Capítulo 1
—¡Por favor, mujer, suéltame! Déjame en paz —susurró él en el hastío que sentía de verse tan avergonzadamente vulnerable.
—¡NO! —gritó ella embravecida—. Eres mío y de nadie más.
—Libérame, no soy de nadie, ya lo hemos discutido mil veces, ni tuyo ni de nadie. No te pertenezco.
—¡Mentiroso! Ahora eres de esa fotógrafa, de esa puta mal nacida. Me abandonaste por ella.
—Suéltame, por favor —volvió a susurrar el hombre, en intentos fallidos por zafarse de las cadenas que tenía alrededor de sus muñecas y tobillos.
—No te pienso soltar, y desde ya te digo que eres mío desde aquí a la eternidad. Tenemos algo que nos une. —Ella caminaba nerviosa de aquí para allá, mientras se refregaba la cara con sus manos. Se acercaba a su víctima, lo insultaba mirándolo a los ojos y luego se alejaba.
—Por favor, suéltame y charlemos como dos personas adultas. —Aprovechó a hacer contacto visual con su agresora interrumpiendo uno de sus insultos.
—Te quiero solo para mí y no te voy a compartir con nadie. Antes de soltarte, necesito asegurarme de que vas a volver a ser mío. ¡Júramelo! ¡Por lo que más quieras! No importa que estemos divorciados, esos son solo papeles que no sirven para una mierda, quiero volver contigo.
El hombre miró a su alrededor, buscando una posible salida o escapatoria, si es que esa loca se decidía a soltarlo. Conocía cada rincón de esa casa, él la había comprado, sabía que si corría lo suficientemente rápido podría evitar otro golpe, como otras veces, pero esta vez no quería huir, necesitaba aclarar todo con ella. Estaba agobiado de su incontrolable locura, no podía soportar una agresión más por parte de esa mujer. Se sentía en deuda. En deuda con él mismo. Tenía que juntar valor y ser más inteligente. Usar su mente para lograr ser liberado y buscar, de una vez por todas, la manera de que ella dejara de tenerlo a su merced.
Bajó la cabeza, alzó su mirada, y buscó sus ojos, esos ojos preciosos que alguna vez, años atrás, lo habían enamorado. En ese preciso momento, los vio colorados, irritados y con una profunda tristeza. Iría por ese lado.
Ella observó su mirada y se odió por dentro. Una parte de su ser sabía que estaba lastimando a ese buen hombre. A ese ser con quien había compartido años de su vida y quien le había dado el tan preciado regalo de ser madre. Pensó en su hijito de tres años y dejó caer una lágrima.
—Libérame, por favor, hablemos, dialoguemos como dos personas que alguna vez se amaron. No me voy a ir, no voy a correr. Necesito que charlemos, por favor.
***
Horas antes…
El móvil sonó por décima vez. Era ella. Lo sabía. Siempre insistiendo. Tenía el poder de sacarlo de eje, le había dado ese dominio en algún momento de su vida, y en alguna parte de su ser que aún le hacía caso. Le temía, lo había aceptado. Había dos opciones por la cual lo podría estar llamando, la primera era Kevin, su hijo, el pequeño que compartían, a quien amaba con toda su alma. La segunda opción sería la de siempre, la excusa de querer volver con él, la imperiosa necesidad de querer controlarlo, abarcarlo y usarlo a su manera.
Odiaba sentirse manipulado y maltratado por esa mujer.
Atendería, su hijo era su motor para seguir. Soportaría volver a escucharla para que dejara de invadirlo.
Se excusó ante la persona que le estaba tomando unas fotos para la próxima campaña de ropa para la cual había sido contratado y miró el móvil. Lo tomó en sus manos y este volvió a sonar. En la pantalla se leía: Paula.
Frunció su ceño, tomó una respiración profunda y atendió.
—¿Qué pasa? —susurró secamente.
—Hace diez minutos que te estoy llamando, ¿por qué no atiendes? ¿Qué tan ocupado puedes llegar a estar? —le gritó nerviosa desde el otro lado de la línea.
—Estoy tra-ba-jan-do, Paula. —Estiró las sílabas para que ella pudiera entender que realmente estaba trabajando.
Estaba harto de sentir el nudo en la garganta cada vez que debía explicarle que se ganaba la vida siendo modelo. Así se habían conocido, compartiendo momentos, posando juntos.
Él continuaba su carrera de modelo masculino mientras ella, luego de ser mamá, decidió retirarse de las pasarelas para romperle las pelotas a él, y perseguirlo a sol y a sombra. Inclusive luego de la separación.
