saludó:

—¿Como está usted, missis Ibánes, miss Gertrudis… y miss Úrsula? —acabó mientras besaba las manos de todas. Volviéndose hacia los demás, añadió en inglés—: ¡Hello, how are you Diego, y you Carlos!

Los nombrados, entre risas y bromas, le devolvieron el saludo. Wilbur, sin lograr esconder su nerviosismo, a la vez que se mordía los labios, volvió a mirar a doña Clemencia. Seguido a eso, en su dificultoso español, con tímida voz, le preguntó:

—¿Missis Ibánes, me concedería el honor de... permitirme bailar con… su hija Gertrudis?

Doña Clemencia, mientras reprimía una sonrisa, le respondió:

—Sí, claro. Tienes mi permiso. Y te adelanto que también tienes el de mi marido.

Diego guiñó un ojo a su hermana menor mientras esta, sin importarle las miradas y cuchicheos de sus vecinas de asiento, recogiéndose las faldas con garbosos ademanes, dejó que Wilbur la condujera al centro de la pista de baile.

A continuación, Diego, dándole a su madre una disculpa, cogió del brazo a Carlos y se lo llevó a un extremo del salón. Una vez allí, mientras se aflojaba en nudo de su corbatín, resopló:

—¡Ufff! Ya no podía más, esas señoras… sentadas al lado de mi madre y hermanas, no daban descanso a la lengua en malignas murmuraciones, sobre todo contra mí. De verdad me estaban despellejando vivo. Y mis padres pretenden que invite a bailar a alguna de sus hijas, nietas o sobrinas —acabó irónico.

Carlos sonrió divertido.

—A quien ellos desean realmente que invites es a la hija de don Álvaro.

—Lo sé, pero, si lo hago, esa niña creerá que estoy interesado en ella. Ya demasiado tengo que aguantarla cuando van a mi casa y me dejan deliberadamente a solas con ella a ver si yo… me dejó tentar por sus encantos.

Carlos, mirándolo burlón, señaló:

—Pero porque bailes un rato con María Luisa no significa que tengas que pedirla en matrimonio…—De pronto, en voz baja añadió—: No te des la vuelta aún, en este mismo momento eres el centro de… otras miradas que creo te conocen de manera muy… pero muy íntima, ¿me equivoco?

Al cabo de unos segundos Diego, con gesto disimulado, se volvió despacio encontrándose con algunas de sus examantes mirándolo con disimulados gestos a través de las blondas de sus grandes abanicos. Con una gentil inclinación de cabeza, Diego las saludó.

Seguido a eso, girándose hacia su amigo, le pidió:

—Mejor salgamos de aquí.

Ambos reanudaron la marcha encaminándose hacia el buffet, donde se sirvieron dos vasos de limonada. A continuación, se apostaron junto a uno de los balcones abiertos. Allí Carlos, apoyándose en la reja de la ventana, tras una honda inspiración con mirada melancólica, murmuró:

—Vaya, Diego, me he quedado asombrado de ver a tu hermana Úrsula. ¡Qué hermosa está! ¿Tú crees que, si la invito a bailar, me aceptará?

—Puedes intentarlo… aunque le escuché decir que no pensaba bailar con nadie, y menos querrá hacerlo contigo, porque sabe que aún suspiras por ella.

—¡Diablos!, ¿y Úrsula aún suspira por el muerto? Creo que ya es hora de que tu hermana empiece a acariciar otra ilusión. ¡Qué desperdicio de mujer!

Diego, hizo con la mano un gesto de impaciencia, y apuntó:

—Dejemos ahora de hablar de mi hermana, y cuéntame, ¿qué clase de sorpresa me tenías que dar?

—¡Ah, es verdad!, con la emoción… mejor dicho, con la conmoción de ver a Úrsula tan hermosa asistiendo a una fiesta, casi me olvido de eso. —Mirándolo a los ojos, con un gesto de visible impacto, añadió—: Es algo muy gordo, te costará creerlo… y no creo que alguna vez lograrás adivinarlo. Cógete de algo para no caerte.

