Capítulo 1
Fulham Palace Road, Hammersmith, Londres
28 horas antes de La Afrenta
Mi prima Romi se casaba en Las Vegas y mi cibernovio estadounidense y acompañante en la ceremonia había desaparecido.
Llevaba tres días sin contestar a mis llamadas ni a mis mensajes, cuando su media en responder oscilaba entre los cuarenta y nueve segundos y las cinco horas. Se había borrado de la faz de la Tierra, esfumado, completamente volatilizado bajo la luz del sol, como el vampiro que a veces afirmaba que era. Si me repitiera ahora lo de sus ancestros valacos, yo le diría que es un gilipollas más que un descendiente de Vlad el Empalador.
Respiré hondo, agarré el asa de mi maleta negra y cerré con llave la puerta de mi piso en el barrio londinense de Hammersmith, dispuesta a dejar Inglaterra durante dos semanas, solo que con unas expectativas muy distintas a las que tenía cuando logré convencerme a mí misma de que este viaje era una buena idea.
El plan original para mis vacaciones era desplazarme hasta «la ciudad del pecado», encontrarme con mi prima y su novio turco, que volaban desde Madrid, asistir a su boda y conocer en persona a mi pareja virtual desde hacía casi ocho años, que vivía en Las Vegas.
Todo este enredo había surgido de un momento para otro, cuando Kerem, actor además de turco, aceptó un contrato para rodar una película en Estados Unidos. Romi, su estilista personal además de su novia, se marchaba a trabajar con él. Y la conclusión a la que habían llegado en sus cabezas trepanadas por el amor romantizado era que tenían que casarse en Las Vegas porque el destino lo había querido así y todas esas babosadas. A mí me recorrían los mismos escalofríos por el cuerpo que cuando veía una película de terror japonesa solo de pensar en el nudo corredizo que iban a echarse al cuello, pero Romi me distrajo de revelarle mis predicciones apocalípticas sobre su futuro matrimonial al proponerme ir con ellos. El razonamiento de mi prima era simple: Kerem y ella viajaban a Las Vegas. Mi novio estaba en Las Vegas. Por consiguiente, yo tenía que ir a Las Vegas.
El caso es que ya sé más que de sobra que seguir los procesos mentales de Romina suele acabar en tragedia, pero este me pareció tan sensato que me pilló con la guardia baja.
—Sammy, ¿no crees que va siendo hora de, no sé, verle a cara a D. T.? Y de palparle otras cosas después de ocho años… —me dijo una tarde mi prima en una de nuestras charlas por videoconferencia.
Mi primera reacción fue enseñarle el dedo corazón en una fluida peineta… Y la del día siguiente, también. Me encontraba muy a gusto con los 8400 kilómetros de tierra y océano que me separaban de mi pareja y no nos habíamos planteado ni siquiera coincidir en el mismo continente en un futuro cercano. Además, para mí no había supuesto un problema que jamás nos hubiéramos visto a través de una cámara, ya que ambos éramos bastante reservados en ese aspecto, y la diferencia de horarios y nuestros trabajos rara vez nos permitían conectarnos a la misma hora. Por no mencionar la especie de fobia que D. T. le tenía a ponerse delante de cámaras y espejos. En resumen, aunque tenía mis preferencias en cuanto a los hombres, el físico nunca me había importado en ninguna de mis relaciones, y esta no era distinta. Solo me fijaba en cosas como lo que sentía cuando pensaba en él o los gustos en los que coincidíamos (por ejemplo, el placer de grabar sicofonías cerca de cementerios).
Sin embargo, no podía callar a la vocecita (y no era una sicofonía) que me animaba a descubrir cómo era en carne y hueso la persona con la que había compartido tantos años de mi vida; sus gestos, su mirada, su olor… Con el enorme aliciente añadido de visitar Las Vegas.
Había llegado a un nivel de confianza bastante importante con mi novio, y eso, viniendo de alguien tan escéptico como yo respecto a los seres humanos, tenía más peso para mí que el romanticismo o la atracción sexual. Y estaba tan convencida de que a D. T. le pasaba lo mismo…
Nos habíamos conocido en un foro sobre crímenes sin resolver (otra de nuestras pasiones en común) hacía ocho años. Su nombre de usuario es Dark_and_Tasty666[1] y, cuando empezamos a «salir» online, decidí abreviarlo a D. T. Cuatro años después, me enteré de que se llamaba Wilbur, pero me entró por un oído y me salió por el otro, porque me lo pasé por el forro y seguí utilizando el diminutivo para dirigirme a él. No sé cómo no caí en lo mucho que «De Te» se acercaba a «jódete», que era lo que me estaba ocurriendo exactamente en ese momento. Joderme por el plantón que me había dado.
