¿Cuál es el límite del juego? (Sin censura 1)

Sebastián Tognocchi
Marta D'Arguello

Fragmento

cual_es_el_limite_del_juego-5

Capítulo 1

La ventana indiscreta

10 de diciembre de 2018, Buenos Aires, Argentina

Madrugada del martes. Me he pasado toda la noche tecleando y borrando. Trato de poner por escrito el enjambre de imágenes que llevo dentro e intento plasmar en este puto ordenador. Me arrepiento en el mismo instante que lo pienso y le doy un beso a la pantalla. «Tranquilo, vos no tenés la culpa de nada, es solo mi maldita cabeza que no me acompaña», le digo al levantarme del sillón que, a esta altura, no me parece nada cómodo. Me dirijo a la cocina, creo que lo mejor será una buena taza de café o, tal vez… Cambio de idea sobre la marcha, típico en mí, y abro la heladera para sacar la botella que hace semanas guardo para una ocasión especial. «Bien, hoy es tu día de suerte», le comunico al tentador chardonnay mientras observo su etiqueta, la que, al salir de la guarida helada, comienza a sudar. Lo descorcho y disfruto del sonido, hundiéndome en el perfume a fruta fresca que sale de su interior; voy por una copa. Comienzo, como en un ritual, a servirlo lento, dejo que se airee en ese recorrido y percibo el aroma que el roble impregnó durante su añejamiento. Es tan sensual ver como el líquido va cubriendo cada centímetro, cada milímetro, sin dejar ningún espacio vacío. Lo lleno sin derramar ni una sola gota. Aspiro y cierro los ojos al deducir que sería un crimen corromperlo con hielo, y bebo despacio para sentir como cubre mi boca por completo. Apago con su frescura el fuego de mi lengua y tiro hacia atrás la cabeza para que la caída por mi garganta sea natural, sublime, como una cascada de placer hacia mis entrañas. Abro los ojos, miro la copa, hago una pequeña reverencia y susurro: «Con tu permiso, querida…». Le doy otro sorbo y continúo. «Te lo quitaré todo, poco a poco será sólo mío». Una sonrisa de triunfo se dibuja en mi rostro y, girando, vuelvo a la sala. Los primeros rayos de sol se filtran a través de las cortinas. Dejo la copa sobre el escritorio y voy hacia la ventana, quiero sentir su tibieza en mi cuerpo. Corro la tela, y la brisa matinal le gana de mano y hace que un escalofrío ponga mi piel de gallina. Estoy descalza, solo llevo una musculosa (la preferida de las polillas a juzgar por los huecos que tiene) y un culote a modo de pijama. Me asomo al sacar parte de mi torso al exterior y miro hacia el cielo en busca de la ventisca que no quiere entrar; luego, hacia abajo, veo la calle casi desierta. Pero… qué mierda, doy un salto hacia el interior, asustada. Tomo aire y me asomo de nuevo, vencida por la curiosidad. Ahí, sobre la cornisa, junto a mi ventana, un hombre semidesnudo, con la espalda pegada a la pared, me mira y simula un gesto raro con su boca, como el puchero que hace un niño a punto de llorar. Cuando estoy por preguntarle qué hace allí, pone el dedo índice sobre sus labios y pide silencio. No sé por qué, pero le obedezco cerrando mi boca. Camina de costado dos pasos hasta mí e intenta no dejar caer la ropa que lleva hecha un bollo abrazada a uno de sus costados.

—¿Me permitirá ingresar o tendré que saltar los tres pisos hasta la acera? —reclama con su rostro a dos centímetros del mío.

No consigo hablar. En su lugar, me hago a un lado y dejo que entre a mi departamento. Debo de estar totalmente loca al permitir que un desconocido, vestido sólo con un bóxer, se meta a mi casa y de esa forma. Lo pienso y reacciono saliendo de mi letargo.

—¿Siempre entrás por las ventanas a los domicilios ajenos? —¡Mierda!…, qué pregunta estúpida acabo de hacerle, y, al ver su expresión, creo que opina lo mismo. Me mira serio.

