En tu lugar

Christine Cross

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, 1830

En la amplia habitación reinaba un absoluto silencio.

Como si el tiempo se hubiese detenido, nada se movía en el interior. Las elegantes muñecas de porcelana, alineadas sobre las estanterías, contemplaban con ojos vidriosos la enorme cama que ocupaba el centro de la estancia desde donde dos pares de ojos miraban expectantes a la mujer que, a fuerza de voluntad, se mantenía erguida sobre la silla tapizada de brocado rosa. Hacía tiempo que había rebasado la primera juventud. Las suaves arrugas que surcaban su rostro parecían temblar por el esfuerzo de contener la sonrisa que amenazaba con escapar de sus labios mientras observaba atentamente los rostros de las dos niñas.

Los ojos de la pequeña Katia se veían brillantes bajo la luz de los candelabros que disipaban la penumbra de la habitación. La mujer frunció el ceño. Aquello no era una buena señal; probablemente la niña volvía a tener fiebre.

Las dos pequeñas habían enfermado al mismo tiempo, pero mientras que Isabella se había recuperado pronto, Katia, de constitución más débil, no terminaba de curarse. Había pasado la tarde jugando en el jardín con su hermana, de la que no quería separarse, y el aire fresco debía de haberle afectado a los pulmones provocándole de nuevo fiebre.

El suave susurro del roce de las sábanas de seda, cuando las niñas se removieron inquietas en el lecho, la sacó de sus pensamientos.

—Vamos, Betty, cuéntanos la historia —le rogó Isabella.

La niñera, silenciosa, alzó una ceja en un gesto de interrogación muy parecido al que solía hacer la duquesa, madre de aquellas dos preciosas criaturas.

Reconociendo el gesto, Katia le dio un golpecito a su hermana.

—Por favor —añadió Isabella.

La mujer dejó escapar un suspiro de resignación.

—Está bien —accedió—, aunque no comprendo por qué queréis volver a escucharla si ya os la sabéis de memoria.

—Es bonita —repuso Katia al tiempo que asentía con la cabeza haciendo que sus rubios rizos se agitasen suavemente.

Betty alisó las invisibles arrugas de su pulcro traje gris, se recolocó la blanca cofia y carraspeó para aclararse la garganta mientras sonreía interiormente al ver a la pequeña Isabella apretar los labios con fuerza para contener su impaciencia. La niña había heredado el carácter autoritario e irascible de su padre, y aquellos pequeños ejercicios de dominio y contención le hacían bien. Sin embargo, no quiso alargar el momento y comenzó con la historia.

—Hace mucho, mucho tiempo, un emperador se enteró de que en una de las provincias de su reino vivía una bruja muy poderosa, que tenía la capacidad de poder ver el hilo rojo del destino, así que la mandó traer a su presencia.

—Es el hilo que une a los que están destinados a casarse —susurró Isabella como si alguna de las presentes necesitase una explicación de aquella historia que ya habían escuchado muchas veces.

Betty asintió.

—Así es —convino antes de proseguir—. Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al dedo meñique y lo llevara ante la que sería su esposa. La bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo. Esta búsqueda los llevó hasta un mercado, en donde una pobre campesina, con un bebé en los brazos, ofrecía sus productos. La bruja se detuvo frente a ella y la invitó a ponerse de pie. Hizo que el emperador se acercara y le dijo: «Aquí termina tu hilo». Al escuchar esto, el emperador se enfureció, creyendo que era una burla de la bruja, y empujó a la campesina. La mujer cayó, con la niña en los brazos, provocando que la pequeña se hiciera una herida en la frente. Luego ordenó que detuvieran a la bruja y la encerraran.

—Pero no acaba así la historia —interrumpió la pequeña Katia con la voz temblorosa por la excitación.

—Claro que no —le aseguró la niñera con una dulce sonrisa en su rostro redondo—. Muchos años después, llegó el momento en que este emperador debía casarse, y sus consejeros le recomendaron que desposara a la hija de un general muy poderoso. Aceptó y llegó el día de la boda. La novia entró en el templo con un hermoso vestido y un velo que le cubría totalmente el rostro. Al levantárselo y ver por primera vez la cara de su esposa, vio que ese hermoso rostro tenía una cicatriz muy peculiar en la frente y el emperador se acordó entonces de la campesina del mercado.

—Y liberó a la bruja —dijo Katia, que había heredado la ternura y el corazón compasivo de su madre.

—Por supuesto —admitió la niñera. Se levantó con dificultad de la silla y se acercó a paso lento hasta la cama para sentarse en el borde—. La historia nos enseña que las personas destinadas a conocerse están unidas por este hilo rojo que nunca desaparece y que siempre permanece atado a nuestro dedo, a pesar del tiempo y la distancia —explicó.

Isabella se incorporó sobre los almohadones con los ojos azules relucientes.

—Y no importa cuánto tardes en conocer a esa persona, ni el tiempo que pases sin verla, ni siquiera importa si vives al otro lado de, de… —titubeó dudando cuál era el lugar más lejano en el que se podía vivir. Finalmente añadió triunfante— de Londres, porque el hilo nunca se romperá.

—Muy bien —aprobó la mujer—, veo que os habéis aprendido bien la lección de la historia.

—Pero, Betty, yo nunca me voy a casar, ¿qué va a pasar con mi hilo? —inquirió Isabella con tono de sincera e ingenua preocupación.

La niñera frunció el ceño ante aquella aseveración.

—¿Y por qué no vas a casarte, mi niña? —Quiso saber.

—Porque va a vivir conmigo —intervino Katia—. Vamos a tener una casa grande y blanca con un jardín enorme y muchas flores.

Betty sonrió. Las pequeñas eran gemelas y estaban muy unidas. Todo lo hacían juntas. Y aunque físicamente resultaba muy difícil distinguirlas, en cuestión de carácter eran como la noche y el día.

—¿Tú tampoco te vas a casar? —le preguntó a la pequeña con curiosidad, conociendo su tendencia hacia lo romántico en contraste con el lado práctico de su hermana Isabella.

Katia se mordió el labio inferior en un gesto que manifestaba su inseguridad.

—No lo sé —dijo finalmente.

—Tal vez se case con un príncipe muy guapo —se inmiscuyó su hermana con tono autoritario—, pero solo si es bueno y no le grita. A Katia no le gustan los gritos.

La niñera apretó los labios con firmeza para contener el gesto de desagrado que le produjo escuchar estas palabras en boca de una niña tan pequeña. No importaba que solo tuvieran cinco años, pues se daban perfecta cuenta de lo que sucedía en su casa y de la desavenencia entre los duques.

Betty se había convertido en institutriz de la duquesa cuando esta era todavía la hija de un conde ruso recién llegado a Inglaterra en misión diplomática. La niña se había convertido en una joven hermosa muy solicitada por todos los hombres y por muchas matronas, aunque, finalmente, había sido el duque quien había conquistado su corazón. Una vez casada, Betty se trasladó con ellos a la mansión, primero en calidad de doncella personal de la señora y luego como niñera de sus hijas.

Quería a la duquesa como si fuese su propia hija

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