Había sido de lo más inesperado, ya que D. T. fingía muy bien, al parecer. Cuando por fin acepté los planes de Romi de tomarme unas vacaciones e ir a conocerlo a Estados Unidos y se lo conté a él, su voz al otro lado del Skype sonaba eufórica, casi como un grito. Y eso son palabras mayores, porque a él normalmente le gustaba susurrar, igual que cuando intentas apañártelas para comentar escenas de una película en el cine y que los que están a tu alrededor no te chisten o te tiren palomitas.
Contra toda normalidad, estuvimos colgados del teléfono casi todo el día. D. T. quería hacer decenas de planes (nocturnos, obviamente) e incluso se ofreció a ir a recogerme al aeropuerto encapuchado o lo que fuera necesario.
Esa fue la última vez que hablé con él. Luego cortó la comunicación por completo sin tan siquiera una despedida. Creo que habría preferido que el momento escapista cual Houdini hubiera llegado antes de crearme falsas ilusiones sobre citas góticas bajo la luna llena en el desierto de Mojave.
Setenta y dos horas después, D. T. todavía no tenía su propia entrada en el libro de agravios y aquello suponía una anomalía en mi modus operandi contra las decepciones. Pero, una vez que escribo un nombre en la lista jamás, repito, jamás lo tacho y cancelo a esa persona para siempre de mi vida, así que quería darle una última oportunidad en caso de que estuviera dispuesto a explicarse.
Eso si no estaba malherido a causa de una de las doscientas formas que mi imaginación fértil y regada con programas sobre maneras absurdas de morir había fabricado sin mi permiso, y que me tenía muy preocupada.
Aunque, lo más probable era que me hubiera dejado en lugar de haberse roto la crisma al escurrirse con la cáscara de un plátano y golpearse con el pico de la videoconsola con la que jugaba al Castlevania al caer. Por eso, y si he de ser sincera, mi motivación más ardiente para viajar a Las Vegas consistía en dar con él y que tuviera las narices de romper en persona.
Ya estaba en el ascensor cuando me vibró el móvil.
No podía ser Romi. Kerem y ella habían salido antes porque les esperaban más de quince horas de vuelo y una escala, mientras que yo volaría cerca de once horas del tirón.
El misterio se desveló en cuanto saqué el aparatejo de mi bolso con forma de murciélago y leí el nombre en la pantalla.
Fridolina.
—Hola, mamá.
—Hola —me llegó la seca respuesta.
—¿Sigues enfadada porque el viaje a Las Vegas coincidiera con la convención de youtubers sénior en Edimburgo?
Sus primeros años como influencer habían sido duros, pero desde que se había mudado conmigo a Inglaterra le llovían las ofertas para trabajar como embajadora de empresas de viajes dirigidos a la tercera edad, audífonos, productos para dentaduras postizas, cremas que aliviaban dolores musculares y un largo etcétera de merchandising para yayos.
—Claro que sigo enfada, hija, y no se me va a pasar tan fácilmente.
—Ya sabes que Romi y Kerem empiezan el rodaje justo el día después de la boda. La agenda tan apretada que llevan no les dejaba otra opción.
—Bueno, el disgusto de la boda sí que se me ha pasado. Total, ya me la enseñaréis en vídeo. Lo que quería era la oportunidad de subir mi caché posando con Kerem Sunay en Las Vegas.
Me mordí el labio inferior, pintado de negro para ir a juego con el resto de mi persona (oscura por dentro y por fuera) y conté hasta cinco mentalmente.
Mi madre, que conocía bien la ira que se concentraba en mis silencios, intervino otra vez:
—En fin, te llamaba para avisarte de que ya estoy cómodamente instalada en casa de Cameron y a tiempo para la convención.
Cameron era su nuevo escarceo escocés. Mi prima Romi y yo nunca lo habíamos comentado en voz alta, pero estaba segura de que ni sumando los ligues que habíamos tenido entre las dos, superábamos a los de mi madre. Era una maestra de la seducción. Desde luego, la admiraba una barbaridad, pero tampoco estaba interesada en entrar en demasiados detalles o en que me diera ningún consejo porque, como ya he comentado, no me agrada especialmente el contacto físico con otros seres humanos y soy muy selectiva con el contacto emocional. Por eso estaba tan satisfecha con mi longeva relación internáutica… hasta que dejó de existir.
—Vale —respondí de forma mecánica, mientras intentaba girar el pomo del portal con la mano libre y el móvil enganchado entre la barbilla y el hombro.
—¿Has sabido algo de D. T.?
Casi me rebano un pecho al escapárseme la puerta de entre los dedos.
—¡Joder, qué susto! No —murmuré, con la situación ya controlada y a salvo de convertirme en una amazona—. Nada.
—¿Y sigues con la idea de ir a buscarle?
