Sangre azul

Danielle Steel

Fragmento

Capítulo 1

1

En junio de 1943, el bombardeo que la Luftwaffe alemana estaba infligiendo sistemáticamente sobre las ciudades y la campiña inglesas duraba ya tres años. Había comenzado el 7 de septiembre de 1940, con un masivo ataque sobre Londres que causó una gran destrucción en la capital, empezando por el East End y siguiendo por el West End, el Soho, Piccadilly y, finalmente, todos los demás barrios londinenses. Las zonas residenciales también fueron duramente castigadas. El palacio de Buckingham fue bombardeado el 13 de septiembre, seis días después de que empezaran las incursiones aéreas. La primera bomba cayó en el patio interior del recinto, una segunda atravesó una cubierta acristalada y otra destruyó la capilla real. En ese momento, el rey y la reina se encontraban en la residencia.

Otros lugares históricos de la capital se añadieron pronto al sendero de destrucción de los bombarderos alemanes: el palacio de Westminster, Whitehall, la National Gallery, Marble Arch, parques, calles comerciales, grandes almacenes y plazas como las de Leicester, Sloane y Trafalgar. Para diciembre de 1940, casi todos los grandes monumentos de la ciudad habían sufrido daños en mayor o menor grado, muchos edificios habían sido reducidos a escombros y un gran número de londinenses se habían quedado sin hogar y habían resultado heridos o muertos.

Los intensos ataques aéreos se prolongaron durante ocho meses, hasta mayo de 1941. Después siguió otra fase conocida como the lull, «la calma», con incursiones diarias pero de menor intensidad. El rastro de muerte y destrucción prosiguió. Durante los dos años anteriores, los londinenses habían hecho todo lo posible por acostumbrarse a su nueva realidad: pasaban las noches en refugios antiaéreos, ayudaban a desenterrar a sus conciudadanos, se ofrecían voluntarios como vigilantes para alertar sobre los ataques y colaboraban para retirar los millones de toneladas de escombros a fin de hacer las calles de nuevo transitables. Entre los cascotes aparecían frecuentemente cadáveres y miembros descuartizados.

Durante el primer año fueron atacadas otras dieciocho ciudades inglesas, así como varias áreas residenciales, y en la zona de la campiña sufrieron graves daños los condados de Kent, Sussex y Essex. Más adelante también fueron bombardeadas las ciudades portuarias a lo largo de la costa. Ningún lugar del territorio inglés parecía estar a salvo. El primer ministro Winston Churchill y los reyes Anne y Frederick se esforzaban por mantener la moral alta, y alentaban a la población a permanecer fuerte. Inglaterra había hincado la rodilla pero no había sido derrotada, y se negaba a serlo. El plan de Hitler era invadir el país después de haberlo sometido a un terrible castigo mediante sus constantes bombardeos aéreos, pero el Gobierno británico no permitiría que eso ocurriera.

En el verano de 1943, la situación era dramática y el grado de destrucción, altísimo, pero la población se negaba a rendirse. Los alemanes habían intensificado también su ofensiva en el frente ruso, lo cual concedió cierto respiro a los británicos.

Esa noche, como casi todas las noches de los últimos meses, volvió a sonar el estridente sonido de las alarmas antiaéreas. Los reyes y sus tres hijas bajaron al refugio privado del palacio de Buckingham, instalado en lo que habían sido los alojamientos del servicio. El lugar, que había sido reforzado mediante vigas de acero y planchas de hierro en los altos ventanales, contaba con butacas de armazón dorado, un sofá de estilo Regency y una gran mesa de madera de caoba, además de hachas colgadas en las paredes, lámparas de aceite, linternas eléctricas y algunos equipamientos sanitarios de emergencia. En la sala contigua había otro refugio para algunos miembros del personal de palacio, que contenía incluso un piano. Había más de un millar de personas trabajando para la institución monárquica, por lo que se habían tenido que acomodar otros espacios como refugios. La familia real esperó a que sonara la alarma que señalaba el final del ataque, algo que para entonces habían hecho ya durante cerca de mil noches. Cuando empezaron los bombardeos, en 1940, las dos princesas mayores tenían diecisiete y dieciséis años.

