Bajo tu hechizo

Sofía Arias

Fragmento

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Capítulo 1

La luz de la luna se filtraba con timidez por entre las ramas, y el paso tranquilo de los caballos apenas hacía crujir el manto de hojas cobrizas que cubría el suelo del bosque. Tres jinetes, ataviados con ropas oscuras y embozados bajo sus capas, trotaban en fila: el primero, más corpulento (aun sin serlo demasiado) que los otros dos, portaba un arco y un carcaj a la espalda; el más menudo cabalgaba entre sus compañeros, con la cabeza gacha; el último, el que parecía más alto, barría los alrededores con la vista y se revolvía inquieto sobre el animal. Montaban sin silla ni estribos, pero con las riendas bien sujetas.

A poca distancia, sobre una loma cercana y bien ocultos por la maleza que tapizaba la tierra, el general Ulter y una docena de guerreros a caballo vigilaban la marcha de los jinetes que avanzaban, sin prisa ni cautela, por uno de los senderos periféricos que cruzaban las tierras de Kaard como una fea cicatriz. Era uno de aquellos caminos que los campesinos trataban de evitar a toda costa por la proliferación de forajidos; los hombres del clan batían con denuedo la zona para limpiarla, pero los bandidos aparecían siempre como una enfermedad mal curada.

El viento arreció y los viajeros se arrebujaron más en sus capas. El general olisqueó el aire como un perro y notó en los huesos el avance implacable del invierno.

—¿Qué hacemos? —preguntó uno de los hombres que tenía a sus espaldas.

Ulter vaciló; una violenta ráfaga enmarañó sus rubios cabellos, y él entornó sus ojos claros. El paso de tres forasteros no le inquietaba lo más mínimo, y por su forma de avanzar parecían más perdidos que otra cosa.

—Vamos a seguirles con disimulo —dijo por fin—. Si continúan en esa dirección pronto abandonarán nuestras tierras y lo que les pase dejará de ser asunto nuestro.

El sendero se quebró en un claro del bosque. Un rayo de luz que se coló por entre las copas de los árboles iluminó el perfil afilado de Keinn, que abría la marcha, e hizo brillar sus ojos dorados. El viento agitó su capa y un mechón de pelo oscuro se pegó a su rostro como el lametazo de un perro. Los caballos piafaron, inquietos, y comenzaron a pisotear la dura tierra, pues advertían un peligro que no sabían ubicar.

Kaone, el tercer jinete, se acercó hasta Keinn, aprovechando el parón para estirar los músculos, y le dio un buen manotazo en el hombro.

—Confiésalo de una vez, Keinn. Nos hemos perdido y no tienes ni idea de dónde estamos.

Keinn se frotó el cuello y soltó una risotada.

—No lo entiendo. El camino a Allacian parece haber cambiado de sitio desde la última vez.

El otro jinete observó a los dos alternativamente, y refunfuñó bajo la máscara que le cubría el rostro.

—Ha sido su culpa, Naora —gruñó Kaone—. Bueno, y mía en cierto modo, por hacerle caso. Pero, que quede claro: él insistió en que conocía la ruta.

Naora elevó la vista hacia lo alto, pero el cielo apenas sí se distinguía bajo los frondosos abedules que poblaban el bosque. El ocaso estaba próximo; la tarde moribunda iba tiñendo las nubes de un hermoso tono púrpura.

—¿No tenemos ningún mapa?

Keinn y Kaone se encogieron de hombros.

—No —contestaron al unísono.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Continuamos o damos media vuelta?

Keinn resopló, indeciso, antes de mirar sobre su hombro.

—¿Sabes? Creo que nos están siguiendo —susurró, sin variar la expresión del rostro.

Naora se estremeció. Hacía rato que había percibido un aura maligna detrás de ella, aunque había intentado convencerse a sí misma de que se trataba de su propia imaginación.

—Yo también lo he sentido —dijo por fin.

Pronto los ahogaría la oscuridad. Aquello podía ser una ventaja o todo lo contrario, dependiendo de quiénes fueran sus perseguidores. El aire trajo consigo un olor agrio, penetrante, que les hizo arrugar la nariz. Kaone se acercó a Naora, y el calor que desprendía su cuerpo pareció reconfortarla un poco.

—Yo digo que nos vayamos.

—Y yo digo que nos entreguéis vuestro oro y recéis para que os dejemos con vida —respondió una voz áspera que surgió desde la nada.

Los tres se giraron hacia el lugar del que provenía la voz y desenvainaron las espadas. Varios hombres grandes como montañas surgieron de la espesura armados con cuchillos largos.

—Seguid vuestro camino y dejadnos tranquilos —dijo Kaone con la voz más gélida que encontró.

Algo más allá, todavía ocultos a los ojos de los forasteros, los hombres de Ulter se agitaron al ver a los bandidos. Sin embargo, el general permaneció impasible. Se limitó a reclinarse sobre el cuello del caballo para observar mejor la escena. Un grupo de rufianes, media docena o tal vez alguno más; era difícil de apreciar desde la distancia.

—Y ahora, general, ¿intervenimos? —volvió a preguntar el mismo guerrero de antes.

Ulter lo miró por entre las pestañas. Era un soldado joven, quizás ansioso por demostrar lo valiente que era.

Resopló. Aquellos cachorros siempre resultaban un fastidio.

Los bandidos se miraron unos a otros, desconcertados ante la inesperada muestra de valor. Hasta que, después de unos instantes de absoluta quietud, el que parecía el jefe bramó como una mala bestia y azuzó a los suyos contra los jinetes.

Aullaban como carroñeros que acaban de encontrar un cadáver bien gordo ante ellos.

Keinn y Kaone se adelantaron para proteger a Naora. Desde el caballo, y luchando con espadas, contaban con una tibia ventaja.

Siempre que no les hicieran desmontar.

Ulter gruñó; la noche engullía el paisaje a velocidad de vértigo y sabía que iba a perderse la batalla. Habría jurado que los jinetes mantenían una precaria formación de defensa, lo que no resultaba fácil cuando uno se enfrenta a un hatajo de malparidos sin honor. El jinete menudo había retrocedido por detrás de sus compañeros, pero no parecía asustado; al contrario, sostenía un mandoble sobre su cabeza que debía pesar tanto como él, y sin doblar los brazos. Ulter vislumbró el resplandor azulado de la hoja y se preguntó cómo podía un tipo tan canijo sujetar un arma tan descomunal. Si alcanzaba a alguien de refilón, sería raro que no lo decapitara.

—Nunca había visto ese estilo de lucha —comentó, intrigado, uno de sus hombres.

—Tampoco yo —convino el general.

—Es… ¿elegante?

Se defendían bien para hallarse en una inferioridad numérica tan clara, y atacaban todavía mejor: un par de bandidos ya se agarraban las tripas con las manos dando alaridos. Era de suponer que les habían hecho un buen agujero.

—Vaya, han tirado a uno… Y están a punto de descabalgar a otro.

Dos de los bandidos habían rodeado a uno de los forasteros; se colgaron de él hasta obligarle a desmontar y empezaron a propinarle patadas.

—Muy propio de esa gentuza. No saben lo que es el honor.

—No —dijo Ulter—. Aunque probablemente saben lo que es el hambre y la desesperación.

—Y ahí ha caído el que faltaba.

Naora distinguió de refilón unas siluetas recortadas contra los rayos postreros del sol. Hombres que parecían montañas, a caballo; acompañados de lobos, o tal vez de p

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