Diego, mirándolo ceñudo, expresó:

—Vamos, déjate ya de rodeos… y de tantos acertijos.

—¿Sabes quién está en Jerez?

—No me digas que tu prima Janet ha llegado de improviso… pero ella me aseguró en su carta que arribarían en agosto —replicó su amigo sorprendido.

—No. No se trata de mi prima, se trata de la de ella… de Brunilda Cavaglioni; la prusiana… la recuerdas, ¿verdad? Llegó de Madrid hace dos días con su cuñada y con un matrimonio madrileño del que, por lo que me dijo, el esposo es un abogado italiano.

—¡Oh! Eso sí que es una sorpresa —musitó Diego completamente anonadado.

—La sorpresa me la llevé ayer por la tarde, cuando se presentó en mi casa acompañada de una doncella. De verdad, casi me caigo de espaldas.

El semblante de Diego se contrajo en una sonrisa incrédula.

—¿Te visitó en tu casa? ¡Vaya!, qué detalle…

—Bueno, en realidad, vino a traerme una carta de Janet. Y realmente la noté mucho más simpática y risueña que en Londres… y más guapa, si cabe. ¿Sabes?, yo pensé que los lunares de su cara eran postizos, pero no… ¡son auténticos! Estuvimos hablando un largo rato; me contó que ella, además de su cuñada y ese matrimonio de amigos que las acompañan, estaban invitados a este baile. Ah, y me preguntó por ti…

—¿Te preguntó por mí? —inquirió Diego aún más sorprendido—. De verdad, eso me halaga mucho… a la vez que me sorprende.

—Sí, quería saber cómo estabas. También me preguntó si tenías invitación para esta noche.

—Vaya, ¿y… dices que ahora se halla aquí? ¿Dónde…? —indagó Diego con visible ansiedad, mientras comenzaba a mirar en todas direcciones.

—Aún no han llegado. Pero no creo que tarden.

La mente de Diego comenzó a cavilar, dándose cuenta de que la pronta e inesperada presencia de Brunilda en esa fiesta social le había causado gran impacto, a la vez que una extremada excitación que casi no lograba disimular.

—No puedo ocultar que… esta noticia me ha dejado asombrado —murmuró lacónico—. Bueno… y, ¿tu prima Janet, qué… te dice en su carta? —preguntó en un intento de distraer su mente.

—Que está muy entusiasmada con su próximo viaje a Cádiz, y también con volver a verte. Ya verás cómo tú y ella al fin terminaréis enamorados —acabó Carlos con una sonrisa.

Durante los minutos siguientes, Diego, mientras procuraba evitar que su ansiedad se le notara demasiado, permaneció con los ojos fijos en la puerta de entrada del salón, en espera de ver aparecer a Brunilda.

Carlos, tras una larga pausa, añadió:

—¿Te has dado cuenta? Esteban Serrano no ha perdido el tiempo y, desde que llegó, no ha dejado de cortejar a Gloria Montero. Me hace mucha gracia ver los acosos de él y los coqueteos de ella…

—Y eso que Esteban sabe que ella gustaba mucho de ti —reflexionó Diego—. ¿Ves lo que te digo? Todas las mujeres que antes te miraban con muy buenos ojos están cansándose de tu indiferencia hacia ellas. Recuerdo que me confesaste que Gloria te gustaba, sobre todo por su manera de ser. Pero, si continúas así, muy pronto todas las demás mujeres te darán la espalda.

El joven Temple permaneció unos instantes pensativo.

Luego, levantándose de hombros, expresó:

—En realidad, eso no me importa… yo no pierdo las esperanzas de que tu hermana, algún día, descubra que también está enamorada de mí.

—Espero… que tu espera no sea demasiado larga y penosa; deberías tener más coraje y enfrentarte a ella y gritarle su amor. ¿Recuerdas la poesía del Conde de Villamedina? «Quien calla amando, solo… amando muere…».