Se había pedido encarecidamente a las familias que enviaran a sus hijos al campo para garantizar su seguridad, pero las princesas habían permanecido en Londres para proseguir con sus estudios y ayudar en el esfuerzo bélico en cuanto cumplieran los dieciocho años. En las épocas en que los bombardeos eran más intensos, sus padres las habían enviado al castillo de Windsor para protegerlas. En esos momentos, con veinte años, la princesa Alexandra conducía un camión y era una mecánica de lo más competente. Y a sus diecinueve años, la princesa Victoria trabajaba en un hospital haciendo tareas auxiliares que liberaban a las enfermeras para atender a los enfermos más graves.

Al comienzo de los ataques, la más pequeña de las hermanas, la princesa Charlotte, tenía catorce años, y en un principio los reyes habían considerado enviarla a Windsor o a Balmoral, su castillo en Escocia. Sin embargo, Charlotte era una jovencita menuda y tenía una salud muy delicada, y la reina había preferido que se quedara en Londres. La muchacha sufría de asma desde muy pequeña, y su madre no había querido separarse de ella. Incluso más tarde, ya con diecisiete años, no se le permitía contribuir al esfuerzo bélico como hacían sus hermanas, ni siquiera realizar las tareas que estas habían hecho cuando tenían su edad. El polvo procedente de los edificios derruidos y de los escombros que sembraban las calles era demasiado perjudicial para sus pulmones, y su asma parecía haber empeorado.

El día después del nuevo bombardeo, los reyes volvieron a hablar de la situación de Charlotte. Aunque era la tataranieta de la reina Victoria, una conexión bastante lejana, la muchacha había heredado la diminuta constitución de su ilustre antecesora. Además, era muy improbable que llegara algún día al trono, ya que era la tercera en la línea de sucesión detrás de sus hermanas mayores. A Charlotte la irritaban enormemente las restricciones que le imponían sus padres y el médico real. Era una chica vivaracha y enérgica, y también una excelente amazona. Y a pesar de su pequeño tamaño y del asma, estaba empeñada en ayudar en el esfuerzo colectivo, pero sus padres continuaban negándose.

Ese día, el polvo que impregnaba el aire era más denso. La reina en persona le dio a Charlotte su medicamento, y por la noche los reyes volvieron a abordar el tema sobre qué hacer con su hija pequeña.

—Enviarla al campo animaría a otras familias a hacer lo mismo —dijo el padre con voz afligida, mientras la madre negaba con la cabeza.

Desde que había estallado la guerra cuatro años atrás, muchas familias habían mandado a sus hijos lejos de las ciudades ante las insistentes peticiones del Gobierno. Las cifras de niños muertos durante los bombardeos eran desgarradoras, y se había instado una y otra vez a los padres a que enviaran a sus hijos a zonas más seguras. Muchos lo habían hecho, pero otros tenían miedo de dejarlos partir o no podían soportar la idea de estar separados de ellos. Viajar en aquella época resultaba difícil y tampoco estaba muy bien visto debido a la escasez de combustible, y muchos padres llevaban sin ver a sus hijos desde hacía varios años. Aun así, lo que estaba claro era que Londres y los núcleos urbanos eran mucho más peligrosos que las zonas rurales, donde los pequeños eran alojados por personas amables y consideradas que les abrían las puertas de sus hogares. Algunas acogían a un gran número de niños.

—No me fío de que Charlotte se tome su medicina si la enviamos fuera. Ya sabes cómo la detesta, y además quiere hacer el mismo trabajo que sus hermanas —dijo la reina, sintiendo una gran lástima por su hija.

La princesa Alexandra, que como primogénita heredaría el trono algún día, compartía plenamente las preocupaciones de su madre e insistía a Charlotte para que respetara las prescripciones médicas relativas a su salud. Victoria era menos compasiva; siempre había sentido cierta rivalidad hacia su hermana pequeña y la acusaba de fingir los ataques de asma para librarse de las labores que Charlotte tenía tantas ganas de hacer, pero que hasta el momento le habían impedido realizar. Las dos hermanas discutían con frecuencia. Victoria le guardaba resentimiento desde el día en que nació y, para gran consternación de sus padres, la trataba casi como a una intrusa.

—No creo que su salud mejore si se queda aquí —insistió el monarca—. Incluso tomándose la medicina, sigue sufriendo constantes ataques.

La reina no podía negar que eso era verdad.

—Aun así, no sé con quién podríamos enviarla. No quiero que vaya sola a Balmoral, ni siquiera con una institutriz. Aquello es demasiado solitario. Y no se me ocurre ninguno de nuestros conocidos que pueda acoger a más niños, aunque estoy segura de que debe de haber alguien bueno y caritativo en quien todavía no hemos pensado. Hacer público que hemos enviado a nuestra hija fuera de Londres serviría de ejemplo a la población, pero si llegara a saberse el lugar exacto donde se encuentra podría resultar peligroso para ella —objetó la reina Anne juiciosamente.