—Sí.
Había momentos en los que la locuacidad Avellaneda me invadía y otros en los que decir que era parca en palabras sería un eufemismo. En especial, cuando estaba cabreada.
Suspiré.
—Sí, mamá —repetí. Ella no tenía la culpa de mi mal humor—. Me acercaré a la única dirección suya que tengo.
D. T. se había puesto muy pesado con que me quedara con él en lugar de alojarme en el mismo hotel que habían reservado Romi y Kerem y me había mandado un correo con sus datos sin que yo se lo pidiera.
Para Samantha,
esta es mi dirección:
280 Pine Drive
Las Vegas, Nevada 89121
Te espero en casa después del anochecer.
Tu tenebrosa sombra por siempre,
D. T.
Y una leche mío por siempre. Menos mal que mi carácter y la experiencia que dan los años me hicieron mantenerme firme en mi decisión de reservar una habitación individual para mí o puede que hubiera tenido que buscar puentes bajo los que dormir en Las Vegas al aterrizar.
Pero no iba a dejar que las cosas quedasen así. Iba a presentarme en esa dirección lo antes posible, aunque las tres opciones más probables sobre lo que podría suceder eran las siguientes:
• Que las señas fueran falsas y acabase en un sex-shop o en un bar donde se fumasen canutos o alguna broma similar.
• Que no fuera la casa de D. T. y me abriera la puerta una ancianita que me amenazaría con llamar a la policía mientras me apuntaba con una escopeta recortada.
• Que D. T. me atrajese al interior de su morada para hacerme formar parte en algún ritual satánico relacionado con la sangre fresca.
A mis veinte años, habría accedido a participar en el ritual. Me habría parecido emocionante, incluso. Pero lo que haría ahora sería clavarle una de esas estacas que tanto le gustan en las pelotas.
Me obligué a no darle demasiadas vueltas al asunto y a prometerme a mí misma que, además de localizar a D. T., iba a disfrutar en la boda de mi prima y aprovechar mis merecidos días de descanso en Las Vegas.
—¿Llevas el spray de pimienta en el bolso por si acaso? —me estaba preguntando mi madre.
—Sí. Y la pulsera esa de los pinchos gordos.
Una de las muchas ventajas de mi estilismo gótico era que cargaba con un montón de cosas puntiagudas encima.
—Fantástico —aprobó—. Es mejor ir preparada. Hubiera preferido que Romi y Kerem te acompañasen a la casa de ese sinvergüenza, pero ya sé que eres muy tuya para esas cosas, hija. Si me quisieras escuchar, le dirías en este mismo instante a Kerem que te presentase a uno de sus amigos actores. Romi me hizo caso y mira cómo le ha ido con ese portento de hombre de melena salvaje y…
—Voy a subir al taxi y necesito las dos manos para poner el equipaje en el maletero. Te cuelgo, mamá.
—Adiós, cariño. Escríbeme de vez en cuando.
—Sí. Disfruta de la convención.
Obviamente, no había ningún taxi.
Solté aire por la nariz, eché un último vistazo a la animada calle y me dirigí a la parada del autobús que me llevaría al aeropuerto.
Tenía una sensación extraña. Algo cercano a un mal presentimiento, pero no iba a echarme atrás. Iba a la caza y captura de mi novio perdido, costara lo que costase.
Capítulo 2
Aeropuerto Internacional McCarran, Las Vegas
5 horas antes de La Afrenta
No cabía la menor duda de que estaba en Las Vegas, porque había máquinas tragaperras dispersas aquí y allá en los vestíbulos del aeropuerto, y solo en la ciudad del pecado podía ser lo más normal del mundo ponerte a echar una partida después de un viaje de medio siglo dentro una lata a doce mil metros de altura. Lata que, con mi cerca de metro setenta y ocho y asientos de gnomo, me había hecho sentir como una verdadera sardina. Una sardina gótica, eso sí.
Me dirigí a la oficina de cambio más próxima para que me dieran dólares por libras y me entró la tentación de meter una moneda en una de las máquinas, pero era más probable comenzar un camino hacia la ludopatía que hacerme millonaria y cumplir mis fantasías de adquirir una mansión victoriana en un bosque aislado y contratar detectives privados para hallar novios desaparecidos.
Eran las tres de la tarde, con treinta grados en el exterior, y Romi y Kerem tardarían casi otra hora en aterrizar, así que me dirigí a la parada de taxis para esperarlos en el hotel. Había sido bastante impresionante ver Las Vegas desde el cielo; una mole de hierro erguida en medio de la más absoluta nada del desierto, con todo su alrededor más seco que la mojama y falto de vida. Me conquistó esa máxima expresión de naturaleza muerta. Al llegar al Strip, sin embargo, todo cambió. La avenida era la arteria principal de la ciudad y su pulso latía igual que si bombeara músicos callejeros, turistas haciendo foto tras foto a hoteles de lujo (la mayoría inspirados en ciudades) y despedidas de soltera hasta donde alcanzaba la vista. Era deslumbrante, y eso que los neones todavía estaban apagados.