—Sí, la recuerdo —rebatió Carlos. Con mirada triste, añadió—: Y también decía: «Menos dice, y más calla quien más quiere».

—Sigo insistiendo que sería mejor para ti olvidarte de mi hermana y enamorarte de otra mujer.

—Y lo intento… créeme, pero no lo consigo. Como ves, eso que dicen que el amor es el más dulce de los venenos es la pura verdad.

Luego de unos minutos de silencio, en el que Diego aprovechó para dar una mirada en rededor, con gesto extrañado, expresó:

—¿Te has fijado?, hay muy pocos hombres en el salón de fiesta. La mayoría de ellos, a medida que llegan, van desapareciendo. Cuando llegamos, me encontré con muchos conocidos de Cádiz que incluso me presentaron a varios extranjeros… pero ahora no los veo por ningún sitio.

—Por lo que escuché decir, varios de esos extranjeros, en fusión con algunos gaditanos, han organizado una reunión política junto a muchos otros madrileños. Quizás sea por eso…

—Entonces es muy posible que sea una reunión de conspiradores —replicó Diego con aire pensativo.

—No te extrañe, tal como están las cosas ahora... bueno, al menos nosotros, que no estamos interesados en la política, tenemos a la vista a muchas bellas mujeres, la mayoría sin sus maridos —respondió Carlos chancero. A continuación, mientras volvía a pasear la mirada por la concurrencia, exclamó—: Y hablando de mujeres… qué hermosas están todas, ¿verdad?

Diego soltó una carcajada.

—Sí, realmente, hermosas y apetecibles. Aunque con esos escotes de vértigo, a uno le cuesta mirarlas a los ojos.

El salón se hallaba atestado de gente. Los ornamentados candelabros, que rodeaban la pista de baile, resplandecían de luces. Arriba de una plataforma, la orquesta ejecutaba las clásicas zarabandas, minués y también danzas austriacas, muy de moda en los salones de la vieja Europa, traídas a España por ilustres afrancesados que intentaban modernizar a la península. En medio de la concurrencia, el bastonero organizaba el orden del baile, además de cuidar que a ninguna dama le faltaran refrescos.

Desde su lugar de observación, Diego, con los ojos fijos en la entrada del salón, de vez en cuando posaba sus ojos en un grupo de bellas jovencitas sentadas al lado de sus carabinas, las mismas que sus padres aspiraban a que él las invitara a bailar.

Por su parte Carlos, aun a la distancia, continuaba con la mirada fija en Úrsula observándola sin atreverse a pedirle bailar con él. De pronto, al desviar los ojos, prorrumpió por lo bajo:

—Oh, no. Ahí vienen...

—¿Quién? ¿Brunilda? —inquirió Diego con voz ansiosa, evitando darse vuelta a mirar.

—No —respondió Carlos echándose a reír—. Las que vienen son las mamás de María Luisa y de Josefina. Y se dirigen directo a nosotros; ya no tenemos escapatoria. —Con tono burlón añadió—: Vaya, fíjate… parecen dos joyeros andantes...

En medio de un rumoroso fru-fru ocasionado por la seda de sus vestidos y el tilín de sus alhajas, las damas se les acercaron. Al llegar frente a los jóvenes, ambas sonrieron encantadas. Una a una extendieron sus brazos recubiertos de reluciente pedrería.

—Diego... Carlos, qué elegantes estáis —replicaron al unísono.

Ambos besaron sus regordetas manos, a la vez que exclamaban:

—¿Qué tal, doña María Luisa? ¿Y usted, doña Catalina, cómo está? Pero qué hermosas y que elegantes se las ve…

—Muchas gracias... ¡Ay!, qué amables sois —respondieron ellas.