—Eso podría arreglarse —dijo con calma el rey Frederick.

A la mañana siguiente habló con su secretario privado, Charles Williams. Este le prometió hacer algunas pesquisas de forma discreta, por si la reina cambiaba de opinión y finalmente dejaba marchar a su hija. El secretario entendió el problema a la perfección. La princesa debería alojarse con una familia de confianza que no revelara su verdadera identidad y que viviera en alguna parte de Inglaterra que no hubiera sido tan castigada por las bombas como las ciudades más cercanas a Londres.

Dos semanas más tarde, Charles Williams se presentó ante el rey con el nombre de una familia que poseía una gran casa señorial en Yorkshire. Se trataba de una pareja mayor, aristócratas con título nobiliario y de reputación intachable. Habían sido recomendados por la propia familia del secretario privado, aunque este no les había contado nada acerca de a quién se planteaban enviar, tan solo dijo que los anfitriones debían ser discretos y de confianza.

—Se trata de una parte muy tranquila de Yorkshire, majestad —le explicó respetuosamente cuando estaban solos—. Como bien sabe, hasta el momento se han producido muy pocos ataques aéreos en las zonas rurales, aunque también ha habido algunos bombardeos en ese condado. La pareja en cuestión posee una propiedad muy extensa que pertenece a la familia desde los tiempos de la conquista normanda, y que cuenta en sus terrenos con varias granjas arrendadas. —El secretario pareció dudar un momento, y luego le contó al rey una historia bastante habitual en aquellos tiempos—: En confianza, le diré que los condes han estado pasando por algunas dificultades económicas desde el final de la Gran Guerra. Son ricos en tierras pero pobres en dinero, y han luchado por mantener la propiedad intacta, sin tener que vender parte de sus terrenos. Me han contado que la casa no se encuentra muy bien conservada, ya que todos los sirvientes y trabajadores jóvenes se marcharon a la guerra hace cuatro años, y cuentan con muy poca ayuda para mantener la finca. Los condes son ya bastante mayores y se convirtieron en padres de forma tardía. Ella es sexagenaria; él, septuagenario. Su único hijo es más o menos de la edad de la princesa Charlotte. Se incorporará al ejército en los próximos meses, cuando cumpla dieciocho años. Al principio de la guerra, para cumplir con su deber patriótico, acogieron a una chica de una modesta familia de Londres. Creo que estarían más que dispuestos a ofrecer un refugio seguro para la princesa Charlotte, y quizá... —Volvió a vacilar, y el rey lo comprendió al momento—. Quizá una donación de carácter económico les ayudaría en el mantenimiento de la propiedad.

—Por supuesto —respondió el monarca.

—Creo que la princesa estará más segura allí —añadió Charles Williams—, y con documentos con nombre falso expedidos por el Ministerio del Interior, nadie salvo el conde y la condesa tiene por qué conocer su verdadera identidad. ¿Quiere que contacte con ellos, señor?

—Primero tengo que hablar con mi esposa —dijo el rey con voz pausada.

El secretario asintió. Sabía que la reina detestaba la idea de enviarla lejos y que la propia princesa se opondría ferozmente. Quería quedarse en el palacio de Buckingham con su familia, y confiaba en poder convencer a sus padres para que le permitieran contribuir al esfuerzo bélico colectivo en cuanto cumpliera los dieciocho, dentro de un año.

—Tal vez, si dejara que se llevara uno de sus caballos a Yorkshire, suavizaría un poco el golpe.

A pesar de su asma y su diminuta constitución, Charlotte era una fanática de la equitación y una amazona magnífica. Nada ni nadie podía alejarla de los establos, y era capaz de montar cualquier caballo, por muy bravo que fuera.

—Eso podría ayudar —dijo el rey.

Sin embargo, también sabía que su hija pondría todas las objeciones del mundo para no marcharse. Ella quería quedarse en Londres y, en cuanto su edad se lo permitiera, hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar a su país, al igual que hacían sus hermanas. No obstante, para su padre supondría un gran alivio enviarla lejos de la ciudad, aunque solo fuera hasta que cumpliera los dieciocho años. Los constantes bombardeos y su frágil salud hacían que Londres fuera demasiado peligroso para ella, como lo era para todos en esos funestos días. Sus hermanas mayores estaban realizando una labor muy útil que justificaba su presencia en la capital, pero su salud no era en modo alguno tan delicada como la de Charlotte.

