¡Manos arriba! (Enredos con la ley 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

manos_arriba-2

Capítulo 1

—O sea, que lo mejor para los desengaños es tirarme a un desconocido un sábado por la noche con una copa de más, ¿no? —Aitana intentaba hacerse oír por encima de la música pero sin que las escucharan los de la mesa de al lado.

—¡Exacto!

Isabel, amiga desde la facultad de Medicina y de las pocas personas con las que no había perdido el contacto al marcharse de Valencia diez años antes, la había invitado a ir «de fiesta, por los viejos tiempos» a los dos días de regresar a su ciudad natal. Habían sido tremendas durante sus salidas universitarias.

—¿Y le pregunto cómo se llama?, ¿o no es necesario? —le siguió la broma, porque esperaba que estuviera de cachondeo y no hablando en serio.

—Si quieres, hazlo, ¡pero no le digas tu nombre! Ni lo lleves a tu casa, tampoco.

«Eso seguro», corroboró, dado que todavía no había acabado de instalarse. Una empresa de mudanza había llevado los muebles y cajas llenas de objetos y ropa, pero aún había muchas cosas que colocar, y más todavía de las que deshacerse.

—¿Qué tiene de malo mi nombre? Después de treinta y ocho años le he cogido cariño. Y Aitana es una sierra preciosa, además.

—Ni nombre ni dirección, hazme caso. Cuando entres en su casa envíame la ubicación para que sepa dónde estás. Y que no se te olvide avisarme al salir. ¿O eres de las que se queda a dormir? —¿A dormir con un desconocido sin tener ni siquiera una muda para ducharse a la mañana siguiente? Antes muerta—. No me pongas esa cara, no puedes haber olvidado todo lo que te enseñé. En fin, si a las once de la mañana no tengo noticias tuyas sabré dónde comenzar a buscar, al menos.

Aquella conversación se estaba poniendo demasiado seria.

—Isa, no flotes. ¿Acaso tú te has acostado alguna vez con un completo desconocido?

Sacudió la otra la mano izquierda, como restándole importancia a su inexperiencia, mientras con la derecha cogía su mojito y le daba un sorbo.

—¡No, claro que no!, pero yo soy médico, estoy en urgencias. No te imaginas lo que me encuentro los sábados y los domingos por la mañana si estoy de guardia. Se te van las ganas de tener sexo anónimo.

La tranquilizó saber que, a pesar de todas las locuras de juventud, su compañera de correrías seguía siendo prudente.

Le respondió con la misma cantinela:

—Pues si tú ves cosas de escándalo en urgencias, ¡imagina lo que me puedo encontrar yo!, que soy médico forense —fue su réplica medio en broma medio en serio.

Su amiga casi escupió su trago.

—Eres una cortarrollos, Aitana. ¿Qué probabilidades hay de que te maten por ir a pegar un polvo con un desconocido?

—Desconozco las estadísticas de aquí —encogió el hombro derecho—, pero te aseguro que a nivel nacional no son alentadoras. De todas formas, no hay que ser un genio de las matemáticas para saber que solo necesitas una vez para que ocurra. Es como lo de coger una enfermedad de transmisión sexual o quedarse embarazada.

Isabel se levantó, seria.

—Con esa actitud morirás sin volver a follar, lo sabes ¿verdad? —Rieron las dos—. Voy a la barra a por otro par. ¿Era Tankeray con Fever-Tree?

—Tankeray Rangpur con Fever-Tree —especificó.

Ambas tenían gustos caros cuyas nóminas no podían cubrir. Y también padres con dinero. El ático al que Aitana se había trasladado, en una calle peatonal al lado de la Bolsa de Valencia, fue de su abuela. Su familia lo había reformado tres años antes, cuando aquella murió. También el coche que llevaba estaba por encima de sus posibilidades: fueron sus padres quienes se lo compraron cuando tuvo un accidente de coche leve, argumentando que con un todoterreno como aquel no habría sufrido ni un rasguño y que hacía demasiada carretera, yendo y viniendo desde Salamanca tan a menudo. Habían pasado siete meses desde aquello. Ya había pedido el traslado al Ministerio del Interior cuatro meses antes, al romper con Carlos, y, por fin, le habían concedido Valencia.

Habría quien se avergonzaría de su dinero o quien, por el contrario, presumiría; ella simplemente agradecía haber nacido en el seno de una familia adinerada que le había permitido estudiar lo que quiso y, sobre todo, no haber tenido que compartir piso durante la residencia.

Apuró de un trago largo su gin-tonic y lo dejó en la mesa, volviéndose a otear la pista. La alegre salsa sonaba en el local y un montón de parejas se movían a su son. Bailaban bien, era un lugar habitual para sociales[1]. Había tomado clases de salsa, bachata y kizomba con Carlos, prescripción de su terapeuta de parejas para intentar salvar una relación que se hundía inexorablemente. No funcionó, pero le cogió el gusto al estilo. Adoraba bailar, había hecho años de ballet de niña. Para su suerte, Isabel compartía su afición, había ido a una academia en la ciudad y era quien había elegido dónde ir esa noche.

Regresó su amiga con sendas copas.

—Deberíamos entrar allí. —Señaló el centro de la discoteca—. Hemos venido a eso, ¿no?

—Primero bebamos y elijamos víctima —bromeó una vez más, guiñándole el ojo.

Después de diez minutos alguien en la pista llamó su atención. Sonaba una bachata y un hombre bailaba con una chica inexperta, a juzgar por la inseguridad de sus movimientos. Observó con más atención: era él quien le hacía los adornos, le llevaba los brazos e, incluso, rotaba su cintura en los momentos lentos. Ella se limitaba a hacer el paso básico y dejarse llevar, o lo intentaba.

«He ahí un tío que sabe moverse», reconoció para sí. Estaba convencida de que podría hacer bailar a un palo.

Pasó toda la canción, cuya letra prefirió ignorar, fascinada viendo cómo la manejaba. En su mente imaginaba cómo hubiera ella ejecutado alguna figura o la corregía si erraba en el pie de salida. Le sorprendió la paciencia de él tanto como su habilidad para adaptarse a sus fallos.

En cuanto la canción terminó se dieron dos besos y se separaron, cada cual en busca de nueva compañía, ella con una sonrisa radiante. Que te hicieran bailar cuando no sabías era una experiencia reconfortante.

Vio alejarse unos hombros anchos, una espalda amplia y un trasero fantástico.

—Diría que ya has elegido, Aitana. Y está buenísimo, te lo reconozco.

Apartó la vista del cuerpazo de más de metro ochenta que se alejaba y se volvió a Isabel, asombrada.

—¿Lo has visto bailar?

—¿A quién, a Alberto? Un montón de veces, es un asiduo.

—¿Has bailado con él?

—Claro.

La miró con ojo crítico.

—¿No te lo habrás montado con él, por un casual?

Le molestaba pensarlo. No se acostaban con los ligues de la otra, era una norma que dejaron bien clara cuando comenzaron a salir juntas de marcha. Había hombres suficientes, no hacía falta darles pie a comparaciones y vaciladas de críos inmaduros.

—No, todo tuyo. —No es que fuera a acostarse con él, claro… o no de entrada… pero le encantó saber que no le estaba vetado—. Y deja de mirarlo como si fuera un bistec, al final se va a molestar.

Roja, giró la cabeza. En efecto, se lo estaba comiendo con los ojos.

—Tienes razón, pero… ¿tú lo has visto bien?

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos