Mi diosa pelirroja

Marian Arpa

Fragmento

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Prólogo

Felipe Santacana estaba convencido de que nunca encontraría el amor. Su pasión por su carrera, su falta de horarios, y el secreto que no había compartido ni con su familia y amigos, le impedía encontrar a una mujer que entendiera su forma de vida.

Era médico por vocación, le gustaba ayudar a las personas y nada lo apartaba de sus pacientes hasta que él mismo lo creía conveniente. Trabajaba en el Centro Hospitalario San Pablo, una entidad pública a la que asistían desde personas con recursos, por el gran nivel de experiencia de sus facultativos, hasta los más desfavorecidos de la sociedad.

Solo en una ocasión, había conocido a una mujer que en el primer momento logró hacer tambalear sus arraigadas creencias, a esperar, a imaginar, a soñar, a creer que «sí» había en el mundo alguien con quien valiera la pena compartir la vida. Pero en cuestión de minutos todo cambió cuando supo que su mejor amigo Raúl la conocía con anterioridad y la química entre ambos hizo que él se retirara a un segundo plano de inmediato. Tenía muy claro que las mujeres de sus amigos eran intocables.

Eso no impidió que se enamorara un poco de Sofía Toronto, la que acabó casada con su amigo, y a la que ahora consideraba como parte de su familia.

Aquello marcó un antes y un después; siempre se culpó de que las relaciones que había tenido hasta entonces no funcionaran porque dedicaba demasiado tiempo a su trabajo, sin embargo, comprendió que con la mujer adecuada todo era posible, lo malo era que nunca la encontraría, no existía en el mundo nadie más como Sofía.

Al poco tiempo conoció a Elena, una rubia despampanante que lo sedujo con un cuerpo de escándalo, moldeado para el placer. Estuvo unos meses sin ver a la persona que había detrás de esas voluptuosas curvas, sin percatarse del ser egocéntrico, intrigante, egoísta y manipulador que se escondía tras aquellos ojos azules y rostro angelical. Al hacerlo, la mandó al carajo y puso tierra de por medio instalándose en Reus a trabajar en lo que le gustaba.

A partir de ese momento, tuvo relaciones esporádicas, era un hombre con un buen apetito sexual, pero no se hacía ilusiones con ninguna de las mujeres que compartieron su cama y su vida durante cortos espacios de tiempo. Cuando veía que la fogosidad y el entendimiento se marchitaban, o que su compañera se hacía ilusiones que él no compartía, cortaba de raíz, no quería que nadie pudiera acusarlo de haber sufrido por su causa. De ese modo había encontrado un equilibrio tranquilo en su vida.

Las personas mayores eran la debilidad de Mar Callizo. Había crecido al lado de unos abuelos amorosos, donde la dejó su madre cuando se divorció, ella apenas contaba con tres años de edad. No se trataba de que su progenitora no la quisiera, sino que no podía compaginar el trabajo con la crianza de su hija, y la única solución que encontró fue dejarla en su pueblo natal con sus padres.

La niña había crecido rodeada de los amorosos ancianos del lugar, y cuando se iba haciendo mayor, se dio cuenta de la felicidad que sentía cuando podía ayudar a algún vecino que no podía valerse por sí mismo. Cuando terminó el colegio y tuvo que decidir a qué se dedicaría de mayor, a nadie le extrañó que sus estudios fueran de auxiliar de geriatría. Se la veía feliz pudiendo ayudar a sus amigos y vecinos.

Al terminar el grado superior y volver al pueblo con sus abuelos, se encontró que había cambiado, el lugar había crecido a pasos agigantados, habían construido viviendas nuevas y la mayoría de los vecinos no se preocupaba de nadie que no fueran ellos mismos. Muchos ancianos habían tenido que abandonar sus casas para irse a residencias, y los pocos que quedaban eran atendidos por unas cuidadoras que les habían asignado los servicios sociales.

Por aquel entonces, su madre se había trasladado al pueblo para cuidar de sus padres, y todos ellos se confabularon para animarla a que se fuera a la ciudad, donde tendría más oportunidades.

Mar no tardó nada en encontrar trabajo, como era muy activa, no se conformó solo con uno. Por las mañanas lo hacía en un gimnasio, de monitora de personas mayores y por las tardes en una residencia de ancianos. Allí no tardó en ser la preferida de todas las auxiliares, siempre tenía una sonrisa para todos, era dulce en el trato, con los residentes y con sus compañeras; allí encontró muy buenas amigas que se convirtieron en su familia.

En poco tiempo se dio cuenta de que a los hombres que conocía no les complacía tener que esperarla cuando salía tarde del trabajo —cosa que ocurría muy a menudo—, pues era incapaz de negarles nada a sus «adorados niños», que era como ella llamaba a los ancianos. Y sus relaciones con el sexo opuesto casi siempre terminaban antes de empezar, por lo que tenía muy asumido que se haría viejita sola y terminaría en una residencia como en la que estaba trabajando.

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Capítulo 1

Estaba tan concentrado en las brazadas, en su respiración y en la relajación de su cuerpo que Felipe Santacana no se enteró del barullo que se desarrollaba alrededor de la piscina. Acudía a diario a nadar, era su válvula de escape; allí se relajaba después del estrés de tantas horas trabajando en el hospital. Sus compañeros lo hacían en el bar de la esquina, con unas copas delante. Pero él prefería nadar, llevar su cuerpo al máximo, hasta que se olvidaba por unos instantes de lo que veía a diario en el centro hospitalario San Pablo. Era médico por vocación, le gustaba su trabajo, pero no podía evitar que algunos casos le afectaran al verse impotente por curar a todo el mundo.

De repente fue consciente de que algo sucedía y sacó la cabeza del agua justo para escuchar a una mujer que gritaba: «Que alguien llame a una ambulancia». Allí en el lateral de la piscina había un hombre tendido al que le estaban realizando los ejercicios de reanimación; Felipe salió del agua con rapidez y corrió hacia el grupo que estaba rodeando a una chica que le hacía el boca a boca a un individuo que tendría unos setenta años.

—Déjenme paso, soy médico.

Los mirones se abrieron para dejarlo pasar. La chica cruzó una mirada con él y siguió con el masaje cardíaco. Él se arrodilló al otro lado y le tomó el pulso al hombre. Ayudó a la muchacha y en unos segundos el hombre estaba escupiendo agua por nariz y boca.

Justo entonces llegaron los sanitarios del centro.

—Quieto, Ramón —dijo ella cuando el hombre trató de levantarse—. Ahora viene una ambulancia.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Felipe.

—Iba andando y de repente ha caído al agua inconsciente —comentó una mujer que temblaba de la cabeza a los pies, se la veía alterada.

—Tranquilícese, señora, ¿es su marido? —mientras se lo decía la hizo retroceder hasta sentarla en el banco de madera que rodeaba la piscina, donde todos dejaban las toallas.

—No —contestó la muchacha que había reanimado a aquel hombre y que seguía arrodillada a su lado—. Son compañeros de gimnasia.

Él le estaba tomando el pulso

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