Navegar en tu red (Serie Tecléame te quiero 5)

Isabel Jenner

Fragmento

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Capítulo 1

En un Caribe del siglo XVII...

Isla Tortuga, año 1692

Clover de Montague escuchaba, como cada día de sus dieciocho años de vida, el barullo de fondo de maldiciones, puñetazos y risotadas de la taberna, y el crujido inconfundible de jarras de bebida al ser depositadas con fuerza sobre superficies de madera que tenían tantas cicatrices y remiendos como los filibusteros y delincuentes que hacían uso de ellas. Los sonidos familiares se colaban por las ajadas vigas y los tablones medio podridos hasta la bohardilla de la desastrada construcción que la había visto nacer y en la que sobrevivía a duras penas gracias a su ingenio y a la dudosa protección de un padre ausente, pues el nombre del pirata Will el Troyano siempre había provocado miradas de respeto incluso entre la escoria más indeseable del mar Caribe.

Esa noche, sin embargo, el más mínimo ruido conseguía que Clover se estremeciera de verdadero pánico, a la espera de que sucediera lo peor y vinieran en su búsqueda. Sus manos sostenían de manera precaria un pequeño teléfono móvil de la gama más baja, de esos que a nadie le interesaría robar, en cuya pantalla parpadeaba un mensaje que había provocado un sudor frío en la joven, que se encontraba agazapada entre trastos viejos y ropas apolilladas.

Clover se restregó la mejilla con los nudillos para borrar cualquier rastro de lágrimas o de debilidad. No podía permitírselas, ni siquiera por el cruel destino al que su padre se había condenado al elegir la piratería como único amor.

¿Cuánto tardaría en divulgarse la noticia de que Will el Troyano había levado anclas por última vez y que la falsa seguridad de Clover se derrumbase como un castillo de naipes? ¿Días? ¿Horas?

Miró una vez más la frase con la que se acababa el wasap y no pudo contener una tierna sonrisa al imaginar al temido Will el Troyano concentrado tecleando unas palabras tan cursis para él con sus recios dedos de lobo de mar. Pero el mensaje había quedado muy claro y no había tiempo que perder.

Clover se sacudió la congoja y se arrodilló en el suelo para levantar uno de los tablones roídos por el tiempo y las alimañas, y extrajo una cajita de latón con forma de corazón, algo deslucida por el polvo que se había acumulado sobre ella durante los muchos años que llevaba oculta. Contenía un papel amarillo y tan desgastado que la joven temió que se deshiciera en pedazos si volvía a doblarlo de nuevo. Esperando no equivocarse en su decisión, copió las coordenadas GPS que había ahí escritas en la aplicación de notas del móvil, y redujo el papel a añicos tan pequeños, que se convirtieron casi en arena.

Ya solo necesitaba un barco con el que llegar a la isla donde Will el Troyano había escondido todas sus riquezas. Y lo conseguiría costara lo que costase. Como digna hija de su padre.

Cubierta del barco La descarga, frente a las costas de la isla La Española...

—¡Capitán Nuke! —La voz, tan cascada y áspera como el graznido de una gaviota por la abundante y perpetua ingesta de ron a lo largo de los años, provocó que varias cabezas de la atareada tripulación del bergantín La descarga se alzasen en su dirección—. ¡¡Capitán!! —repitió la voz, más fuerte esa vez, tanto como para amortiguar el ruido de las olas al chocar contra el casco recién carenado—. Por San Judas, ¿dónde se habrá metido ese demonio disfrazado de ángel? ¿Acaso le han brotado alas negras...?

Las protestas continuaron propagándose por el aire impregnado de salitre hasta que, junto al timón, un hombre se giró con parsimonia hacia la puerta abierta del castillo de proa. Esbozó una sonrisa perezosa, con todos y cada uno de los relucientes dientes en su sitio, antes de responder.

—Me pregunto, señor Owens, cómo se las apañaría si tuviera que dar conmigo en un galeón con más de cien hombres, en lugar de en una modesta nave de apenas treinta.

El señor Owens elevó la protuberante nariz para apuntar con ella al capitán de aquella «modesta nave» de dos mástiles que, sin embargo, ostentaba el demoledor título de ser la más rápida de todo el Caribe.

