Capítulo 1
Era una vista a puerta cerrada, solo la jueza, un par de abogados y el responsable de Jefatura de la operación a tratar se hallaban en la Sala del Juzgado de Instrucción de lo Penal número Dos. Tras la exposición y la presentación de las pruebas la magistrada hizo muchas preguntas, después pidió aclaraciones e inquirió documentación. Y siguieron más preguntas.
El inspector Llagaria, de la Udyco, no era tonto y sabía que se iban a cepillar su orden de registro —una cagada del nuevo se había cargado la prueba—, así que trataba de mantener el aspecto sereno, a pesar de que por dentro estuviera hirviendo de rabia, mientras anticipaba en su cabeza lo que iba a escuchar; aunque no imaginó tanta educación, le concedió el punto a la magistrada: el único punto que pensaba darle dado que iba a joderle a base de bien.
—Me temo, letrado, que voy a tener que resolver la desestimación de la solicitud de… —telita con el nombrecito, se dijo Laura, como cada vez que le caía en la mesa una de sus peticiones— del Grupo IV de Estupefacientes de la Unidad de Drogas y Crimen Organizado de la Brigada de la Policía Judicial de Valencia.
Previendo ella cuánto iba a importunar su fallo, tocó la campanilla para cerrar el juicio y comenzó a quitarse la toga a toda prisa, deseosa como nunca de largarse de la estancia. A veces, vigilar el estricto cumplimiento la ley era una mierda, y si además a quien cabreabas era a Martín Llagaria, entonces era una putada. Pensaba esconderse en el baño —sí, huiría cual rata por tirante— hasta estar segura de que se había marchado del juzgado.
Una lástima; solía buscar algún motivo de índole legal para tener una charla a solas con él en cuanto se presentaba la ocasión. Siempre se ceñían a lo profesional, aquel hombre parecía tener menos sentido del humor que Risto Mejide, pero a ella le gustaba mirarle. A ella y, al parecer, a la mitad de las mujeres de la Ciudad de la Justicia de Valencia, porque cada vez que corría el rumor de que había una causa de su unidad aparecían por el pasillo desde chicas del equipo de limpieza hasta compañeras de magistratura, haciéndose las encontradizas, muy cucas ellas. Un tío bueno era un tío bueno y eso no entendía de edad, condición o estado civil, que a fin de cuentas a nadie le amarga un buen dulce.
Sobre sus tacones de aguja de diez centímetros y medio enfiló el pasillo sintiendo cómo los abogados le taladraban la nuca y salió directa a los baños de caballeros, que estaban casi al lado, metiéndose en el aseo de minusválidos. Ya dentro se sentó sobre la taza, cerrada, se quitó los stiletto dejándolos caer con placer y estirando los dedos de los pies para relajarlos, y sacó del bolso el Kindle. «Diez minutos de paz y salgo, lo prometo».
No contaba con que su huida solo aumentaría la mala leche del policía, que la siguió dispuesto a decirle un par de cositas sobre su sentencia. Se sorprendió al verla entrar en los lavabos equivocados. Aunque pensándolo bien, tanto mejor para él: la intrusa sería ella.
Abrió la puerta menos de medio minuto después, se aseguró mirando por debajo de las puertas de que no hubiera nadie más —reconoció sus zapatos en el último cubículo, el más grande, y no encontró más pies en los otros baños—, y colocó el cono con el aviso de «no pasar, suelo mojado» fuera de los aseos, en el pasillo, cerrando tras él.
Laura oyó que alguien entraba pero le dio igual, estaba acostumbrada a que otros usaran el váter mientras ella estaba allí, en uno de los poquísimos lugares sin cobertura telefónica en todos los juzgados. Así que los escuchaba orinar y se entretenía contando cuántos se lavaban las manos después.
Estaba molesta con toda la situación de aquel proceso: que un error de novato la obligara a rechazar un registro de sota, caballo y rey y tener que denegárselo, para colmo, precisamente a Llagaria. De todas las veces que habían coincidido en los tribunales, aquella era la primera oportunidad que habría tenido de verlo en la calle. Se corrigió al punto: de que la mirara fuera de su trabajo. De haber aceptado, habría podido ir con su unidad hasta el domicilio del presunto delincuente y así la habría visto por primera vez sin la horripilante bata negra, bajo la que podía esconderse un cuerpo espigado como el suyo o uno enorme como el del juez Rosales, tan ancha era la maldita toga.
—¿Señoría?
¡¿Pero qué mierdas…?!, interrumpió sus pensamientos aquella voz que creyó reconocer como la del inspector. «Sííí, mis ganas», se mofó.
—Señoría —repitió la voz de nuevo, y sí, para su histeria y sus ganas sí que era él—, no se esconda, sé que está en el aseo de minusválidos, veo la suela roja de sus zapatos, ¿puede salir? O como diría usted: me temo que tengo que resolver pedirle que salga —acabó con retintín.
Vaya, al parecer podía ser gracioso cuando quería, el colega.
—Haz lo que tengas que hacer y déjame —le respondió con voz autoritaria.
Era la primera vez que la descubrían allí y se sintió algo avergonzada, pero también invadida, aquel era, después de todo, su refugio.
Martín sintió que le estaba vacilando: le tuteaba cuando él la había tratado según la formalidad establecida, le hablaba como si la enfadada fuera ella y, para colmo, le echaba del baño de hombres. Iba lista si pensaba que se marcharía.
—Lo que voy a hacer es empezar a cagarme en todo.
Laura torc