El taxista me dejó frente a la puerta de mi alojamiento, el Treasure Island. El exterior era de temática pirata, por lo que había un barco corsario de tamaño real a la izquierda de la entrada. El edificio de treinta y tres plantas, en cambio, tenía un parecido asombroso con uno de los complejos del juego de mesa Hotel, el Boomerang, con su forma curvada y un montón de ventanas sobre sencillo ladrillo.
Para llegar tanto a la recepción como a la zona de habitaciones, tenías que pasar por el casino impepinablemente (¡hola de nuevo, ludopatía!), pero casi ni me di cuenta, porque mi cabeza estaba enfocada en una nueva entrada que añadir al libro de agravios. El único momento en el que parpadeé para centrarme un poco en lo que me rodeaba fue cuando salí del ascensor para ir a mi cuarto en la vigésima sexta planta. El pasillo enmoquetado era interminable, con una atmósfera algo siniestra, y esperaba que en cualquier momento aparecieran dos niñas agarradas de la mano que me mirasen fijamente igual que en El resplandor.
La magia se desvaneció cuando entré en mi habitación, que era de lo más normal y corriente, así que no perdí el tiempo en abrir mi libro.
Yo le había respondido a Rupert que, quizá, ese funeral fuera el suyo, mientras hacía el gesto universal de rebanar cuellos pasándome el pulgar por la garganta, y el taxista había arrancado quemando rueda. Cerré el cuaderno con un suspiro satisfecho y me fui directa a la ducha.
Cuarenta y cinco minutos después, ya estaba delante del espejo de cuerpo entero que había junto a la entrada con la ropa que había elegido para la ceremonia de esa misma tarde. El bustier de tirantes negro me realzaba el pecho y conseguía que parecía más exuberante de lo que era en realidad, y el encaje tupido insinuaba mis curvas de forma elegante. Luego, pasé las manos por la suave tela de terciopelo, también negro, que se ceñía a mis caderas. La falda era una de mis prendas favoritas y caía hasta los pies con un corte que dejaba ver la pierna derecha hasta la rodilla. Daba un poco de calor, pero para ser gótica, a veces, hay que sufrir. Los únicos complementos que me había puesto eran una gargantilla del mismo terciopelo que la falda, un anillo de calavera, y unos pendientes con forma de lágrima.
Me peiné el flequillo ancho y, en lugar de la coleta que siempre solía llevar, me recogí el pelo oscuro en un moño alto. Para el maquillaje había utilizado una técnica de ahumado que me había enseñado mi prima Romi que agrandaba mis ojos color café. Rematé el conjunto con un pintalabios granate.
Ya solo me quedaba ponerme mis botas Demonia Charade 110. Me gusta pensar que sus creadores no habían logrado elegir con qué elementos diseñarlas y habían utilizado todos: plataforma, doce centímetros de tacón cuadrado, cremalleras, encaje, terciopelo, lazos como si fueran un corsé y cadenas.
Eran una jodida maravilla.
Únicamente las usaba en ocasiones especiales, en parte porque me habían costado riñón y medio y, en parte, porque con ellas rozaba el metro noventa y no siempre me encontraba con ganas de mirar por encima de las cabezas de los demás.
Justo había terminado de subirme la cremallera con cuidado de no quitarme el esmalte negro mate de las uñas, cuando mi móvil vibró con un mensaje de mi prima.
ROMI: Acabamos de entrar en la habitación del hotel. ¿Tú cómo vas, Sammy? ¿No te han dado ganas de subirte al galeón que hay en la entrada y aullar como si fueras una pirata atrapada en una maldición? Igual que en la peli esa de Jack Sparrow *emoticonos de unicornio, flamenca y calavera*
YO: Yo hago de pirata maldita si tú haces del mono espectral.
R: Vale, pero me tendrías que quitar los piojos.
Y: ¿Eso no lo hice ya en tercero de primaria?
Romi y yo podríamos pasarnos horas así. Era una de las ventajas de querernos como hermanas. E, igual que la noche y el día, no podíamos estar la una sin la otra.
Y: Ya estoy lista. ¿Necesitas ayuda con el traje de novia? Tengo preparadas las gafas de sol para que no me fundas las córneas con todo el brillo que vas a llevar puesto.
R: Me parto y me mondo. Ven ya, anda. Estamos en la 201.
En cinco minutos estaba llamando a la puerta. Me abrió Kerem, con el pelo largo todavía un poco húmedo de la ducha y una so