Doña María Luisa, con una sonrisa zalamera, le dijo a Diego:

—Mi marido está con tu padre en el salón de juego. —Mirándolo risueña, expresó—: Esos viejos amigos que solo piensan en jugar a las barajas… —Sin esperar respuesta, señaló con el dedo hacia el grupo de jovencitas de al lado, y continuó—: Ahí están nuestras hijas, sentadas junto a varias de sus amigas. Y tú ya sabes, Diego, tienes mi permiso para bailar con María Luisa todo el tiempo que quieras.

—¡Oh! Es un inmerecido honor el que… usted me hace —arguyó Diego irónico.

La cándida mujer, sin dejar de sonreír, añadió:

—Sabes que mi marido, mi hija y yo sentimos por ti un gran afecto, al igual que por tu familia.

Diego, obligándose a sonreír, le respondió:

—Mi querida señora, sus palabras me abruman: tenga por aseguro que… el sentimiento es recíproco. —En cada frase se transparentaba una notable mofa escondida dentro de su trivial cortesía.

De pronto doña Catalina, dirigiéndose a Carlos, le preguntó:

—¿Es verdad que este verano vendrán tus parientes ingleses? ¿Qué edad tiene tu primo?, ¿está aún soltero?

—Sí, los esperamos para finales de agosto. Mi primo tiene veintitrés años. Y, en efecto, es soltero…

—Oh, qué bien; tendremos que comenzar a programar fiestas en su honor. Bueno, aquí se aburrirá de ver tantas mujeres bonitas.

—Eso ni dudarlo, doña Catalina.

Doña Luisa, tras fijar sus ojos en Diego, le preguntó:

—¿Dónde están tu madre y tus hermanas?

—Allí enfrente, sentadas junto a esas señoras vestidas de negro y con grandes abanicos… —respondió Diego, mientras señalaba con el dedo.

—Ah, ya las veo. Nosotras también tenemos ahí nuestros asientos, al lado de la marquesa de la Estrella; vamos, Catalina…

Cuando las damas se marcharon, Carlos exclamó burlón:

—No me explico cómo la madre de Josefina se ha enterado ya de la llegada de mis primos a Jerez.

—Y se la veía muy interesada; con seguridad querrán que Edward conozca a su hija —replicó Diego.

—Y qué condescendencia la de doña María Luisa, ¿la has escuchado?, te permitirá bailar con su hija el tiempo que quieras. ¡Pero si es ella la que está deseándolo!, bueno, ahora no tendrás más remedio que hacerlo. —De pronto, mientras tocaba el brazo de Diego, exclamó—: ¡Oh, mira quien acaba de entrar!

Brunilda, junto a una agraciada joven morena de regio porte y a una pareja de más edad, se hallaban en la puerta rodeados por los anfitriones además de varios nobles y políticos y otras altas personalidades de Cádiz, quienes parecían encantados de verlos.

Diego, en un esfuerzo por esconder su ansiedad, centró la mirada en Bruny, que en ese momento permanecía un tanto apartada del grupo mientras observaba, con discreto disimulo, a todas direcciones. La prusiana vestía un elegante y ceñido traje azul oscuro, de los llamados volúbilis, de cintura alta, que remarcaba sus bellas curvas de manera incitante, dándole a su vez un acentuado toque de gracia y distinción. El peinado de estilo griego, con algunos rizos cayéndole sobre la nuca y las sienes, confería a su rostro un perfecto marco. ¡Estaba bellísima! Quizás más de como la recordaba.

—¿Quieres que nos acerquemos a saludarla? —preguntó Carlos.

—Mejor, esperemos un poco —repuso Diego sin conseguir evitar que su incontrolable nerviosismo fuera demasiado notorio.

Un rato después, cuando Bruny y sus acompañantes cruzaban el salón, ambos les salieron al encuentro. La prusiana, al verlos, estiró los brazos hacia ellos.

—Hola, ¿cómo estáis? —los saludó con encantadora sonrisa, aunque, a opinión de Diego, un tanto forzada. Tras fijar sus claros ojos en este último, le dijo—: Me complace saludarte.