Esa noche le planteó el plan a su esposa, quien presentó casi tantos argumentos en contra como esperaba que hiciera Charlotte. La reina Anne no quería enviar lejos a su hija y tal vez no volver a verla durante el próximo año, lo cual ambos sabían que era muy probable. Tampoco podían garantizarle un tratamiento especial, ya que la gente a su alrededor podría sospechar su verdadera identidad y eso resultaría peligroso para ella. Tendría que ser tratada como cualquier otra persona, igual que la plebeya londinense que ya estaba acogida allí. A la reina tampoco le hacía ninguna gracia que el hijo de sus posibles anfitriones tuviera más o menos la edad de Charlotte, apenas un año mayor. Lo consideraba totalmente inapropiado, y así se lo hizo saber a su marido.

—No digas tonterías, querida —repuso él sonriéndole—. Estoy seguro de que el chico solo piensa en incorporarse al ejército dentro de unos meses. Los muchachos de su edad están deseando marcharse para luchar por su país, y en estos momentos no les interesa perseguir a jovencitas. No tienes que preocuparte por eso hasta que acabe la guerra. Charles asegura que se trata de una familia excelente y sumamente respetable, y que su hijo es un joven muy formal y agradable.

Ambos sabían también que a su hija pequeña le interesaban muchísimo más los caballos que los chicos. Era la hermana mediana, la princesa Victoria, la más descocada de las tres, y su padre estaba deseando casarla en cuanto acabara la guerra y los jóvenes regresaran del frente. Necesitaba un marido que supiera manejarla y unos hijos que la mantuvieran ocupada. Victoria mostraba un excesivo interés por los chicos desde que había cumplido los dieciséis años, y a su padre le preocupaba el tipo de hombres que pudiera conocer mientras ayudaba en el hospital, aunque también sabía que era algo que no se podía evitar. Todo el mundo estaba demasiado ocupado a causa de la guerra, y era la reina la que trataba de controlar de cerca a su hija mediana. Por su parte, la princesa Alexandra nunca había dado a sus padres el menor motivo de preocupación. Era una joven seria y cumplidora, y nunca perdía de vista los deberes y responsabilidades que heredaría algún día como soberana. Emanaba un aura de solemnidad como la de su padre, quien no podía evitar preguntarse cómo sus tres hijas podían ser tan diferentes.

Al día siguiente, después de volver de dar un paseo con su institutriz más allá de las verjas de palacio, Charlotte sufrió un nuevo ataque de asma. Se tomó su medicina sin poner la menor objeción, ya que la crisis había sido bastante fuerte. Esa misma noche sus padres le hablaron de su intención de enviarla a Yorkshire con el conde y la condesa de Ainsleigh, cuyo apellido de familia era Hemmings. Charlotte se quedó horrorizada. Tenía el pelo de un rubio muy claro, una piel blanca como la porcelana y sus enormes ojos azules se abrieron aún más al escuchar los planes que tenían sus padres para ella.

—Pero ¿por qué, papá? ¿Por qué me castigáis de esta manera? Dentro de unos pocos meses podré hacer el mismo trabajo que mis hermanas. ¿Por qué me desterráis hasta ese momento?

—No te estamos «desterrando», Charlotte, y no faltan solo unos pocos meses para que cumplas los dieciocho. Falta casi un año. Lo que te estamos proponiendo es que pases una temporada tranquila en el campo hasta tu cumpleaños. Allí te pondrás fuerte y, si tu asma mejora mientras estés en Yorkshire, entonces podremos hablar de que vuelvas para contribuir al esfuerzo bélico, como hacen tus hermanas. Tu madre, tu médico y yo estamos de acuerdo en que el aire de Londres no es bueno para ti, con todos esos edificios derruidos y todo ese polvo flotando en el ambiente. Todavía eres muy joven, Charlotte, y si no estuviéramos en guerra seguirías en la escuela hasta cumplir los dieciocho. Aún tienes que acabar tus estudios.

La muchacha alzó el mentón con gesto obstinado, dispuesta a presentar batalla.

—La reina Victoria tenía dieciocho años cuando accedió al trono y se convirtió en soberana —utilizó como argumento, pero su padre lo rechazó.

