Cuando te rindas (Los Silverwalkers 3)

Chris de Wit

Fragmento

cuando_te_rindas-2

Prólogo

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

–¿Desea una copa, señor Chavanel?

El hombre se dio vuelta y la miró. Brenda Mori contempló los ojos negros, casi sin vida, que sobresalían del rostro pálido, clavarse en los de ella. Con un tremendo esfuerzo, exigió a su corazón ralentizar sus latidos. Era consciente de que ese ser, en toda su belleza, podía llegar a ser uno de los seres más despiadados que conocía y no tendría piedad de ella si descubría quién era.

Gustav Chavanel continuó su escrutinio por el uniforme que le había sido entregado de manos de los organizadores del evento, y Brenda esperó que no hubiese nada fuera de lugar. Llevaba una camisa blanca con chaleco, moño y pantalones negros, y el cabello atado en un rodete bastante grueso debido a la abundancia de su cabellera caoba. Luego de soportar el escrutinio del hombre durante un rato, este, sin contestar, tomó de la bandeja que Brenda sostenía entre sus manos una copa de coñac y volvió a darle la espalda.

Sin alejarse demasiado de la figura esbelta de Chavanel, Brenda evaluó la gente que se había congregado esa noche en uno de los edificios más altos de la ciudad de Buenos Aires, la Torre Le Parc, ubicado en el exclusivo barrio de Palermo Nuevo.

Contempló los rostros de los hombres, que excedían en amplia mayoría a los de las féminas, y su cuerpo comenzó a vibrar en respuesta a aquellas presencias siniestras. Respiró hondo y se obligó a centrarse en su objetivo. De ello dependería su futuro. Y el de alguien más.

Chavanel era el centro de atención de esa noche, y la cantidad de hombres que intentaban hablar con él así lo demostraba. Todos vestían de negro, incluso las pocas mujeres, en una evidencia visual de lo que en verdad anidaba en las almas de aquella gente.

La fiesta se desarrollaba en la planta baja de la torre, donde las puertas del salón se abrían en toda su majestuosidad hacia la terraza, que culminaba en un muy bien cuidado espacio verde y dos elegantes piscinas. La música suave acompañaba el murmullo de la gente que comentaba las proezas de Chavanel y su idónea elección para ser el nuevo y legítimo jefe de los caídos, tras la muerte del anterior. Si bien hacía ya casi un año que Chavanel se había transformado en el director de la banda distribuida por todo el mundo, recién ese día había sido posible juntar a todas las organizaciones para reafirmar su mandato.

Brenda había planificado durante mucho tiempo su asistencia a esa fiesta, ya que significaba la oportunidad que había estado esperando para apoderarse de aquello que buscaba desde hacía varios años. Y no podía desaprovecharla. En ese preciso momento, vio a Chavanel depositar el vaso vacío de coñac sobre una mesa a su lado y, sin demora, se puso en acción para evitar que otra camarera le ganase de mano.

Con pasos apresurados, llegó a la mesa y tomó el vaso con rapidez. Lo colocó en la bandeja y se alejó hacia el cuarto de baño para el servicio donde ingresó raudamente en uno de los cubículos y cerró la puerta con traba. Depositó la bandeja sobre la tapa del inodoro y de los bolsillos internos de su chaleco extrajo un frasquito con un polvo, cinta adhesiva, un pedazo de cartón, una miniespátula y dos pequeños pomos, que colocó sobre la bandeja. Se hincó sobre una rodilla, mientras oía que de vez en cuando ingresaba alguna de sus compañeras a hacer sus necesidades en los retretes vecinos.

Brenda tomó el vaso y echó el polvo sobre el cristal. En un instante, la huella digital de Chavanel se hizo visible sobre su superficie. A continuación, colocó un pedazo de cinta adhesiva sobre la huella llena de polvo y, a los pocos segundos, lo extrajo con cuidado y constató que la impresión hubiese quedado grabada sobre su extensión. A un costado mezcló sobre el pedacito de cartón un poco del contenido de los dos pomos, silicona y un endurecedor, hasta obtener una pasta homogénea. Con una pequeña espátula, tomó la suficiente cantidad de ese material y lo distribuyó sobre la cinta. Luego de unos quince o veinte segundos, desprendió la lámina de silicona, comprobó que la huella digital de Gustav Chavanel se había imprimido en ella y la guardó en uno de los bolsillos. Arrojó el material remanente en el tacho de basura y salió.

Se dirigió a la habitación que a todas las camareras se les había designado para poder cambiarse de ropa y se quitó de inmediato el uniforme, que reemplazó por un conjunto deportivo negro, zapatillas y guantes del mismo color. Una vez hecho esto, tiró el atuendo al incinerador de la torre para evitar dejar rastros y se encaminó hacia la escalera de servicio.

El piso al que debía ir era el veinticinco, por lo que se mantuvo a buen ritmo, gracias al entrenamiento al que tenía acostumbrado a su cuerpo. Mientras subía los peldaños a toda prisa, la música y el murmullo de la charla de los invitados se volvía cada vez más imperceptible. Se mantuvo así hasta que llegó a destino. Allí, se topó con la puerta, de la que sabía, tenía cerradura biométrica. Sacó con sigilo la pequeña placa de silicona con la huella digital de Chavanel y, depositándola sobre el lector de seguridad, rogó que este la reconociese. Cuando escuchó el mecanismo de traba desacoplarse y la puerta ceder sin que ningún sistema de alarma se pusiera en funcionamiento, se atrevió a respirar hondo.

Con sigilo ingresó a la oficina a oscuras y, aprovechándose de su poderosa visión nocturna, comenzó a buscar por todos los rincones. Abrió con cuidado cajones, armarios y cómodas, sin éxito. Al final, se encontró con una pequeña biblioteca con libros de toda clase de géneros y formatos, entre los cuales se sintió atraída por el brillo de uno en especial. Se acercó a este y lo tomó entre las manos. Al abrirlo, los ojos de Brenda, que veían más que muchos, se llenaron de las imágenes de unos majestuosos navíos vikingos cuyas tripulaciones luchaban entre sí. Perpleja, escuchó el sonido de espadas y gritos de los combatientes, que se enfrentaban con rabia y fiereza, pero lo que más le llamó la atención fue la sensualidad que captó en aquella pelea. Desconcertada, focalizó la mirada en el texto y, en un danés muy antiguo, comenzó a leer y a memorizar la historia narrada en esas páginas. Mientras lo hacía, la imagen de un coloso con una serpiente tatuada en la mejilla se presentó frente a ella y la dejó sin aliento. Sin comprender quién era esa figura que parecía de leyenda, se obligó a memorizar la historia escrita hasta que, al llegar al desenlace, se dio cuenta de algo: por alguna razón, la última página del libro había sido arrancada y, con ella, el final.

Sin poder hacer nada por reparar la situación y para evitar levantar sospechas, Brenda colocó el libro en su lugar.

Siguió buscando alguna señal que le revelase dónde hallar lo que necesitaba encontrar, hasta que dio con unas marcas en el piso, que parecían ser producto de algo grande que hubiese sido arrastrado por encima de él. Elevó la mirada, hasta que se detuvo en un mueble hermético empotrado contra la pared, cuyo frente estaba tachonado de varios pequeños mosaicos de metal. Colocó su mano sobre él y utilizó su don de percepción. Este le permitía identificar el aura de los dedos que habían tocado el trasto con anterioridad, como si muchas lucecitas se prendiesen y le mostrasen las maniobras hechas por manos ajenas. Y en ese

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