Sangre azul

Danielle Steel

Fragmento

Capítulo 1

1

En junio de 1943, el bombardeo que la Luftwaffe alemana estaba infligiendo sistemáticamente sobre las ciudades y la campiña inglesas duraba ya tres años. Había comenzado el 7 de septiembre de 1940, con un masivo ataque sobre Londres que causó una gran destrucción en la capital, empezando por el East End y siguiendo por el West End, el Soho, Piccadilly y, finalmente, todos los demás barrios londinenses. Las zonas residenciales también fueron duramente castigadas. El palacio de Buckingham fue bombardeado el 13 de septiembre, seis días después de que empezaran las incursiones aéreas. La primera bomba cayó en el patio interior del recinto, una segunda atravesó una cubierta acristalada y otra destruyó la capilla real. En ese momento, el rey y la reina se encontraban en la residencia.

Otros lugares históricos de la capital se añadieron pronto al sendero de destrucción de los bombarderos alemanes: el palacio de Westminster, Whitehall, la National Gallery, Marble Arch, parques, calles comerciales, grandes almacenes y plazas como las de Leicester, Sloane y Trafalgar. Para diciembre de 1940, casi todos los grandes monumentos de la ciudad habían sufrido daños en mayor o menor grado, muchos edificios habían sido reducidos a escombros y un gran número de londinenses se habían quedado sin hogar y habían resultado heridos o muertos.

Los intensos ataques aéreos se prolongaron durante ocho meses, hasta mayo de 1941. Después siguió otra fase conocida como the lull, «la calma», con incursiones diarias pero de menor intensidad. El rastro de muerte y destrucción prosiguió. Durante los dos años anteriores, los londinenses habían hecho todo lo posible por acostumbrarse a su nueva realidad: pasaban las noches en refugios antiaéreos, ayudaban a desenterrar a sus conciudadanos, se ofrecían voluntarios como vigilantes para alertar sobre los ataques y colaboraban para retirar los millones de toneladas de escombros a fin de hacer las calles de nuevo transitables. Entre los cascotes aparecían frecuentemente cadáveres y miembros descuartizados.

Durante el primer año fueron atacadas otras dieciocho ciudades inglesas, así como varias áreas residenciales, y en la zona de la campiña sufrieron graves daños los condados de Kent, Sussex y Essex. Más adelante también fueron bombardeadas las ciudades portuarias a lo largo de la costa. Ningún lugar del territorio inglés parecía estar a salvo. El primer ministro Winston Churchill y los reyes Anne y Frederick se esforzaban por mantener la moral alta, y alentaban a la población a permanecer fuerte. Inglaterra había hincado la rodilla pero no había sido derrotada, y se negaba a serlo. El plan de Hitler era invadir el país después de haberlo sometido a un terrible castigo mediante sus constantes bombardeos aéreos, pero el Gobierno británico no permitiría que eso ocurriera.

En el verano de 1943, la situación era dramática y el grado de destrucción, altísimo, pero la población se negaba a rendirse. Los alemanes habían intensificado también su ofensiva en el frente ruso, lo cual concedió cierto respiro a los británicos.

Esa noche, como casi todas las noches de los últimos meses, volvió a sonar el estridente sonido de las alarmas antiaéreas. Los reyes y sus tres hijas bajaron al refugio privado del palacio de Buckingham, instalado en lo que habían sido los alojamientos del servicio. El lugar, que había sido reforzado mediante vigas de acero y planchas de hierro en los altos ventanales, contaba con butacas de armazón dorado, un sofá de estilo Regency y una gran mesa de madera de caoba, además de hachas colgadas en las paredes, lámparas de aceite, linternas eléctricas y algunos equipamientos sanitarios de emergencia. En la sala contigua había otro refugio para algunos miembros del personal de palacio, que contenía incluso un piano. Había más de un millar de personas trabajando para la institución monárquica, por lo que se habían tenido que acomodar otros espacios como refugios. La familia real esperó a que sonara la alarma que señalaba el final del ataque, algo que para entonces habían hecho ya durante cerca de mil noches. Cuando empezaron los bombardeos, en 1940, las dos princesas mayores tenían diecisiete y dieciséis años.

Se había pedido encarecidamente a las familias que enviaran a sus hijos al campo para garantizar su seguridad, pero las princesas habían permanecido en Londres para proseguir con sus estudios y ayudar en el esfuerzo bélico en cuanto cumplieran los dieciocho años. En las épocas en que los bombardeos eran más intensos, sus padres las habían enviado al castillo de Windsor para protegerlas. En esos momentos, con veinte años, la princesa Alexandra conducía un camión y era una mecánica de lo más competente. Y a sus diecinueve años, la princesa Victoria trabajaba en un hospital haciendo tareas auxiliares que liberaban a las enfermeras para atender a los enfermos más graves.

Al comienzo de los ataques, la más pequeña de las hermanas, la princesa Charlotte, tenía catorce años, y en un principio los reyes habían considerado enviarla a Windsor o a Balmoral, su castillo en Escocia. Sin embargo, Charlotte era una jovencita menuda y tenía una salud muy delicada, y la reina había preferido que se quedara en Londres. La muchacha sufría de asma desde muy pequeña, y su madre no había querido separarse de ella. Incluso más tarde, ya con diecisiete años, no se le permitía contribuir al esfuerzo bélico como hacían sus hermanas, ni siquiera realizar las tareas que estas habían hecho cuando tenían su edad. El polvo procedente de los edificios derruidos y de los escombros que sembraban las calles era demasiado perjudicial para sus pulmones, y su asma parecía haber empeorado.

El día después del nuevo bombardeo, los reyes volvieron a hablar de la situación de Charlotte. Aunque era la tataranieta de la reina Victoria, una conexión bastante lejana, la muchacha había heredado la diminuta constitución de su ilustre antecesora. Además, era muy improbable que llegara algún día al trono, ya que era la tercera en la línea de sucesión detrás de sus hermanas mayores. A Charlotte la irritaban enormemente las restricciones que le imponían sus padres y el médico real. Era una chica vivaracha y enérgica, y también una excelente amazona. Y a pesar de su pequeño tamaño y del asma, estaba empeñada en ayudar en el esfuerzo colectivo, pero sus padres continuaban negándose.

Ese día, el polvo que impregnaba el aire era más denso. La reina en persona le dio a Charlotte su medicamento, y por la noche los reyes volvieron a abordar el tema sobre qué hacer con su hija pequeña.

—Enviarla al campo animaría a otras familias a hacer lo mismo —dijo el padre con voz afligida, mientras la madre negaba con la cabeza.

Desde que había estallado la guerra cuatro años atrás, muchas familias habían mandado a sus hijos lejos de las ciudades ante las insistentes peticiones del Gobierno. Las cifras de niños muertos durante los bombardeos eran desgarradoras, y se había instado una y otra vez a los padres a que enviaran a sus hijos a zonas más seguras. Muchos lo habían hecho, pero otros te

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