—Cierto, pero en aquel momento ella no tenía diecisiete años, no había una guerra en marcha y la Luftwaffe no estaba bombardeando Londres. Ahora estamos viviendo una situación mucho más complicada y más peligrosa para todo el mundo, especialmente para ti.

El rey sabía que su hija sentía una gran fascinación por su tatarabuela, la reina Victoria, tal vez porque la gente las comparaba por su pequeña constitución y por su carácter valeroso e intrépido. A pesar de que su tatarabuela reinó en Inglaterra un siglo antes, Charlotte era consciente de que, como tercera en la línea de sucesión, era muy improbable que llegara a reinar algún día, pero admiraba enormemente a su ilustre antecesora y la consideraba un ejemplo a seguir.

Hacia el final de la semana, los reyes ya habían tomado su decisión, a pesar de la feroz oposición de su hija. Tan solo se suavizó un poco cuando le dijeron que podría llevarse su caballo favorito. Y, para colmo, se produjo otro ataque a gran escala sobre la capital que no hizo más que reforzar la determinación del rey de enviar a su hija al campo.

El monarca pidió al Ministerio del Interior que expidiera los documentos necesarios para proteger la identidad de Charlotte. Solo el conde y la condesa sabrían quién era, y habían prometido no contárselo a nadie. Con sus nuevos papeles, la joven ya no sería Charlotte Windsor, sino Charlotte White, lo cual garantizaría su anonimato.

La noche antes de su partida, los reyes explicaron el plan a sus hermanas mayores. Mientras hablaban, Charlotte permaneció sentada en silencio, con lágrimas en los ojos y tratando de ser valiente. Alexandra la rodeó con los brazos para consolarla, mientras Victoria sonreía malévolamente, contenta por librarse de su hermanita durante un año.

—Espero que no te traten como a Cenicienta y tengas que recoger la ceniza de las chimeneas. Seguramente se habrán quedado sin gente para ayudarles, como todo el mundo. ¿Serás capaz de mantener tu identidad en secreto? —preguntó en tono malicioso, poniéndolo en duda.

—Tendrá que hacerlo —contestó el rey por ella—. Su seguridad allí peligraría si todo el mundo supiera quién es. Tenemos pensado anunciar que la hemos enviado al campo, al igual que se hace con otros muchos niños y niñas, pero no revelaremos su paradero. Nadie descubrirá su identidad, y solo los condes y la propia Charlotte la sabrán.

—Estarás de vuelta antes de darte cuenta —la tranquilizó Alexandra cariñosamente. Esa misma noche fue a su habitación y le dio algunos de sus jerséis favoritos y varios libros para que se los llevara. Luego se quitó una pulserita de oro de la que colgaba un pequeño corazón dorado y se la colocó en la muñeca—. Te echaré muchísimo de menos —le dijo con voz emocionada.

Siempre se había mostrado muy protectora con ella. Victoria solía ser un incordio para ambas. En cambio, Charlotte tenía un carácter muy alegre y Alexandra era un alma bondadosa y mucho más fuerte de lo que aparentaba. Algún día, cuando su padre dejara de ser rey, ella sería la soberana. Victoria era envidiosa por naturaleza y siempre había tenido celos de sus hermanas. Nunca había llevado demasiado bien el estrecho lazo que las unía.

Alexandra era tan morena como rubia era Charlotte, mientras que Victoria era pelirroja, y las tres tenían unas delicadas facciones aristocráticas, típicas de su linaje. Tanto las dos hermanas mayores como sus padres eran muchísimo más altos que Charlotte. Al igual que su tatarabuela, la reina Victoria, ella medía apenas metro y medio, pero tenía una figura muy bien proporcionada. Y pese a ser tan pequeñita, rebosaba de gracia y encanto.

A la mañana siguiente, la familia se reunió en el salón privado de la reina para despedir a la joven. Los encargados de acompañarla en el viaje serían el secretario del rey, Charles Williams, y la institutriz más antigua de Charlotte, Felicity. Ambos deberían guardar el secreto del paradero de la princesa durante los próximos diez u once meses. Los condes esperaban su llegada tras el trayecto de cuatro o cinco horas que había desde la capital. Viajarían en el coche privado del secretario, un sencillo Austin, para no atraer la atención. Corrían lágrimas por las mejillas de Charlotte cuando se montó en el asiento trasero. Poco después salieron circulando lentamente por las verjas de palacio, y la muchacha se preguntó cuándo volvería a ver su hogar. Tenía el terrible presentimiento de que nunca regresaría, aunque últimamente todos los londinenses tenían la misma sensación. Solo podían vivir el día a día, con las bombas que caían noche tras noche y sus casas y seres queridos que desaparecían y morían.