—Quiero que vengas ya, te necesito. —Bajó el tono de voz, porque sabía que así, él accedería.
—¿Le pasó algo a Kev? —preguntó medio asustado.
—Em, no, bueno… no sé. —Intentó persuadirlo para lograr que él corriera a su casa.
—Mujer, ¿le pasó algo o no?
—Sí —mintió ella.
Brendan tiró su móvil sobre un asiento y cruzó dos palabras con la fotógrafa para disculparse, eran amigos, ella lo entendería. Debía ir. Se vistió con su ropa, tomó sus pertenencias y corrió a su auto. No estaba lejos, pero el solo hecho de pensar en que le podría llegar a pasar algo a su hijo, lo hacía sobrepasar los límites de velocidad permitidos.
Luego de pasar un par de semáforos en rojo y de intentar llamar al móvil de su exmujer para saber si realmente Kevin estaba bien, llegó a la casa.
Como tenía llave, entró sin llamar. Sintió un dolor intenso en la cabeza y todo, absolutamente todo, se oscureció.
***
El ensordecedor zumbido en sus oídos, el ardor en alguna parte de su cabeza y la cosquilla de algún tipo de líquido espeso que le caía en gotas por alguna zona de su cara hicieron que intentara abrir un ojo; pestañeó un par de veces, y no pudo, se dio cuenta entre tanto aturdimiento de que estaba con los ojos vendados.
Le latía la sien, el repiqueteo de los latidos asustados de su corazón parecían no estabilizarse. Necesitaba moverse, descubrir sus ojos para ver qué era lo que realmente le estaba sucediendo y quién había sido su captor, estaba de rehén y no sabía por qué.
No se había dado cuenta de que su cuerpo estaba inerte; entonces, decidió enviarle orden desde su cerebro a sus manos, para poder liberarse de lo que le tapaba la visión. Lo hizo, se movió, pero solo unos centímetros, que a él no le parecieron nada. Sin embargo, lo que sí le hizo sentir un escalofrío aterrador fue el escuchar el ruido de cadenas y sentirlas alrededor de sus muñecas. Frotó una con otra y notó que estaban juntas. Las palmas comenzaron a sudarle así como todo su cuerpo. Lo mismo sucedió con sus piernas, las movió, pero le pesaban los tobillos, estaba encadenado.
Inspiró profundo, tratando inútilmente de lograr serenarse. Muy lejos de ello estaba.
Solo un pensamiento cruzó por su mente, ya apenas despertando: Kevin.
Su corazón volvió a perder un par de latidos, cerró los ojos, dentro de lo que pudo, mientras sintió su cuerpo cada vez más frío.
Su lengua tanteó dentro de su boca, la cual sentía reseca. Humedeció sus labios y se aclaró la garganta para gritar:
—¡Paulaaaaaaa! —El sonido parecía un sollozo. Lo que él creyó que iba a sonar fuerte e imponente, se escuchó como algo soso y sin potencia.
Se movió inquieto al escuchar unos tacones que se acercaban. Odiaba los tacones de esa mujer.
—¡Así te quiero, mi vida! ¡A mi merced! Todo mío.
Tragó saliva, le castañeaban los dientes, no recordaba cuándo exactamente había sido la última vez que se había sentido de esa manera pero sí sabía que, muy a pesar de él, seguía teniendo miedo de ella.
Creía haberlo superado. Tantos meses de terapia deberían haberlo ayudado. Tenía todas las herramientas como para enfrentar el terror que esa mujer le hacía sentir y, aun así, una parte de su mente seguía bloqueada.
«Cuando no sepas por dónde empezar, solo respira», le había dicho el terapeuta en una de las primeras sesiones. «Ella es insegura, y por ello necesita reforzar su autoridad, piensa muy bien qué puede hacerle cambiar de parecer, juega con su mente para lograr que no te pueda manipular nunca más. Puedes hacerlo», le repetía una y otra vez ese hombre a quien le estaba tan agradecido. Era como un mantra.
Mientras respiraba y se repetía a sí mismo que él podía salir de ese lugar oscuro de su mente, la sintió acercarse. Sus manos formaron dos puños; eso le daba cierto poder que no sabía que tenía. No la golpearía, nunca lo había hecho. Jamás le había levantado la mano a una mujer y no lo haría ahora. Aunque se muriera de ganas. El mantra lo estaba ayudando.
Un frío beso en los labios lo sorprendió. La sorpresa no fue para nada agradable cuando sintió que le jalaba el cabello y le volvía a besar la boca, intentando invadir su interior.