—Quítese ese pañuelo roñoso que le cubre de la frente a la nuca, capitán, y lo reconoceré incluso aunque usted esté subido al palo mayor y yo me encuentre sumergido en lo más profundo de las tripas del océano y tenga que mirar hacia arriba con los ojos llenos de algas —lo increpó claramente ofendido.

Nuke se echó a reír a la vez que sus botas de cuero negro arrancaban protestas de los tablones de madera de la cubierta en la trayectoria hacia su contramaestre, la única persona a quien confiaba la carga de su barco, la única a quien le permitía hablarle de esa manera y una de las dos únicas personas a las que confiaría su vida. En la piratería, una era difícil de encontrar. Dos era algo extraordinario.

—¿Quitarme el pañuelo y convertirme en una diana viviente para mis enemigos? —Arrugó el entrecejo como si estuviera profundamente preocupado y negó con la cabeza—. Prefiero seguir despistándote, viejo, aunque eso signifique perderme el espectáculo de ver tus cuencas llenas de porquería verde.

Le dio a Owens una palmada en la espalda que lo hizo tambalearse a pesar su exceso de kilos, y se adentró en el castillo de proa, unas arruguitas de regocijo adornaban las esquinas de sus ojos azules. El contramaestre era muy sensible respecto a cualquier referencia a su edad, rayana en la cincuentena, y el comentario de Nuke recibiría represalia antes o después.

—¿Para qué me buscabas? —inquirió el capitán con un tono mucho más serio, una vez que se hubo acomodado en una de las sillas de madera de la estancia con su corpulento torso echado hacia atrás.

Owens lo miró con cara de pocos amigos justo después de cerrar la puerta a sus espaldas, pero no vaciló en ir al grano.

—Tengo buenas y malas noticias. Pero —lo interrumpió justo cuando Nuke estaba en pleno proceso de despegar los labios—, si le digo una, sabrá la otra de inmediato, así que no se moleste en elegir cuál de las dos escuchar primero.

—Adelante, pues —lo animó Nuke con un gesto de la mano.

—Se trata de los nuevos productos que hemos lanzado hoy. Lo mejor será que se lo enseñe.

Owens se aproximó al portátil que había en una mesa a la derecha de Nuke y movió el ratón para volverle a insuflar vida. Luego giró la pantalla hacia el capitán.

Nuke se enderezó y, al hacerlo, se desprendió de la pose relajada que había tomado al sentarse.

—¿Se han agotado los pendientes de aro y los parches? —preguntó incrédulo.

—Han volado en poco más de una hora—resopló Owens—. Acabamos de vender el último.

—No sabía que tuvieran tanto tirón...

—Según las redes, fingir que has cruzado el Cabo de Hornos o el Cabo de Buena Esperanza y ponerte un pendiente falso es tendencia.

Nuke no se molestó en contestar.

—Y apenas hay stock de alfanjes y patas de palo labradas, capitán. —Mientras hablaba, el contramaestre le fue mostrando dichos artículos.

—Demonios —juró Nuke, con la mente trabajando a toda velocidad—. Pensaba que tendríamos material suficiente para vender cuando llegásemos a Nasáu.

Owens se dirigió a un armarito y sacó dos copas y una botella de ron, que depositó junto al ordenador.

—Han sido unas buenas ventas, ya lo creo que sí —murmuró el contramaestre, a nadie en particular, mientras llenaba las copas hasta el borde con precisión quirúrgica—. Pero nos han dejado las bodegas más vacías que un hueso sin tuétano. Los habitantes de La Española parecen querer estar a la última.

—En esta isla no podemos reponer nada de material. —Nuke también pensaba en voz alta—. A los españoles no les hace ni pizca de gracia que rondemos por aquí.

—Nuestro almacén más cercano está en Tortuga. Solo es una jornada de viaje —indicó Owens, después de beberse de un trago el ron que había preparado con tanto esmero.

Nuke ignoró su bebida y deslizó una de sus grandes manos de forma inconsciente por debajo del pañuelo que le cubría la cabeza antes de tomar una decisión. La tela parduzca se escurrió hasta caer al suelo y dejó a la vista una mata de cabellos largos más allá de los hombros, y de un rubio tan claro que casi parecían blancos.

