Pack con Amor enmascarado y Besos en verso

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Prólogo

Londres, finales de abril de 1800

Conforme la conversación avanzaba, la desesperación de Sebastian iba en aumento. Se había reunido con su abogado para tratar el espinoso tema de lady Genoveva Sinclair, la joven dama a la que tutelaba.

Pocos caballeros tenían, contando solo veintidós años, una pupila de dieciocho a su cargo. Tampoco era frecuente, después de todo, heredar un condado próspero tan temprano, pero la muerte de sus padres, tres años antes, lo había precipitado a la vida adulta sin estar preparado, forzándolo a dejar la universidad aun sin completar sus materias y encerrarse en Lancashire para aprender a ser un noble con un amplio patrimonio y responsabilidades políticas y familiares.

—Es unas situación complicada, Hentley —le decía el licenciado—. Los Sinclair eligieron al anterior conde como padrino de lady Genoveva y el marqués explicitó en su testamento, además, que, en caso de que algo les ocurriese, fuera él quien se hiciera cargo de la joven hasta que esta contrajese matrimonio. Al morir los cuatro juntos en aquel terrible incidente en… —dudó.

—Sierra Morena, Córdoba —acabó Sebastian por él, con voz hueca—. La marquesa era española e iban a pasar el invierno en la finca de su familia, buscando un clima más cálido dado el reuma que mi madre padecía. Los atracaron en uno de los desfiladeros.

—Exacto. La cuestión es que todos ellos perecieron a la vez. El heredero de Sinclair quedó, desde luego, encantado: heredaba un marquesado de un pariente lejano al que apenas conocía y se deshacía, al mismo tiempo, de la responsabilidad de la chiquilla. —En realidad no era una chiquilla, tenía quince años entonces, pero el conde se abstuvo de hacérselo notar—. Así que no impugnó la tutoría y te la cedió a ti, como legado de tu padre. Dado que tú no opusiste resistencia alguna, se entendió que aceptabas y así quedó acordado. La dote ya estaba consignada, se te cedió y…

Se permitió dejar de escuchar durante unos segundos. La notica de la muerte de sus padres lo devastó; todavía recordaba la sensación de desgracia que se cernió sobre él durante meses y que tuvo que ocultar a todos. Se encontró solo, al frente de muchísimos compromisos para los que apenas lo habían instruido y con varias mujeres a su cargo, dos de ellas bajo su mismo techo: su hermana Helena, que tenía entonces diez años, y Veva. Recordaba el momento en que la joven llegó a la finca. La esperaba, junto con todo el servicio, en la entrada principal; deseaba que sintiera que llegaba al que iba a ser su hogar, no quería que se creyera una carga. La conocía desde siempre y, aunque en los últimos años apenas la había visto, recordaba bien a aquella joven alegre de cabellos negros y ojos grises de carácter alegre y bullicioso que lo perseguía a todas partes cada verano. Sin embargo, del carruaje bajó una dama triste, apagada, tan delgada que parecía enferma. Veva no tenía una gran relación con su padre, Sinclair era un hombre estricto, pero sí con su madre, una dama cariñosa y muy atenta. Si para Sebastian la muerte de sus padres había significado un antes y un después en su existencia, la sensación que se llevó fue que, para Veva, la vida había acabado entonces.

Costó un año que se recuperara y volviera a ser ella, ¡y vaya si regresó! La casa se llenó de júbilo, las cuadras de una magnífica yeguada y en el condado todos hablaban de la traviesa española.

Durante dos años fue viéndola hacerse mujer y sus sentimientos comenzaron a cambiar, así que diez meses antes de debutar la había enviado a un internado en Suiza para que la pulieran, alejándola de sí, y se había dedicado a alternar él de cama en cama, tratando de olvidar la risa de Veva.

Pero había vuelto de Ginebra transformada. Su cuerpo había acabado de formarse, y sus modales, de perfilarse. Todos los hombres iban a quedar cautivados, tanto como él lo estaba ya.

Genoveva Sinclair se había convertido de manera definitiva en su infierno personal.

—¿Milord?

Levantó la vista. El letrado le estaba inquiriendo algo.

—¿Qué? —la pregunta sonó a disculpa.

—Le decía que he hecho efectivas las inversiones que componen la dote de lady Genoveva, una cifra que supera las diez mil libras, y he mandado preparar la casa que su madre le cedió en Córdoba, por si desea acudir allí en su viaje de novios.

«Viaje de novios». Veva iba a casarse y tendría que dejarla marchar. Sintió que las paredes se cernían sobre él y que el techo se le caía encima.

—¿Hay alguna estipulación sobre el tipo de esposo que su padre tenía en mente?

—Ninguna.

—Me dan ganas de casarme yo con ella y evitar toda esta situación.

Podía parecer una queja, pero era una frase calculada, una que había preparado durante días, desde que pidiera cita en la oficina de sus abogados.

—¡Eso no es posible, milord! —se soliviantó el jurista.

Lo miró con fingida extrañeza.

—Creí que no había ninguna limitación en su matrimonio.

—Y no la hay, la joven podrá casarse con quien quiera siempre que vos deis vuestra bendición. Por eso mismo no podéis ser el novio, porque os erigieron para protegerla y, por tanto, quien tendrá la última palabra sobre sus nupcias. Se diría que os estáis apropiando de su dote. A efectos legales sería casi como casaros con vuestra hija, además.

Magnífico, no solo era un excéntrico por desearla, sino que se convertiría en un ladrón de fortunas ajenas y en una especie de perturbado.

—Solo bromeaba —zanjó el tema.

—No me cabe duda, como sé también que elegiréis para ella al mejor de los candidatos.

—Así será.

Y cuanto antes lo hiciera y más lejos la enviase, mejor.

***

Aquella noche Veva era incapaz de dormir, así que, cansada de dar vueltas en la cama, subió hasta la buhardilla, abrió la claraboya del techo y, ayudada por las estanterías, trepó hasta el tragaluz y de allí salió al tejado. Le encantaban las alturas, la hacían sentirse dueña de lo que veía, por encima de todo. Había pasado mucho tiempo en las ramas de un tejo centenario en Lancaster, en la finca de los Hentley, tras la muerte de sus padres, hasta que sintió que recuperaba el control de su vida.

Esa noche habían vuelto a robárselo. Sebastian la había llamado a su despacho para explicarle los términos de su debut y de su dote y para hablar de sus expectativas. Era una boba, una boba que se merecía tener el corazón hecho añicos por enamorarse de un idiota como él.

Cuando había comenzado a hablarle de la necesidad de casarse, creyó que se refería a él más que a ella y que se arrodillaría allí mismo y le pediría que fuera su esposa. Tanto, que se había sentido mareada y su corazón casi le rompe una costilla, tan fuerte y rápido había comenzado a latir. Pero no; era ella, claro, quien había de desposarse. Le había hecho una lista de los lores más convenientes y, con voz hastiada, le había aconsejado cómo manejarse con ellos.

Una lágrima cayó por su mejilla. Por una vez, la dejó rodar. Detestaba llorar, pero esa noche volvería a quedarse sola. Tal vez no de facto, pero era cuestión de semanas que fuera entregada a un descon

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