—Solo será un año —murmuró para sí misma, tratando de calmarse mientras pasaban junto a los edificios recién derruidos en su camino para abandonar la ciudad.

Llevaba la medicina consigo, aunque habían subido las ventanillas para que no necesitara tomarla. Aun así, ya fuera por la emoción de haber dejado a su familia o por el polvo que flotaba en el exterior, sentía una enorme presión en el pecho que apenas la dejaba respirar. Cerró los ojos y pensó en sus padres y sus hermanas, tratando de hacerse la fuerte para no llorar.

Charlotte fue dando alguna que otra cabezada durante el largo trayecto de Londres a Yorkshire. Felicity, su vieja institutriz, había llevado una cesta con cosas de comer para el camino. Inteligencia Militar había recomendado a Charles Williams que no pararan en ningún pub o restaurante por si alguien reconocía a Su Alteza Real, lo cual podría dar alguna pista sobre su posible destino. Dentro de un par de días se emitiría un comunicado oficial anunciando que, para evitar los bombardeos sobre Londres, la princesa había sido enviada al campo durante una larga temporada, hasta que cumpliera los dieciocho años. Ni el Ministerio del Interior ni el MI5 querían dar la menor pista sobre su paradero en Yorkshire. Les preocupaba especialmente que, si esa información caía en manos de los alemanes, pudieran secuestrarla o, peor aún, matarla, lo cual diezmaría la moral del pueblo británico y destrozaría a la familia real.

Charlotte se comió los sándwiches de berro y pepino que el cocinero había preparado, junto con algunas lonchas de salchicha, que eran una rara exquisitez en los tiempos que corrían incluso en la mesa de la reina. Se quedó adormilada varias veces, aburrida mientras veía deslizarse el paisaje campestre por la ventanilla.

Por fin llegaron a las sinuosas colinas de Yorkshire. Hacía un día cálido y soleado. Charlotte contempló como pastaban las vacas, las ovejas y los caballos, y trató de imaginarse cómo sería su vida allí. Su purasangre, Faraón, había sido enviado tres días antes con el ayudante jefe de los establos y uno de los mozos de cuadras. A su regreso informaron de que el animal se había adaptado muy bien a su nuevo alojamiento y parecía disfrutar mucho en los terrenos de pastos que tenía a su disposición. Solo había un hombre muy mayor, ya retirado, y un mozo de catorce años para encargarse del cuidado de las caballerizas de Ainsleigh Hall, la finca de los Hemmings y sede del condado de Ainsleigh. También explicaron que en las cuadras solo quedaban algunos caballos viejos y un caballo de caza que cabalgaba el hijo de la familia. Los condes ya no montaban. Según les había contado el viejo jefe de cuadras, el conde había sido maestro de montería, pero todo acabó cuando estalló la guerra, y la condesa había sufrido una terrible caída hacía diez años y se había fracturado la pierna. Eso le recordó a Charlotte lo que Charles Williams les había explicado sobre ellos: que los dos eran bastante mayores. Su hijo Henry había llegado como una sorpresa tardía, cuando la condesa contaba ya cuarenta y nueve años. Ahora tenía sesenta y siete años, y el conde pasaba de los setenta.

El secretario privado también había mencionado que Henry era la luz de sus vidas y que ambos temían el momento en que tuviera que marcharse al ejército dentro de unos meses. Se había alistado en el regimiento de infantería, y esperaba ser llamado a filas en cuanto cumpliera dieciocho años, para lo cual no faltaba mucho. Para Navidad ya se habría ido, y los Hemmings se quedarían con la única compañía de las dos jóvenes.

Charlotte apenas sabía nada sobre la muchacha que llevaba viviendo allí dos años, solo que procedía del East End londinense y que sus padres habían muerto durante un bombardeo justo después de que ella se marchara. Ahora era huérfana, al igual que otros muchos niños británicos. Tenía la misma edad que ella y sería una compañía muy agradable siempre que se llevaran bien, y Charlotte no veía ninguna razón para que no fuera así.