—Estás helado, mi amor. ¿Quieres una manta? Quiero que estés cómodo mientras estás aquí a mi merced.
Contestaría, no se dejaría maltratar más, sabía que debía seguir su juego para lograr que lo soltara. O al menos, que le destapara los ojos, para así poder utilizar su encanto, ese encanto que muchas veces le había servido para cortejar a mujeres, solo una mirada y ya caían a sus pies.
—Por favor, tengo frío, mucho frío.
—Por favor, ¿qué?
—Mi amor, por favor, ¿me abrigas?
«Tienes el poder de volver todo a tu favor», seguía repitiendo frases en su mente a medida que las iba recordando.
Ella no contestó. Por unos segundos, todo quedó en pausa, parecía como si ella se hubiera quedado congelada en tiempo y espacio. Si le hacía caso a sus sentidos, solo podía escuchar el latido de su corazón, que bombeaba asustado.
Estaba repitiendo su mantra y tratando de recordar algún otro para repetir sin parar, cuando, al fin, escuchó esos malditos tacones moverse. No podía creer que por unos segundos se contentara al escucharlos pisar el suelo de madera que él mismo había elegido para ese lugar.
Su pecho se inflaba y desinflaba sin cesar, sentía escalofríos por todo el cuerpo y luchaba con su mente para serenarse. Estaba al límite de entregarse a su perversión. Pero no lo haría, terminaría con esa locura, saldría de ahí, y llamaría al psiquiatra para poder ayudarla. Se sintió un estúpido, porque, atado y a su merced, aún sentía piedad por ella. Le resultaba casi imposible creer que después de todo lo sucedido, tuviera la necesidad de ayudarla. Pero sabía que existía una razón muy importante, más que eso: primordial. Y esa razón tenía tres años y toda una vida por delante, y él le daría lo mejor.
Sus abogados le habían comentado que al próximo brote psicótico de ella, él tendría la tenencia del niño. Solo que debía buscar la manera de escapar y avisar. Lo lograría.
Capítulo 2
Su cuerpo estaba gélido, su mente hervía de bronca e impotencia. Sus vanos intentos por volver a fortalecerse, dejaron de ser vanos en el momento en que sintió que algo le cubría el cuerpo. Algo suave, era una manta, se dio cuenta cuando pudo tocarla con sus atadas y heladas manos.
Jugaría su juego.
Cerró sus ojos dentro de la venda, apretó sus labios e inspiró profundo para juntar coraje y soltarse a su perverso y vil juego para poder ser liberado.
—Gracias, mi amor. Tenía mucho frío —dijo, intentando reprimir la ira.
—Cállate adulador. Sé exactamente lo que tratas de hacer. No te voy a soltar así nomás. Y lo sabes, creo que nos conocemos demasiado. Hemos pasado por mucho. Y yo quiero que seas mío nuevamente.
Su razón se negaba a entender qué mierda hacía ahí diciéndole «mi amor» a esa hija de puta. Sin embargo, tenía que ganarle y escapar. Y sabía que si no jugaba ese juego, si no le hacía creer que ella tenía el control; no cedería a soltarlo.
Se hizo silencio. Solo se escuchaban los bufidos de ella y cada tanto, el frío sonido de las cadenas que adornaban el cuerpo de Brendan.
Él seguía desnudo debajo de la manta, y aún alguna parte de su cabeza le goteaba. Se odiaba. Pero más odio le tenía a ella.
—Mi amor, no te adulo, tienes razón, quiero volver a ser tuyo. Por favor, ¿me sueltas? Siento que alguna parte de mí está sangrando, necesito que el dolor pare. Por favor —rogó.
Ella lo miró incrédula desde su posición altiva. Se acercó un paso y se puso a su altura, en cuclillas. Lo quería para ella, a cualquier costo, pero no sangrando. No de esa manera. Se sintió una perra. Pero parte de ella se regodeaba de, por fin, tenerlo así, una vez más indefenso ante ella.
El corazón de Brendan saltó un par de latidos, al sentirla tan cerca podía oler su perfume, el último que él le había regalado hacía un tiempo atrás. No lo podía terminar de entender. Sabía que ella estaba con otro hombre, creía que al fin había rehecho su vida, y según lo que el pequeño Kevin contaba, era un buen hombre. A él, eso le había dado tranquilidad, porque el niño todavía convivía con su madre a pesar de que muchos días los pasaba con sus abuelos y con él mismo. Había creído ilusamente que era una etapa superada: la de los brotes psicóticos.
