No te mentiría dos veces

Bethany Bells

Fragmento

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Prólogo

La expresión de Charles Carter no había cambiado desde la primera y última vez que Howard lo vio, cuatro años antes, cuando acompañó a Kira para presentarse y decirle que se iban a casar. Ella no quería ir, no era ningún secreto que odiaba a su padre, pero Howard insistió hasta salirse con la suya. Carter era una leyenda viviente, el atracador de bancos más osado de los últimos tiempos.

¿De qué le podía servir a uno tener un suegro famoso, si no lo conocía?

Además, en aquella época, Howard atesoraba grandes proyectos, grandes ideas, que podían haber fructificado hasta hacerle rico, solo con una pizca de colaboración por parte de ese hombre.

La publicidad, consideraba, era la publicidad. Daba igual si la fama venía de ser implacable y sanguinario, como la de Carter, convicto por veinticinco atracos a bancos y joyerías por todo el mundo, seis de ellos con víctimas y uno, el último, una auténtica masacre. Todo aquello levantaba morbo y servía perfectamente para sus fines: ganar dinero. Cuanto más, mejor.

Solo había que dar algunos toques a la historia, esas pinceladas maestras propias de los creativos como él, capaces de convertir al cruel ladrón en héroe astuto. Al fin y al cabo, nadie tenía en demasiada estima a los banqueros o los joyeros, y todo ciudadano de a pie guardaba en su interior la suficiente violencia reprimida como para alegrarse de que uno o dos de aquellos cabrones millonarios hubiesen muerto en el intento de proteger sus botines.

Eso, por no hablar de que, siempre que había veinte millones de euros perdidos por medio, se suscitaba mucha curiosidad. Carter podía haber sido apresado, juzgado y condenado, pero nadie había logrado arrancarle jamás el paradero de lo conseguido en su último robo, cuando, usando material de alta tecnología y un plan sumamente detallado, entró en la central del Banco AEB y dejó seca la caja fuerte.

El Banco AEB había quebrado a consecuencia de aquello, ya no existía, y Carter llevaba casi seis años en la cárcel, pagando los muchos delitos que tenía apuntados en su agenda, pero Howard dudaba de que nadie hubiese olvidado que, en algún lugar, esperaban pacientemente veinte millones de euros.

Qué genial noticia, qué campaña podría sacar de eso. Televisión, prensa, el contrato para el libro, la película…

Pero todo se vino al traste por culpa de aquel viejo canalla y la tonta de su hija. Cuatro años antes, Carter lo miró con algo cercano a la repugnancia y, antes de darles la espalda, le dijo a Kira que había heredado el gusto de su madre por los hombres. Una afirmación asombrosa que no se molestó en aclarar y que Kira tampoco pudo explicarle.

Charles Carter era Charles Carter, y con eso estaba dicho todo.

Maldito viejo… Habían pasado cuatro años, pero seguía exactamente igual. De hecho, dejó claro que la repugnancia continuaba desde el momento en que entró en la pequeña habitación de visitas de la cárcel, acompañado del guardia. Y, desde entonces, aquel imbécil no había abierto la boca.

Tampoco Howard lo hizo pero, para ser exactos, él no había provocado esa entrevista. Había sido Charles quien, para su sorpresa, le había llamado al móvil, tres días antes, insistiendo en que fuera a verlo. ¿Para qué? ¿Para poder darse el gusto de volver a mirarle así? ¡Por favor! ¡Si ya ni siquiera era el novio de Kira!

Howard examinó minuciosamente el rostro del hombre que hubiera podido ser su suegro. Los ojos pardos, la línea indómita de sus pobladas cejas, la nariz ganchuda que dibujaba su sombra sobre una mandíbula muy afilada, la línea cruel que formaban los labios. Tenía una cabeza desproporcionadamente grande respecto al resto del cuerpo, algo que no se había corregido ni siquiera a costa de engordar…

No era capaz de entender cómo un hombre semejante, feo en cuerpo y alma, había conseguido engendrar una mujer como Kira, tan hermosa y tan poco dada a la maldad, pese a su peculiar forma de vida.

El zumbido del aire acondicionado resultaba francamente molesto. Howard cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, considerando la idea de sentarse en una de las sillas. Puesto que Carter parecía dispuesto a permanecer de pie hasta el fin de los tiempos, decidió no hacerlo. Solo le faltaba situarse en una posición de inferioridad.

—¿Y bien? —preguntó por fin, seco, harto de semejante situación—. ¿Puedo saber para qué coño me has llamado?

Un destello de burla cruzó las pupilas de Carter.

—Para decirte que eres un puto maricón de mierda —le soltó. Antes de que Howard pudiera salir de su asombro, dio media vuelta, y se dirigió a la puerta por la que había entrado. El guardia miró a Howard tan sorprendido como él, pero se encogió de hombros y se lo llevó.

«Maldito imbécil». Si aquello le parecía divertido, solo podía ser porque estaba más loco de lo que pensaban.

Mascullando maldiciones, Howard salió a la calle. Era media mañana y hacía un calor bestial. «Y, ahora, ¿qué?» Había anulado dos citas para poder ir a ver a aquel majadero. No era que fuesen nada importante, dudaba que hubiese podido sacar nada en claro tras emplear ese mismo tiempo intentando vender al dueño de una pizzería de barrio las virtudes de la agencia de publicidad en la que trabajaba. Howard empezaba a desalentarse. Ese mes no había conseguido ningún cliente. Claro que él no era comercial, no lo llevaba en la sangre.

Él era publicista, un creativo, un manipulador de mentes a un nivel muy distinto. ¿Cómo demonios podría hacérselo entender a su jefe?

No, Richards estaba muy cómodo con la situación. Y después de saber que su sobrino terminaba ese mismo año la universidad, con lo que entraría a formar parte del equipo, la ansiada oportunidad se alejaba de Howard más que nunca.

Estaba claro que si continuaba en Richards’ Creative World terminaría sus días de comercial, o pobre como una rata. O ambas cosas, que al fin y al cabo no eran incompatibles. Y a él le gustaban los placeres de la vida, todos y cada uno, sin distinciones: mujeres guapas de piernas interminables, trajes caros y cocaína; una casa, lo más grande y luminosa posible; un descapotable rojo; el caviar, el champán, la langosta; vacaciones a todo tren en los rincones más selectos…

Se echó a reír.

Mirándolo bien, tampoco pedía nada del otro mundo y estaba dispuesto a dejarse la piel en el empeño. Sin embargo, pese a que estaba atrapado en un trabajo que odiaba, en el que desgastaba día tras día las suelas de los zapatos, apenas lograba reunir lo suficiente como para pagar los gastos de su minúsculo apartamento y comer a base de ofertas de supermercado.

Insertó la llave en la cerradura de su coche, un trasto que debería haberse jubilado diez años antes. Del interior salió una varada de aire caliente. Seguro que la tapicería de cuero falso abrasaba. «Mierda».

—¿Howard Davis? —dijo una voz a su lado.

Tomado por sorpresa, Howard dio un brinco y miró hacia la izquierda, donde descubrió a un tipo bajo y regordete, con una buena cantidad de pelo rubio ensortijado, que le sonreía de forma beatífica. Podía haber pasado por un querubín madurito pero, por desgracia para él, las entradas de su frente formaban dos ángulos muy pronunciados que le daban un aire diabólico y vol

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