—Lo mismo digo —respondió Diego mientras, con ademán galante, besaba su mano. A continuación, mirándola a los ojos, agregó—: Estas guapísima; te confieso que aún no puedo reponerme de la sorpresa de encontrarte aquí.

Con abrumadora turbación, Diego no pudo evitar recordarla desnuda tal como la había visto aquella mañana en Londres sin que ella se hubiera dado cuenta.

—Gracias, vosotros también estáis… muy guapos —siguió Bruny—. Os voy a presentar a mi cuñada Matilde, y… a unos amigos de Madrid. —Acercándose a sus acompañantes, que los miraban con expectación, añadió risueña—: Este es Carlos Temple, sobrino de mis tíos de Inglaterra… el mismo al que ayer por la tarde visité en su casa. —Sin pausa, continuó—: Carlos, te presento al señor Giacomo Vercelli y su esposa Carlota de la Espiga, condesa de Brunetti… y a mi cuñada Matilde Orosco Villaverde. —Enseguida, volviéndose hacia Diego, sin dejar de sonreír, prosiguió—: Y aquí… os presento a un amigo de la familia, don Diego…

Al comprender que ella no recordaba sus apellidos, él, con gentil reverencia, la interrumpió:

—Diego Ibáñez Cisneros Wesley, para servirles a todos… —concluyó mientras besaba las manos de las damas. A continuación, añadió—: Me complace mucho saludarlos. Espero que puedan llevarse un buen recuerdo de nuestra ciudad…

—Sí, es muy bonita —ponderó la condesa de Brunetti con encantadora sonrisa.

—En mi caso, es la segunda vez que visito el sur. Y toda Andalucía me parece preciosa —comentó Matilde, mirándolo risueña.

—Cádiz me gustó mucho, sobre todo su bahía —arguyó Brunilda mientras abría y cerraba su abanico—. Lástima que nuestra diligencia… hacia Barcelona, sale mañana por la tarde… y no podremos ver mucho más…

Diego observó que la prusiana, a pesar de disimularlo, se mostraba demasiado nerviosa sin dejar de observar, de manera insistente, hacia la puerta que daba al jardín. De pronto se acercó más a ella y, obligándola a mirarlo, con voz cálida le dijo:

—Lamento mucho lo que ha pasado en tu patria; me pareció un horror. —Al instante, sin esperar a que ella le respondiera, a la vez que esbozaba una sonrisa seductora, añadió—: Al mismo tiempo celebro verte tan bien… y tan guapa.

—Gracias, eres muy amable.

—¿Regresarás en seguida a Londres? —inquirió él.

—Aún no. De Barcelona… Matilde y yo embarcaremos hacia Italia. Allí… esperaré la llegada de… mi prometido, que arribará desde Puerto Rico —respondió ella vacilante.

Diego, con aire burlón, levantó una ceja e inquirió:

—De modo que… ¿sigues prometida?

—Claro, ¿acaso lo dudabas?

—No, solo que por un momento me olvidé de eso… sobre todo ahora, al verte aquí…

—No tiene nada de extraño. Mi cuñada es española emparentada con mucha gente de la alta sociedad de Madrid. Y, como ya lo sabes, no es esta la primera vez que piso tu tierra.

Tras una pausa, mirándola a los ojos, inquirió:

—¿Me permitirías invitarte a bailar?

Ante la pregunta de Diego, ella lo miró seria.

—Lo siento, aunque mi prometido… está lejos, yo le guardo absoluto respeto —replicó con sonrisa forzada—. Además, no me gusta bailar… solo vine para acompañar a mi cuñada y… a la condesa de Brunetti. —Al ver que sus acompañantes iniciaban la marcha hacia sus exclusivos lugares, se disculpó—: Tengo que dejaros, vamos a ocupar nuestros asientos. Adiós a ambos.

—Adiós… —respondió Carlos, besándole la mano.