—Pondremos rumbo a Tortuga de inmediato.

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Capítulo 2

Clover frunció los labios y empezó a silbar una queda tonadilla para contener las ganas que tenía de rascarse de la cabeza a los pies. Llevaba dos días vagando por los inmundos muelles de Tortuga, sin apenas otras pertenencias que su propia persona y un cuchillo sin filo, y vestida de hombre con algo que solo alguien demasiado magnánimo llamaría ropa. Eran más bien unos andrajos de lo que en tiempos más boyantes pudo haber sido unos pantalones marrones, una camisa cuyo color original la joven ni se atrevía a intuir y un absurdo gorro, arrugado y remendado tantas veces que parecía la cáscara rota de un huevo, pero que al menos servía para ocultar su melena oscura y de rizos apretados. Había tomado prestado el fascinante conjunto de la bohardilla de la ruinosa taberna de la que se había escabullido sin que nadie se percatase. O, al menos, eso esperaba. Lo mismo había ocurrido con el cuchillo y con la comida, apenas había podido apropiarse de tres mendrugos de pan, duros como los arrecifes contra los que escoraban los barcos que se acercaban con poca precaución a la costa, y que había ido racionando en trozos tan grandes como su pulgar. Pero lo peor no era el hambre acuciante que hacía sonar sus tripas, ni el pensar en garrapatas u otros bichejos en contacto directo con su piel, tampoco la sensación de desamparo e inseguridad. Lo que hacía que Clover se encontrase en el tenebroso límite de la desesperación eran los segundos que se habían ido escurriendo de entre sus dedos desde que le había llegado el wasap de su padre. Esos segundos equivalían a familiares, amigos y cazafortunas que habrían recibido el mismo mensaje de los miembros de la tripulación del Libertad, el barco de Will el Troyano, y que ya habrían zarpado en busca de los legendarios tesoros que había acumulado a lo largo de los años. La joven no podía confiar en que se respetasen las leyes del mar y se hiciera un reparto justo del botín. Habría peleas, sangre y muerte, y ella necesitaba estar muy lejos de allí con la fortuna que hubiera podido obtener antes de que las luchas se recrudecieran o se quedase sin nada. Y para ello tenía que abandonar la pérfida Tortuga... Si alguna nave se dignara a atracar de una condenada vez. Una muy, muy veloz, a ser posible.

—Eh, Scruby, ¿ves lo que yo veo?

—Al menos veo la mitad.

Las voces agudas e inestables de unos borrachos a su espalda hicieron que el corazón de Clover diera un vuelco. Se giró un poco, con el pulso acelerado, segura de que habían descubierto lo que escondían sus harapos. Había sido testigo de lo que podía ocurrirle a una mujer sola, a una mujer como ella, y antes prefería clavarse la punta roma del cuchillo en el corazón. Pero los hombres no le estaban prestando ni la más mínima atención, a pesar de estar pegados a sus talones. Un poco más tranquila, los estudió con disimulo para evaluar su potencial peligrosidad. Uno de los marineros era bastante alto y fuerte como un toro, y tenía el ojo derecho tan negro como el cuero del parche que cubría la cuenca vacía de su ojo izquierdo. No paraba de girarlo en todas direcciones, como si así pudiera compensar la falta del otro. Su compinche era más bajo y escuálido, pero igual de apestoso e interesado en lo que parecía un punto distante sobre las azules aguas del océano, que iba ganando tamaño conforme se iba acercando al puerto con la clara intención de echar amarras.

—Que me cuelguen si esa no es La descarga —murmuró con sorpresa el del parche, el tal Scruby.

—Acabaremos con una soga al cuello igualmente, pero lo es —replicó el otro—. Hacía meses que no pasaba por aquí.

