Las chicas buenas los prefieren malvados (Bilogía Bad Boys 2)

Paola Noguera Franco

Fragmento

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Capítulo 1

Clarisse Durán sabía que lo único que podía pasar luego de haber traicionado la confianza de Diana Rodríguez, la princesa de la crème porteña, eran dos cosas y estaban a su elección: someterse al escarnio y escrache públicos. Quedar como poco menos que una leprosa, porque Diana ya la había señalado como una traidora total a los ideales de amistad, quedar relegada por mucho tiempo de las fiestas y los círculos. Todo aquello que la sociedad de donde provenía creía tan importante. El relego social era el peor castigo que podría sufrir una socialité.

El otro camino era el autoexilio, ir a un sitio donde las aguas estuvieran calmadas, preferentemente otro país, así como había hecho Diana cuando huyó a Europa al verse avergonzada por Fabrizio, aunque ya ahora todo el mundo sabía que andaba felizmente enamorada paseándose del brazo de Alex Francois por las calles de Londres. Pero esa es otra historia.

Como decía, la otra opción que tenía Clarisse era huir. Y su dinero, contactos, y perspectivas le abrían un abanico de posibilidades, y nada mejor que irse a un sitio donde tuviera al menos un vínculo de sangre y que conociera. Decidió marcharse a Paraguay, en concreto a su capital, Asunción, donde su abuela materna seguía viviendo en el exclusivo barrio Carmelitas. El sitio perfecto para empezar de nuevo.

No solo por lo sucedido con Diana, sino para escapar de la vergüenza que le daba lo ocurrido con ese patán de Robert, que ahora se había quedado jugando con Mara, su otra examiga también.

Aunque podía disculpársele a Clarisse que ella no había sido una autentica culpable de traición contra Diana Rodríguez, sino que podía culpársele a su carácter, que nunca había sido especialmente vivaz y por eso mucha gente la había considerado algo tonta en su momento.

Así que la joven Clarisse no solo huía de los estigmas de Robert y Diana, sino que también estaba huyendo de los malditos prejuicios que tenía el exclusivo círculo porteño que antes frecuentaba.

También pensaba que en su nueva hogar no sería vista como alguien de belleza tan común, porque Clarisse no se distinguía precisamente por su gran atractivo, como Diana, por ejemplo.

Clarisse era bajita, delgada, de cabellos negros hasta el pecho, de rasgos acentuados; aunque lo más bonito que tenía eran los ojos, de un precioso color castaño; pero luego no se le apreciaban otras características que pudieran decir de ella que fuera una gran belleza. Bonita sí. Pero hasta ahí.

Así fue que decidió ir a Paraguay. Para empezar de nuevo y con la mente centrada en acabar los últimos meses del colegio en una escuela privada y exclusiva de Asunción, y enfocarse en su vida, alejada de los excesos que la estigmatizaron en Buenos Aires.

Obviamente su abuela, la señora Naomi Casartelli, una de esas damas prácticas que pueden verse fácilmente en la capital paraguaya, estuvo encantada de recibir a su nieta. Más porque llevaba tiempo sin verla y porque también creía que teniéndola cerca le quitaría parte de esos aspavientos que tenía adquiridos como muchachita malcriada en otro país.

Naomi era la progenitora de la madre de Clarisse, y había sufrido cuando su hija se había casado con un millonario argentino que un día fue a Asunción y se la llevó.

Pero la situación compensó un poco cuando la madre de Clarisse traía a dejarle a la niña por varias temporadas todos los años, así que la relación de nieta y abuela era bastante sólida.

Es por eso que Clarisse era tan diferente a sus antiguas amigas, que eran más extrovertidas, abiertas, sociables y emprendedoras en varias cosas.

Clarisse siempre había sido muy retraída para su propio bien y muy cerrada, aunque obviamente fue recibida en su momento en el círculo porteño por el dinero y prestigio de su familia. Pero, en esencia, era una chica inocente e ingenua, rasgos que nunca perdió pese a convivir con una caterva de gente que velaba por la superficialidad como palabra santa.

Por eso, al llegar a Paraguay y refugiarse con su abuela, Clarisse se encontró mejor. Así que, por ese lado, la joven emigrante sentía que podía estar tranquila. O al menos eso pensaba. No necesitó que pasaran meses para encontrarse envuelta en problemas o que al menos su tranquilidad se viera disminuida cuando volvió a toparse con alguien que no se esperaba.

O quizá, si lo hubiera esperado, antiguos efectos de atracción que él le producía hubieran mermado. Su vecino.

Sí, un muchacho que había sido grosero y tosco de niño, y que parecía no haber mejorado con los años, ya que tenía la misma edad que Clarisse.

Maximiliano Ibarra seguía viviendo en la misma casa, pegada a la suya. Estar en Buenos Aires y vivir rodeada de su burbuja de oro, además de su aventurilla con ese bastardo de Robert, le había impedido volver a pensar en aquel muchacho.

Max había sido un caso; siempre que se veían o encontraban en el barrio, donde tenían la desgracia de verse siempre, el chico, un sardónico de nacimiento, no dudaba jamás en burlarse de su vecina la argentinita.