—Antes de marcharnos… os volveré a saludar —replicó ella, dedicándoles una última y forzada sonrisa.

Diego, con una galante reverencia en la que iba impresa un gesto irónico, le dijo:

—Por si se te olvida hacerlo… quiero que sepas que para mí ha sido un gran placer volver a verte.

Ante esas palabras, Bruny hizo un amague de sonrisa y rápida se apartó de él.

Cuando se quedaron a solas, Carlos apuntó:

—He oído el rechazo que te ha hecho tu invitación… por lo menos podría haberte aceptado un baile. Que esté comprometida no le impide danzar, vamos, creo yo. Qué niña más rara y difícil, ¿verdad?

—Sí, pero eso la hace aún más interesante —opinó Diego sin dejar de mirarla mientras ella se alejaba—. Te confieso que… Brunilda me tiene hechizado.

—Sí, ya lo he notado. Y… te comprendo, realmente es una mujer preciosa. ¿Te has fijado en lo guapa que es su cuñada?

Diego, con gesto pensativo, murmuró:

—Sí… también es muy guapa. ¿Pero sabes lo que más me ha sorprendido? He notado que Bruny se comportaba de una manera extraña, dominada de una excitación muy mal controlada. Era como si esperara y a la vez temiera la llegada de alguien. Sus ojos no se apartaban de la puerta… pero no la de la entrada principal, sino la del portal que da a los jardines.

—Pues yo no me he dado cuenta de nada —repuso Carlos—. Ayer, tal como te dije, cuando vino a verme, la noté muy simpática… y ahora, pese a su negativa de bailar contigo, al menos no ha dejado de sonreírnos con simpatía.

«Pues a mí me ha parecido que todo era fingido. No sé… pero su actitud, y su forma de actuar eran muy extrañas», pensó Diego sin apartar sus ojos de ella que, en ese momento, junto a su grupo, tomaba asiento.

Durante varios segundos, Diego y Carlos permanecieron callados.

—Me parece que, luego de haber visto a la prusiana y sus acompañantes, nos hemos quedado muy pensativos, ¿verdad? —repuso este último a la vez que se alisaba con la mano el pelo.

—Tienes razón; no puedo negar que volver a ver a Brunilda para mí ha sido algo muy impactante; de hecho… nunca pensé que ocurriría. —Tras unos segundos de silencio, en medio de un bufido, replicó—: De verdad, su presencia me ha alterado mucho… y también me ha desconcertado…

Carlos, observándolo intrigado, insinuó:

—¿Me quieres decir con eso… que estás enamorado de ella?

—No… pero, como ya te lo dejé claro en Londres, esa mujer me fascina de una forma que... no sé cómo expresarlo; las pocas veces que he estado a su lado… incluso ahora, experimento algo extraño… algo diferente a lo que siento con las demás mujeres.

—Lo que tienes que hacer tú es pensar solo en mi prima Janet, y dejarte de fascinaciones peligrosas. Brunilda va a casarse y, luego de esta noche, con seguridad ya no volveremos a verla nunca más.

—Sí, tienes toda la razón…

Después de una corta pausa, Carlos, mirándolo serio, inquirió:

—Bueno, a ver… dime lo que desees hacer, y te seguiré.

Diego, mientras exhalaba el aire de sus pulmones, musitó:

—Pues lo mejor que se me ocurre ahora es buscarnos un buen sitio donde podamos mirar sin que seamos demasiado visibles. Porque no me negarás que, a pesar de tanta elegancia y abolengo, este lujoso salón… es solo un «dime y cuéntame». ¿Vamos?, de paso nos beberemos algunos tragos más de limonada; tengo la garganta completamente seca.

—En marcha entonces.

A continuación, ambos cruzaron el salón en dirección al Patio de Armas del Alcázar, muy cerca de donde estaba el bufé de bebidas y bocadillos. Al pasar junto a un grupo de jovencitas, Diego divisó a María Luisa mirándolo ruborosa. Sin detenerse, le dedicó una discreta sonrisa acompañada de una gentil inclinación de cabeza; luego de eso, se hizo el desentendido.