—No…, sólo cuando algún marido celoso llega antes de lo anunciado.

—¡Ah! O sea que… —Cierro la boca antes de largar otra gansada. Bajo la vista e, instintivamente, miro hacia su entre pierna, creo que el «cornudo» llegó mucho antes de lo previsto, ya que «eso» que tiene ahí está listo para entrar en combate.

—¿Perdón? —pregunta al levantar las cejas e inclinar levemente la cabeza para buscar mi mirada.

¡Carajo! Debo de estar roja como un tomate, mi cara está hirviendo.

—Lo siento…, es que… Bueno, convengamos que esto no es normal —explico con los brazos en jarra y llena de coraje.

—¿Qué es lo que no es normal? ¿Entrar en propiedades por las ventanas… o lo que estaba mirando absorta? —me contesta el muy descarado. Y sin darme tiempo a réplica, agrega—: Porque si se refiere a lo primero, suelo hacerlo bastante seguido. Y si es por lo segundo, no crea…, es bastante normal. Me defiendo bien, digamos.

Ahora sí que me jodió. Este es un chanta de aquellos, uno de esos que anda de cama en cama sin querer asumir ningún compromiso, buscando sólo pasarla bien y… Me detengo al darme cuenta de que es prácticamente lo que he estado haciendo yo misma durante los últimos meses. Salvando las diferencias, claro.

—No seas idiota, lo digo por lo primero; lo segundo guardatelo para alimentar tu ego machista.

—Al parecer, le llamó más la atención mi ego que la forma de entrar a su departamento —remata el caradura.

Sin decir nada más, estoy a punto de caminar hacia la puerta para pedirle que se retire cuando lo veo dejar, muy campante, su ropa sobre el escritorio. Mira la pantalla del ordenador y busca algo en su camisa.

—¿Escribe? —pregunta mientras saca una cigarrera de metal del bolsillo.

¿Por qué me trata de usted? ¿Es del medioevo, acaso?

—Le pregunté si escribe —insiste.

Me adelanto hacia él y cierro la máquina con un movimiento un tanto compulsivo. Pero ¿qué se ha creído este imbécil…, que va a andar husmeando mis cosas además de pasearse como Juan por su casa, casi desnudo? Y, y… ¿ahora qué mierda hace?

—Ey, nene, ¿a dónde vas?

—Voy por fuego —me contesta de espaldas al levantar un cigarro y exhibirlo como un trofeo.

Lo sigo dando zancadas. Estoy tan enojada que creo que me saldrá humo por la nariz.

—Sshhh, sshhh, ey, ey, ey… ¿Quién te dijo que podías fumar en mi casa? —No contesta, solo sigue caminando rumbo a la cocina—. ¡Pará, nene! ¿Qué sabés dónde hay fósforos?

Él, muy seguro, se detiene en el umbral, gira y me contesta con ese modo que ya me está rompiendo las pelotas que no tengo.

—Simple: es igual al departamento de al lado, aunque bastante más desordenado.

¿Qué? ¡Ya es el colmo! ¡Encima, me critica!

—Mirá, ya te salvé de que te quebraras en pedacitos muy pequeños si saltabas desde el tercer piso, ahora, ¿te podés ir? ¡Y por la puerta, como la gente normal, por favor! —le grito al quitarle los cerillos de la mano. Me mira, niega con la cabeza, camina hacia el calefón y logra lo que buscaba: prender su maldito mini habano—. No me obligues a… —Sin dejar que termine, me lanza una bocanada de humo a la cara. La manera en que lo hace, sumado al aroma dulce que me envuelve, me deja sin palabras.

—¿Obligarla a qué? —Pregunta que corona con ese gesto raro en sus labios. Gira y sale de la cocina llevándose el cigarro a la boca.

«Vamos, tranquila…, pensá, analizá», me ordeno a mí misma al practicar una especie de ejercicio de control mental, el que se va al demonio cuando concluyo en que lo que debo hacer es sacarlo a empujones de mi casa o llamar a la polic

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