A eso había que sumarle que Clarisse tenía un gen especial para gustarle ese tipo de personajes. Y sí, a la muchachita siempre le había gustado… claro, en secreto. Probablemente Max había sido la inspiración inconsciente que había tenido en su momento cuando se prendó de Robert en Buenos Aires o cuando se sintió atraída por Alex Francois, otro chico problema.

Para qué ir más lejos, si tanto Robert como Alex y Max compartían los mismos detalles físicos.

Max era más alto, eso sí. Pero portaba unos ojos azules muy oscuros, bastante exóticos, herencia de su madre brasileña, junto a una piel tostada de forma natural, herencia también de quien otrora fuera su hermosa progenitora. Durante mucho tiempo había llevado el pelo largo, pero el último año se lo había cortado porque le molestaba a vista, así que, por practicidad, se había deshecho de la coleta que lo había acompañado por años. Quizá por ese detalle Clarisse no lo había reconocido enseguida cuando lo vio estacionar su imponente motocicleta enfrente de su casa. Ella estaba en el balcón cuando lo notó. Ni siquiera al sacarse el casco advirtió que se trataba de Max Ibarra, sino cuando este, percibiendo que estaba siendo observado, se volteó y los ojos de ambos hicieron contacto. Imposible no distinguir los ojos de Max.

Además, acabó de confirmarlo cuando el muchacho sonrió de lado y le hizo una grosera mueca con el dedo del medio a modo de saludo. Era él. El que recordaba, que distaba de ser el chico perfecto que alguna madre querría para una hija.

Egocéntrico, bocón, grosero, soberbio y, además, para variar, en los últimos meses, pandillero con un grupo de locos en motocicleta. Como su casa estaba pegada a la de él, Clarisse podía oír perfectamente cuándo llegaba, haciendo un ruido terrible con esa moto del demonio que asustaba a todo el maldito barrio, en especial en las madrugadas, luego de las juergas con un grupo de inadaptados que tenía por compinches. Sin duda Max se había echado a perder por completo en todo ese tiempo.

Y ella podía verlo, porque, con sus nuevos objetivos fijados, siempre estaba despierta a esas altas horas estudiando, y es que pretendía irse a estudiar medicina a los Estados Unidos apenas acabase los pocos meses de colegio que faltaban.

Ni que decir tenía cuando traía con él señoritas que salían de la casa ya casi al amanecer. Eso también podía verlo y oírlo; ¡maldito fuera su balcón y maldita ventana también! Y ya que estaba, ¡maldita curiosidad la suya!

No era para menos. El padre de Max, Eduardo Ibarra, le dejaba hacer lo que se le antojase. A pesar de ser vecinos y de las intermitentes venidas de la chica a Asunción, con excepción de las burlas despectivas que él le hacía llamándola la argentinita, nunca pudieron socializar mucho porque Clarisse era una niña muy tímida, y le temía a todo, aunque Max en esas épocas era un tanto diferente. Era rebelde, pero no como ahora.

¿Cuál era la diferencia fundamental de ese tiempo a esta parte? Durante ese lapso, la madre de Max había muerto, y el moreno pasó a convertirse en un pendenciero radical. Convirtiéndose en lo que amenazaba en su temprana adolescencia y que parecía haber estado «algo dulcificado» por la presencia de su madre.

Habían pasado años ya de eso, pero, pese a la gran diferencia actual, Clarisse nunca se pudo quitar la atracción y el magnetismo que le producía el muchacho; era verdad que se habían atenuado por sus problemas en Buenos Aires, pero ahora, al volver a verlo, resurgieron con fuerza. Además, por si fuera poco, Max casi nunca le dirigía la palabra. Y si lo hacía, no era precisamente en términos amables.

Así que de nuevo Clarisse Durán estaba metida en problemas. Había salido de una para meterse en la boca del lobo que caza, y ella era muy débil para resistir algo que siempre le había producido tanta curiosidad y atracción.

Como ese día lluvioso, antes de las clases, cuando coincidieron en el ascensor del colegio, porque, además, dio la maldita coincidencia de que Clarisse había sido trasladada al mismo exclusivo colegio del barrio Carmelitas donde estaba también inscrito Max; aunque desde la llegada de la joven, no habían coincidido allí, salvo aquel día de tormenta fría en el que ambos llegaban tarde. Clarisse porque había estado hasta la medianoche preparando sus tareas; y él, pues bueno, la evidencia de su llegada tardía se le veía en la cara…

Tenía muchas marcas rojas en el rostro y un hilo de sangre le corría cerca de la oreja. Era más que obvio que acababa de estar en alguna pelea, y además muy temprano. Su encuentro fue imprevisto. Clarisse casi murió del susto cuando, mientras se cerraba el ascensor, alguien se metió casi de improviso dentro. Mojado, sucio, y sangriento, ahí estaba Max, con sus ojos azules, más fríos que de costumbre, sin saludar siquiera, apretando el botón que lo llevaría al quinto piso, donde estaba el ala de su salón de clases. Ni siquiera traía ningún cuaderno.

Clarisse se había quedado estupefacta,

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