No puedo dormir contigo, cariño (Los peligros de enamorarse de un libertino 2)

Raquel Mingo

Fragmento

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Capítulo 1

Helailla cabalgaba por el límite sur de la finca sintiendo cómo el sol rozaba su cara y sus manos, pero no se preocupó demasiado por no haberse puesto un sombrero y unos guantes, de nuevo. Los paseos nunca eran tan largos como para que cogiese color, considerado tan poco favorecedor, aunque a ella le diese igual de todas formas.

Escuchó el tronar de los cascos de los caballos un poco por detrás de donde se encontraba y se apresuró a ocultarse, ya que una banda de ladrones parecía acampar a sus anchas por Oscuridad. Sonrió con cinismo al pensar en el nombre de su inmensa propiedad, en cariñoso recordatorio de su cuñada, que tenía propensión a ponerle los nombres más extraños y variopintos a sus posesiones. La sonrisa se borró con rapidez de su rostro, pensando que aquellos malditos salteadores siempre se habían amparado en el anonimato que les proporcionaba la noche para cometer sus maldades y en aquel momento eran las diez de la mañana, aunque prefería no arriesgarse y averiguar primero si había motivos reales para preocuparse.

Los jinetes pasaron de largo por su lado sin reparar en ella, escondida entre los árboles. Contó cinco y tenían una prisa endiablada, casi como si acabasen de desplumar a algún incauto. Cuando el polvo del camino se asentó de nuevo en el suelo, se atrevió a salir y dio la vuelta a su caballo, con el ceño fruncido.

Algo no iba bien, lo presentía. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y de dónde venían? Reconoció con una ligera aprensión que, en situaciones así, debería hacer caso de Dariel y no salir sin la protección de los guardias. Pero aquel atisbo de libertad era lo único que le quedaba.

Su montura relinchó nerviosa y se detuvo en medio de la nada. Sintió la extraña quietud, el silencio opresivo, y su corazón latió frenético, sospechando algo.

Sin pensarlo –porque, si lo hubiese hecho, habría azuzado a la yegua marrón anaranjada y galopado rauda hasta las puertas de casa–, desmontó y empezó a caminar muy despacio, aguzando el oído, procurando percibir algún indicio que le indicase que verdaderamente algo estaba mal, y giró la cabeza sobre su hombro izquierdo cuando escuchó un sonido indefinido entre la maleza.

Fue entonces que tropezó con algo grande en el suelo y se desplomó todo lo larga que era. Gritó de dolor, pues se había caído de bruces, y se había magullado las manos y las rodillas. Cuando recuperó el aliento se sentó en la tierra y tocó el cuerpo masculino que la había hecho trastabillar. Por supuesto, sin necesidad de mirar, supo de inmediato lo que era la sustancia viscosa y caliente que le impregnaba los dedos.

Con un suspiro tembloroso se incorporó por encima de él y puso el índice y el corazón en su cuello, rogando por encontrarle el pulso.

«Dios mío, que no esté muerto, Dios mío, que no esté muerto…», repetía como una letanía mientras dejaba de respirar ella misma en su afán por detectar las pulsaciones, por muy débiles que estas fuesen, que le dijeran que no todo estaba perdido.

Entonces notó los pequeños latidos, lentos y frágiles, pero que demostraban que seguía vivo de momento. La cuestión era ¿cómo iba ella a subir a un tipo de ese tamaño a su yegua y llevarlo a casa?

Estaba claro que no sería capaz de semejante hazaña, el hombre debía rondar el metro noventa y pesar algo menos de cien kilos, mientras que ella, en comparación, tan solo rozaba el metro setenta, y sus cincuenta y siete kilos compuestos de huesos finos y elegantes no alcanzaban para cargarlo sobre su cabeza y subirlo a la montura.

Maldición, aquel forastero estaba agonizando y ella no podría hacer nada por evitarlo.

—¡Helailla! —Giró la cabeza con brusquedad al oír su nombre. También escuchó a lo lejos al grupo montado que avanzaba con rapidez. Se puso en pie, pero no se movió del lado del herido.

—¡Aquí! —gritó aliviada. Sus salvadores se detuvieron, intentando averiguar su localización—. ¡Estoy aquí! —repitió procurando darles más pistas con su voz. Ellos volvieron a emprender la marcha y minutos después aparecieron a su lado.

—Dios, muchacha, ¿qué ha pasado? —preguntó uno de los hombres mirándola a ella y al hombre tendido a sus pies con preocupación.

—Oh, Dariel, es una historia complicada, que además no estoy segura de conocer. Pero no importa, tenemos que sacarlo de aquí de inmediato o morirá. —El jefe de su guardia, autodesignado para ese puesto desde que ella se había impuesto aquel destierro, era también su primo. Con rapidez y eficiencia valoró la situación, y detectó la inmejorable calidad de las ropas masculinas, el aristocrático rostro y la gravedad de la lesión. Observó con aprobación que la muchacha ya estaba taponándole la herida con parte de su enagua. Cuando acabó, ayudó a la joven a subir a su yegua y, cogiendo al desconocido con cuidado, se montó en su propio caballo, no queriendo arriesgarse a dejarlo en el de él –el cual habían recuperado unos minutos antes– pues sabía que era cuestión de tiempo que se cayera.

—Vamos, entonces, es probable que muera en el camino de todos modos.

—No si yo puedo evitarlo. —Y saliendo al galope, obligó a los curtidos guerreros a seguirla.

La siguiente semana fue horrible. El forastero estaba muy mal, la bala se había alojado en el pecho, no alcanzando el corazón por los pelos.

Dariel se encargó de sacársela, pero una vez conseguida semejante proeza fue tarea suya el salvar al pobre diablo. Así lo decidió la joven, aún en contra de los deseos de su primo. Ni siquiera ella entendía por qué se involucraba de aquella manera con aquel extraño, pero sentía que debía salvarlo, era como tener un objetivo por primera vez en mucho tiempo, algo que la motivaba a seguir adelante, y se dedicó a ello con ahínco.

La enorme pérdida de sangre no ayudó mucho, lo dejó débil e indefenso para que la tan temida fiebre se lo comiese sin dificultad.

Ya no recordaba en cuántas veces había estado a punto de perderlo durante esos siete días y cuántas lo había recuperado a base de tesón, constancia y cuidados continuos.

Ni una sola vez recobró el conocimiento, tan solo los continuos delirios rompían el silencio de la habitación del enfermo. No consiguió averiguar si eran recuerdos o fantasías lo que lo acosaban en esas horas de oscuridad, ni entendió la naturaleza de sus pesadillas, pero de lo que estuvo segura fue de que aquellos días el hombre vivió un infierno en más de un sentido.

Por suerte para su propia salud, consiguió devolverlo al mundo de los vivos cuando estabilizó su temperatura y la leve infección de la herida comenzó a ceder, lo que permitió que esta comenzase el lento proceso de sanación sin más contratiempos.

Keylan se sentía como un viejo, desgastado y muy aporreado saco de boxeo, igualito al que él mismo tenía en su mansión para entrenarse cuando no estaba en la ciudad y no podía acercarse una hora o dos al cuadrilátero de su viejo amigo Krein.

Le dolía absolutamente todo, en especial el tórax, que le quemaba como el mismísimo demonio; la cabeza le martilleaba hasta hacerle desear arrancársela él mismo y, si hubiesen gritado fuego, no habría sido capaz ni de retirarse la sábana que cubría su mísero cuerpo desnudo y desvalido.

Recordó con bastante vaguedad el eco de un

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