El corazón de Clover se agitó de nuevo, esa vez por una razón bien distinta. En la taberna siempre reinaba el descontrol cada vez que La descarga recalaba en Tortuga. Los marineros del bergantín solían acudir allí para saciar su sed de alcohol, mujeres y rencillas, sin importar cuántos reales de a ocho les costase, jactándose de que su capitán conseguiría más en la próxima incursión. Clover nunca había conocido al capitán Nuke en persona, ya que, en las escasas ocasiones en las que abandonaba el barco, lo hacía para dirigirse a lugares más exclusivos –si era que podía existir tal cosa en ese infierno de isla–, pero conocía su fama. Se decía que era ingobernable como las olas, impío y sin un ápice de misericordia hacia sus enemigos. Aquello no lo diferenciaba demasiado del resto de los piratas que buscaban labrarse un nombre y amasar una desmedida riqueza en aquellas tierras en interminable conflicto mientras Europa libraba sus propias batallas. Sin embargo, también se decía que era un diablo que fingía ser un ángel, un embaucador que escondía a una bestia detrás de modales exquisitos. Un auténtico monstruo cuyos inicios en la piratería consistieron en asaltar un barco lleno de cofres de joyas y esclavos de África, cuyos pies había atado con pesos para que se hundieran en el fondo del mar antes de prender fuego a la nave en Barbados.

Una furia cruda y efervescente la embargaba cada vez que recordaba el sufrimiento al que Nuke había sometido a esas pobres almas por el mero placer de hacerlo y deseaba que su padre hubiera tenido la ocasión de enfrentarse a él en el pasado y darle su merecido. Aquella vez, sin embargo, mientras se escabullía entre unos barriles que desprendían un olor tan nauseabundo a pescado en descomposición que casi le provocó un desmayo, las mejillas de Clover estaban teñidas de un rubor culpable. Porque también era muy consciente de que La descarga era el barco más rápido que había surcado las Indias Occidentales y representaba todo su futuro.

La joven estaba dividida entre sus principios y su propia supervivencia. Aunque, quizá, si embarcaba en La descarga, podría hacerles justicia a ambos...

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Capítulo 3

Clover no podía ampararse en el cobijo que otorgaba la noche para llevar a cabo el arriesgado plan de colarse en el bergantín del capitán Nuke. La descarga había entrado en el angosto y armado puerto de Tortuga bajo un sol de justicia y zarparía de nuevo antes del atardecer. La desalentadora información se la había dado a regañadientes una prostituta de las muchas que transitaban los muelles para ser las primeras en recibir a los marineros que desembarcaran de la nave, y había sido a cambio de la caja de latón en forma de corazón de su padre. Si Clover hubiera tenido tiempo para ponerse sentimental, se habría aovillado en el suelo allí mismo, frente a los zapatos remendados y bajo el busto expuesto de la prostituta, y se habría echado a llorar. Pero no podía hacerlo. Además, la vida le había enseñado lo poco que servían las lágrimas.

En su lugar, se rascó el brazo izquierdo y retrocedió sobre sus pasos hasta la pared en sombras de una casucha que parecía ser un almacén de azúcar. Desde allí observó La descarga con detenimiento, sin querer perderse ni el más mínimo detalle. A simple vista no había nada impresionante o intimidatorio en ella. Incluso la talla de su mascarón de proa resultaba inofensiva. Ni rastro de seductoras sirenas o monstruos con zarpas y tentáculos. Tan solo una flecha en forma de rayo, como si emulase a una veloz descarga de Internet.

En cuanto a sus medidas, Clover calculaba que no tendría más de veinticuatro o veinticinco metros de eslora y una arboladura de tan solo dos palos. De hecho, su pequeño tamaño podría llegar a resultar ridículo si se la comparaba con los galeones y fragatas que la rodeaban en el puerto, como un tímido pato que flotaba entre enormes gansos. Sin embargo, bajo esa apariencia pacífica, subyacía una fuerza que erizó la piel de la joven. No había nada cómico en sus formas gráciles y elegantes, sino que hablaban de poder, determinación y confianza en sus infalibles capacidades, y sus dieciocho cañones eran una mortífera advertencia para quienes osaran subestimarla.

Al igual que su dueño, La descarga no era lo que parecía ser...

Pasado un rato, el movimiento en torno al bergantín fue cobrando intensidad hasta que un enjambre de hombres que portaban cajas casi no dejaba ver la pasarela que conducía hasta la nave. Debían de estar reponiendo las bodegas, y Clover tenía que aprovechar esa confusión de gente para acceder al barco o ya no podría hacerlo. Se pasó la lengua por los labios resecos, se caló aún más la gorra para que no sobresaliera ni un solo cabello y se aproximó a La descarga con el corazón a punto de hacerle explosión,

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