Minutos después, Carlos y Diego, tras servirse dos vasos de limonada, se apostaron cerca de otro amplio ventanal por donde entraba el fresco y perfumado aire del jardín. Allí permanecieron muy quietos mientras miraban distraídos a la mayoría de la concurrencia.

El baile se hallaba en su apogeo repleto de parejas que danzaban al compás de un cadencioso minué. Las niñas casaderas, acompañadas de por sus madres y carabinas, aguardaban a que los jóvenes solteros las invitaran a danzar. Otras consultaban su carné de baile para ver en qué turno les correspondía aceptar a los que tenían apuntados.

Cerca de la sala de juegos, varios señores mayores salían y entraban sin interrupción. Con semblante alicaído, Diego recorrió con la mirada el inmenso salón de fiesta; desde allí observó a su hermana Gertrudis que continuaba danzando con Wilbur. A continuación, de manera involuntaria, sus ojos se detuvieron en el grupo de Brunilda. En ese momento ella permanecía en actitud enigmática, sentada junto a su cuñada y a la condesa de Brunette, y a otras dos mujeres más que hablaban con discreta locuacidad.

Al cabo de un rato Diego, volviéndose hacia Carlos, le preguntó:

—Pero tú, ¿por qué no invitas a bailar a alguna dama?

—Porque con la única que desearía hacerlo es con tu hermana, y seguro me dirá que no. Ya ha rechazado al menos a media docena de caballeros.

—Con intentarlo no pierdes nada. Y, si te rechaza, inténtalo con María Luisa.

—Eso te corresponde a ti —replicó Carlos con sonrisa burlona. De pronto, tras un gesto decidido, manifestó—: De acuerdo, seguiré tu consejo. Voy a ver si entablo conversación con Úrsula, y así quizás…

—Claro, inténtalo.

—Entonces, deséame suerte.

—¡Mucha suerte! —exclamó su amigo guiñándole un ojo.

Al quedarse a solas, mientras buscaba la manera de dominar su incontrolado nerviosismo, Diego se apartó del ventanal y optó por dirigirse al exclusivo salón donde se encontraban los jugadores, entre ellos su padre. Por allí todos permanecían con sus miradas fijas en las cartas sumidos entre una pertinaz ansiedad.

Pese a las repetidas prohibiciones conferidas por las leyes del Gobierno español, los juegos de las barajas gozaban de una gran popularidad entre los barriobajeros, los de las clases altas y los aristócratas (estos últimos eran quizás lo más viciosos).

Diego, en medio de una mueca de visible desgano, paseó su mirada por entre las mesas de jugadores, casi todos entrados en años. En completo silencio se detuvo cerca de su padre; este se hallaba tan absorbido en aquella partida que ni siquiera advirtió su presencia.

Tras unos minutos de contemplación, el joven se apartó de los empedernidos ludópatas y salió de allí. Sin detenerse, continuó su marcha por la extensa galería. De pronto escuchó voces provenientes de uno de los salones y se detuvo. Con pasos sigilosos se acercó hacia una de las ventanas internas, que se hallaba entornada, y miró: sentados unos, e inclinados otros alrededor de una gran mesa donde se veía un mapa extendido, observó a un grupo de hombres, la mayoría extranjeros, entre los que se encontraban el ecuatoriano José Mujica Lequerica y el marido de la condesa de Brunette, el señor Giacomo Vercelli. Por las expresiones de sus rostros, a Diego no le quedaron dudas de que todos ellos estaban abocados a temas muy serios. Tras permanecer unos instantes atento sin que lograra descifrar las palabras que llegaban a sus oídos en forma de murmullos, se apartó de allí y reanudó la marcha.