Charlotte había sido educada en palacio. Resultaba bastante tedioso en ocasiones, sobre todo cuando sus hermanas mayores se marchaban a la escuela y ella tenía que quedarse sola recibiendo clases de francés, pintura y danza por parte de una institutriz francesa. Un profesor de Eton le enseñaba historia y conocimientos básicos de matemáticas, y otro de Cambridge le daba clases de literatura, principalmente de escritores y poetas británicos. Confiaba en no tener que proseguir con sus estudios en Yorkshire, aunque le había prometido a su padre leer todos los libros que pudiera, y también algunos que le había dado sobre la historia del Parlamento. El monarca quería que todas sus hijas estuvieran familiarizadas con los entresijos del Gobierno británico. Siempre decía que era su deber como hijas del rey.

Pero Charlotte no necesitaba más lecciones: lo que ella quería era montar a caballo. Era una jinete audaz y experimentada, y en numerosas ocasiones había acompañado a su padre en las cacerías reales que se organizaban antes de que estallara la guerra. Era mucho más intrépida que sus hermanas. Estaba deseando poder montar a horcajadas en una silla normal, como los hombres, y no al estilo amazona, sin nadie que se lo impidiera o se lo reprochara por ser inapropiado. Cada vez que había intentado hacerlo en Windsor o en las instalaciones reales de equitación la habían regañado, ya fuera montando en su propio caballo o en los de su padre. Pero ahora podría hacerlo de vez en cuando en su retiro campestre, aunque cuando sus padres se enteraran le echarían una buena reprimenda y la obligarían a montar a la amazona como su madre y sus hermanas.

A la reina Anne también le gustaba mucho la equitación, aunque no tanto como a su hija pequeña, y se contentaba con trotar tranquilamente por los jardines reales. Los reyes solían salir a montar juntos, pero Charlotte siempre lo hacía a primera hora de la mañana en compañía de algún mozo de cuadras, a fin de poder llevar a su montura hasta el límite y cabalgar rauda como el viento. Tenía pensado practicar su afición en Yorkshire, y esperaba fervientemente que los condes no hubieran organizado para ella algún plan de estudios durante su estancia, buscándole algún profesor particular. Se preguntaba si a la otra chica le gustaría montar a caballo tanto como a ella. Y si no sabía, ella podría enseñarle.

Llegaron a la mansión de Ainsleigh Hall cuando los Hemmings estaban terminando de almorzar. Los condes y su hijo, Henry, salieron a recibirles. Charlotte fue presentada como «Charlotte White». Lucy Walsh, la muchacha de Londres, permaneció en un discreto segundo plano, y cuando los Hemmings la presentaron se mostró muy tímida y callada, limitándose a observar de lejos a la recién llegada. Lucy se fijó en el sencillo vestido azul marino de Charlotte y en su abrigo de corte impecable. Llevaba zapatos de tacón, un pequeño sombrero de terciopelo también azul marino y guantes, y el cabello peinado en un recogido suelto en la nuca. Iba muy elegante, y saludó educadamente a los Hemmings y a Lucy dándoles las gracias por acogerla en su hogar. Henry la miraba con fascinación, sin decir palabra. Nunca había visto a una chica como aquella. No había estado en Londres desde que era muy pequeño, ya que sus padres preferían la vida en el campo. Y también era demasiado joven para alternar en sociedad, algo que tampoco echaría de menos ahora que ingresaría en el ejército. Todo lo que conllevaba su rango y su título tendría que esperar a que acabara la guerra, al igual que les sucedía a todos sus amigos. Henry se quedó muy impactado al ver lo menuda que era, algo que le sorprendió mucho después de haber visto su caballo en los establos, y se preguntó cómo podría montar un animal tan grande y vigoroso. Charlotte parecía demasiado delicada y recatada, y se mostró algo cohibida al entrar en la casa. Miró sonriendo a Lucy, pero en ningún momento se dirigió directamente a Henry, ya que no estaba acostumbrada a hablar con chicos. El conde era un anciano muy jovial y le dio una calurosa bienvenida. Aparentaba más edad de la que tenía, y la condesa caminaba con una ligera cojera a causa del accidente a caballo. Tenía una cara dulce y el pelo muy blanco, y Charlotte la veía muy mayor en comparación con su madre, que era mucho más joven. Pensó que los condes parecían más los abuelos de Henry que los padres.

—Estamos encantados de tenerla con nosotros, alteza —le susurró la condesa cuando nadie podía oírles, mientras el secretario sacaba sus maletas del coche y un muchacho de una de las granjas las subía a su cuarto.

