Luimelia en París

Pablo Murciano
Anna Marchessi

Fragmento

1. ¿Qué es el amor?

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¿Qué es el amor?

Ante la pregunta: ¿qué es el amor?, muchos escritores y poetas han sucumbido sin encontrar una respuesta completa que saciase su osada curiosidad. Como si se tratase de meros adolescentes escribiendo sus penas en un diario que acaban abandonando entre la ropa sucia de su cuarto. Un anciano, que había dedicado toda su vida a la poesía, se hacía esa pregunta durante su retiro. Tan complicado y, sin embargo, a veces es tan fácil responder. ¿Puede acaso alguien saber si ha amado con seguridad? ¿Y cómo se sabe si se ha amado de verdad? Son muchas las razones que le llevaron a pensar al anciano que el amor está estrechamente relacionado con la vida. Se manifiesta con mayor intensidad, siempre, en los pequeños detalles.

Una mañana de verano, de esas en las que el aire sopla cálido y trae consigo el sonido de los grillos y el susurro de los árboles, una niña se acercó corriendo a su padre, que descansaba recostado sobre una tumbona a la orilla de un río en la montaña. La niña extendió el puño y le mostró al padre una pequeña margarita que custodiaba en su mano. Se apartó el cabello rubio de la boca. Durante esos instantes, el sonido de los grillos casi parecía lo único que sonaba en el mundo. El padre apartó por un momento la vista del periódico del día y observó a su hija. Con una sonrisa, la niña dio un par de pasos hacia él y le preguntó qué clase de flor era aquella, a lo que su padre respondió, sin prestarle demasiada importancia: «Una flor del campo».

Una trucha saltó en el agua turbia del río tratando de cazar una mosca, mientras los rayos del sol de julio se reflejaban en la superficie.

Otra mañana de verano, muchos años más tarde, esa misma niña se encontraba distraída con sus pensamientos en la terraza de un bar, cuando recordó aquel instante. Se volvió hacia el padre y, de manera distraída, le preguntó si recordaba aquel momento que en su cabeza se había grabado como una imagen de rollo de película. El padre, mientras terminaba de saborear los últimos posos de su café americano, apoyó la taza en la mesa y repitió de nuevo, con la misma entonación que aquella primera vez: «Una flor del campo». Después de aquello, ambos escucharon el sonido de los grillos frotando sus patas de nuevo.

Mientras los grillos continuaban susurrando en el recuerdo de ambos y los posos del café dibujaban formas místicas en el fondo de la taza, un sentimiento de calidez recorrió a la niña, que ya no era niña sino joven, desde el estómago hasta el corazón. Volvió a apartarse el pelo de la cara con la misma gracia y el mismo desparpajo, y le confesó a su padre que siempre había pensado que esa mañana no le estaba prestando atención, y que había dicho aquello por decir algo. Con una media sonrisa, el padre cogió el periódico y se evadió para siempre de la conversación, como si jamás hubiesen pasado los años entre una escena y la otra. Aquel día, aquella mañana, aquella joven comprendió lo que era el amor.

Al mismo tiempo, a muchos kilómetros de aquella terraza del centro de Madrid, otra adolescente de edad similar le confesaba a su mejor amiga que se sentía atraída por ella. Le temblaban los labios al decirlo y las piernas de pánico. Ese pánico que solo aparece cuando se tienen catorce años. Un perro que pasaba por allí ladraba histérico a un pequeño gato que se refugiaba en los bajos de un coche abandonado. Solo unos minutos más tarde, la joven se encontraba llorando de rodillas en el suelo del lavabo, secándose las lágrimas con la manga de su blusita azul marino. Mientras se calmaba lentamente, recordó la primera vez que se tiró por el tobogán del parque de debajo de su casa. De repente le vino a la memoria una anciana que daba de comer siempre a las palomas; unos gemelos algo mayores que ella, que jugaban al fútbol en la cancha de al lado, y la gracilidad de sus movimientos; su madre llamándolos desde la ventana. El olor de la tierra levantada por las pisadas de la gente, seco.

Mientras su corazón, roto por primera vez y lastimado, se recomponía poco a poco en el suelo de ese baño de azulejos fríos y colores apagados, la joven deseó no volver a amar nunca más. El perro entonces dejó de ladrar, y la joven se asomó a la ventana del lavabo. A lo lejos, unos ancianos paseaban por la calle de enfrente. De golpe la joven detuvo su llanto, como si hubiese tenido una visión. En aquel momento fue consciente de que al amor puedes jugársela para darle esquinazo un par de veces, pero que al igual que de la muerte, nadie escapa de él en esta vida. Se secó las últimas lágrimas que caían por sus mejillas y se sorbió los mocos sin gracia. También allí sonaban el susurro de los árboles al moverse y los grillos. Como si fuera un truco de magia que nunca has visto o una trampa para ratones despistados: cuando el amor te atrapa ni siquiera te das cuenta de que lo ha hecho.

Poco antes de morir, el anciano poeta abrió su cuaderno y anotó una última frase: «El otoño es necesario, pero aún no estamos en otoño».

Luisa Gómez —apodada por su abuelo Luisita al nacer— y Amelia Ledesma se despedían de sus seres más queridos en el aeropuerto de Barajas, Madrid, el 12 de agosto de 1976. Con lágrimas en los ojos, la madre pronunciaba unas dramáticas palabras que oscilaban entre el amor y el disgusto. A tan solo unos metros de allí, entre maletas y bultos, un bebé también lloraba sin comprender por qué todos habían empezado a llorar antes que él. Como si se tratase de un mundo al revés, el pequeño era el único que no obtenía ninguna clase de consuelo a su llanto desconsolado. Normal, pues las despedidas nunca deberían ser algo que involucrase a los bebés.

En tan solo unos minutos las dos jóvenes cogerían un vuelo en dirección a París sin billete de vuelta a casa. Emocionada por estar a punto de subir de nuevo a un avión con ruta internacional, Luisita sentía una especie de miedo e ilusión que no sabía expresar con palabras. No era para ella —una sencilla chiquilla acostumbrada a vivirlo todo en su cálido barrio de Madrid— una cosa que hiciera todos los días. Allí, en mitad de ese lugar extraño que son los aeropuertos, se sentía intimidada por la prisa de la gente y el ruido lejano de los aviones que despegaban. Luisita se limitaba a abrazar a sus hermanos, a sus padres y a sus amistades más cercanas. Como un animal que se separa de la manada, alterando a todo el mundo y agitándose como un pez fuera del agua. Con el miedo de una niña que todavía no ha crecido. En momentos como ese, poco se puede hacer por mantener la compostura si no se ha nacido para ello. En cambio Amelia, que había aprendido de su trabajo como actriz a hacer ver que siempre va todo bien aunque no lo vaya, se encargaba de tranquilizar a los demás y asegurarles que llamarían al llegar para decir que ya estaban allí; sanas y salvas, como en los refranes.

Incluso en el avión, Amelia se encargó de cogerla de la mano con tacto para no sobresaltarla, mientras Luisita seguía sollozando y miraba por la ve

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