LA CONSPIRADORA

La algazara que venía del atestado salón de fiesta parecía crecer cada vez más, y las palabras sueltas, las risas junto a los plácemes y exclamaciones llegaban hasta los oídos de Diego como el zumbido de un avispero.

Al llegar a un pequeño salón, se detuvo al lado de la chimenea frente al portal que daba acceso al jardín; con gesto flemático se acodó en el reborde de mármol y así permaneció muy quieto oteando sin ser visto, con la misma circunspección de cuando había llegado.

Desde su indolente postura miró hacia donde se hallaba Brunilda; esta permanecía en la misma actitud de escuchar sin intervenir en la charla de su cuñada y las demás mujeres. Diego reconoció que le hubiera gustado mucho bailar con ella, tenerla unos instantes entre sus brazos y aspirar el perfume de su pelo. De pronto escuchó una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Intrigado, se volvió, y se encontró frente a una hermosa mujer enfundada en un llamativo vestido verde, de generoso escote, que desde el portal lo invitaba a acercarse.

—¡Doña Lesbia!, pero… ¿qué hace usted ahí… tan sola? —preguntó mientras se aproximaba a ella a la vez que, ante el temor de que alguien los descubriera, miraba en todas direcciones.

—¿Y… tú, qué crees que hago aquí?, siguiéndote. Ven, acompáñame —le susurró la dama.

Y, tomándolo de la mano, se lo llevó hacia el jardín iluminado por la luz de la luna, además de algunas lámparas de aceite dispersadas por doquier. Mientras buscaban un lugar donde ocultarse, Diego advirtió la figura de un hombre solitario de traje oscuro, escondido detrás de un copioso magnolio. A continuación, tras desentenderse de él, Diego, sin soltar la mano de doña Lesbia, se dejó conducir por ella. Luego de dar un corto rodeo, llegaron junto a un bosquecillo de laureles en los límites del vallado que circundaba el extenso jardín. Una vez allí, ocultos entre las altas ramas, doña Lesbia, con voz melosa, le susurró:

—Solo dispongo de unos instantes; tuve que mentir para poder escaparme sola. Hace rato te vi en compañía de tu inseparable amigo Carlos. Y ahora, al verte cruzar la galería, me atreví a seguirte. Quería que supieras, por mí misma que… el lunes mi esposo viajará de nuevo a Madrid… y estará ausente más de veinte días. Irás a visitarme, ¿verdad?

Diego soltó una cómplice risa y respondió:

—Pero qué pregunta me haces. Claro que iré; hacía tiempo que ansiaba recibir de nuevo tu invitación.

—¿Lo dices de verdad? —inquirió la dama un tanto dudosa.

—Y, ¿por qué habría de mentirte?

—Porque te conozco, señorito don Diego. Bueno, ahora debo marcharme; ojalá pudiera quedarme más tiempo contigo. ¡Si supieras… cuánto te extraño!

El joven la tomó de la cintura impidiéndole moverse. A continuación, le acarició los pechos, hasta provocar en ella un estremecimiento de placer.

—Yo también te extraño —le susurró insinuante—. Por favor no te marches aún, vamos a meternos dentro de la glorieta.

—¿Pero… qué dices? ¿No ves que allí dentro hay ya otra pareja? Además, no desearía que por mi imprudencia tuvieras que enfrentarte a mi esposo… en un duelo.

—Claro, eso sería bochornoso... y muy contraproducente —musitó él sin soltarla, mientras la besaba en el cuello.

En esos instantes lo que más deseaba Diego era sentir que su mente se nublaba por completo.

—¡Detente! Alguien, podría sorprendernos —le advirtió ella con ansiosa voz.

—Es que ahora no puedo detenerme… —rebatió excitado a la vez que intentaba desnudar sus senos.

La joven mujer, abandonándose a las exigencias de su casual y fogoso amante, musitó:

—Ay, Diego… ya han pasado tres meses desde la última vez que nos vimos a solas, ¿recuerdas? Aunque, por los rumores que escuc

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