Habían dispuesto un pequeño refrigerio en la cocina para que Felicity y Charles almorzaran algo antes de marcharse. Charlotte dijo que ya había comido por el camino, y solo deseaba poder escabullirse para montar a Faraón aprovechando el buen tiempo. En cuanto hubieran instalado a la princesa en su cuarto, la institutriz y el secretario del rey ya habrían cumplido con su cometido.

—Tienes un caballo magnífico —le dijo por fin Henry cuando entraban juntos en la casa, y ella le dio las gracias con la mirada gacha. Los condes se dieron cuenta enseguida de las excelentes maneras de la joven. Era una princesa de los pies a la cabeza, aunque a partir de ese momento no podrían mencionar su título para no dar ninguna pista sobre su identidad. Henry tampoco tenía ni idea de quién era, y pensaba que se trataba de la hija de unos aristócratas que sus padres conocían en Londres y que querían alejarla del peligro enviándola a Yorkshire.

Lucy no abrió la boca mientras seguía a los Hemmings y a Charlotte al interior de la casa. Luego desapareció en la cocina, donde se sentía más a gusto. Henry apenas le prestó atención, totalmente embelesado por la recién llegada. Le parecía una joven muy bien educada, y se unió a ella y a sus padres en la biblioteca para tomar el té antes de marcharse a una de las granjas. Dijo que tenía que ayudar a reparar una valla, ya que no había nadie más para hacerlo. Ahora colaboraba mucho en las faenas de las granjas, lo cual no solo le mantenía ocupado, sino que también le gustaba.

—Andamos un poco escasos de personal, también en la casa —dijo la condesa en tono de disculpa—. Las cosas no han vuelto a ser lo mismo desde la última guerra, y me temo que esta de ahora supondrá el final para las grandes propiedades como la nuestra. Cuando la Gran Guerra acabó, muchos jóvenes se quedaron en las ciudades y ya no volvieron al campo. Y cuando esta termine, será igual o aún peor. Ahora se necesita mano de obra femenina en las fábricas, e incluso las muchachas más jóvenes han abandonado las granjas para ir a trabajar a las ciudades. Lucy nos ha sido de gran ayuda. Estaríamos perdidos sin ella. Confiamos en que acabe quedándose con nosotros, puesto que ahora ya no tiene a nadie en Londres. Fue muy triste lo que pasó. Sus padres murieron cuando el edificio en el que vivían se derrumbó durante uno de los bombardeos. Menos mal que Lucy ya estaba aquí con nosotros.

Charlotte asintió; sentía una profunda compasión por ella aun sin conocerla. Parecía una chica muy tímida y sencilla, y, como era más o menos de su edad, esperaba que pudieran llegar a ser amigas.

Cuando acabaron de tomar el té, la condesa acompañó a Charlotte a su habitación. Al verla, sintió que el alma se le caía a los pies.

—Nos habría gustado acomodarla en una de las habitaciones de invitados, alteza —dijo la condesa en voz baja—, pero no queríamos que nadie sospechara su verdadera posición. Su madre me lo pidió especialmente en la carta que me envió, así que le hemos asignado el dormitorio contiguo al de Lucy.

Se trataba de uno de los viejos cuartos del servicio en la planta superior, con una ventana que daba a las colinas, los bosques y el lago que había en la finca. Tenía el espacio justo para acoger una cama, una cómoda, un pequeño escritorio y una silla, y había sido utilizado por una de las sirvientas antes de la guerra. Ahora, en la casa solo quedaban el ama de llaves y dos doncellas. Sus cuartos se encontraban en el mismo pasillo y no eran mucho mejores que el de Charlotte. Como nunca había estado en las dependencias de la servidumbre en ninguno de los palacios reales, no tenía con qué compararlo, pero aquel cuarto era pequeño, oscuro y desangelado, con las paredes totalmente desnudas. Mientras subían las escaleras, Charlotte se había fijado en que la casa necesitaba una buena mano de pintura, muchas de las cortinas estaban desvaídas por la luz del sol y algunas alfombras se veían muy gastadas y deshilachadas. Los muebles eran magníficos, pero el espacio resultaba oscuro y lleno de corrientes, fresco en verano pero sin duda gélido en invierno, calentado solo por las chimeneas de la planta baja. Aquella no era para nada la clase de habitación a la que Charlotte estaba acostumbrada, y todavía seguía un poco impactada cuando bajó para despedirse de Felicity y Charles. Se marcharon en cuanto acabaron de comer. Tenían prisa por regresar, ya que querían llegar a Londres esa misma noc

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