La escuchó bufar cerca de su cara, pero sin quitarle la venda.
—Esto es un pase directo a quedarme sin ti y sin mi hijito, ¿verdad? —Cambió su tono de voz a un tono dulce.
—No. —Eso fue lo único que pudo vocalizar, porque por dentro y por fuera todo su ser gritaba que sí.
Una sensación de rechazo se apoderó de él cuando sintió las manos de esa mujer posarse sobre su cabeza, para luego, con los pulgares, tirar de la venda hacia arriba. Le había liberado su visión, tenía un punto a favor.
Él seguía inerte, con su cabeza gacha y sus ojos cerrados. Necesitaba adaptarse a la luz, a la poca luz que iluminaba la sala de estar, donde estaba atrapado.
Trató de despegar sus ojos, tenía los párpados cansados. Para cuando logró abrirlos, los volvió a cerrar, no podía verse así. Se negaba a hacerlo.
—Mírame —ordenó ella, volviendo a esa voz imponente y dominante.
—Me estás lastimando, mi amor, ¿por qué haces esto? —susurró sin poder mirarla.
—Porque te amo y te quiero conmigo, eres lo más hermoso que tengo, además de Kevin. —Ella bajó su tono dominante. Mientras se acercaba para ver qué le había hecho.
—No se lastima a la persona que uno ama. ¿Me sueltas, por favor?
—Te quiero conmigo. No te voy a soltar, no quiero que huyas.
—No lo voy a hacer. —Trató de sonar decidido y firme. Creyó haberlo logrado.
***
Ella desapareció de su vista por unos minutos, y cuando volvió se le acercó para limpiarle la herida, no era profunda, se lo había hecho con un mortero de mármol, al esperarlo a que entrara a la casa. Y le había dado justo en la cabeza, en el crecimiento del cabello, cerca de su sien derecha.
No era grave, muy dentro de ella se quedó tranquila y prosiguió a limpiarle la sangre que ya estaba seca pegada a su cara.
El sonido del móvil de Brendan retumbó en toda la sala. Era el tono de llamada del trabajo, seguramente era su amiga la fotógrafa, que se había preocupado. Ella era la única compañera de trabajo que estaba al tanto de los pormenores de su vida personal, había resultado ser una gran confidente.
No era consciente de cuánto tiempo hacía que estaba atado y desnudo en ese lugar, pero seguramente ya hacía un par de horas, o tal vez menos; no lo podía calcular porque tampoco sabía cuánto tiempo había estado inconsciente luego del golpe en la cabeza.
Por unos segundos sintió alivio, si él no atendía, quería decir que algo había sucedido y tal vez ella lo podría ayudar de alguna manera.
Pero el alivio que sintió se desvaneció al ver a su exmujer tomando el móvil y mirando la pantalla.
Todo lo que había logrado, toda la confianza a la que se había aferrado, estaba desapareciendo ante sus ojos.
Paula comenzó a respirar como si de una fiera enjaulada se tratara. En la pantalla del móvil se leía: Nora; ese era el nombre de quien, según ella, había terminado con su matrimonio.
—¡Hijo de puta! ¡¿Sigues con ella?!
Él negó con la cabeza, totalmente resignado. No podía hablar. No quería volver a intentarlo, no sabía si podría.
Paula tiró el móvil al aire, pero el móvil cayó en un sillón. Se acercó y le quitó la manta. Luego se fue del lugar taconeando firmemente, estaba enfurecida.
Brendan deseó por unos segundos que el móvil cayera y se rompiera en mil pedazos contra alguna pared o directamente contra el mármol de la mesa del centro de la sala de estar. Pero la suerte no estaba de su lado, o tal vez sí.
Ya casi la había convencido. Casi había logrado hacerla sentir una pizca de cordura.
Cerró sus ojos y se encomendó al universo, volviendo a repetir algunos de sus mantras, o una mezcla de ellos. Algo funcionaría.
El móvil sonó insistente, la melodía que había elegido para llamadas de personas que trabajaban con él repercutía en todo el lugar. Los gritos de Paula ensordecían aún más y los tacones acompañaban su locura, locura que se manifestó a un ciento por ciento al verla caminar hacia él cargando un balde con no supo qué hasta que lo sintió en todo su cuerpo.
Agua helada, repleta de cubos de hielo, que golpearon contra su pecho y zonas íntimas. No daba crédito a su puta suerte. La odiaba con toda su alma. Le volvieron a castañear los dientes, pero esta vez de furia.
Necesitaba ese odio para poder salir de a