Rumbo a ti

Beth O'Leary

Fragmento

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Dylan

 

 

 

 

Lo que quiero decir es que el camino de la amistad nunca ha sido fácil —me dice Marcus mientras juguetea con el cinturón de seguridad.

Esta es la primera vez que me pide disculpas en serio y, por ahora, lleva seis clichés, dos referencias literarias mal citadas y cero contacto visual. Es cierto que ha pronunciado la palabra «perdón», pero precedida por «No se me da muy bien pedir», lo cual ha menoscabado un poco su sinceridad.

Cambio de marcha.

—¿No es «el camino del verdadero amor» lo que nunca ha sido fácil? De Sueño de una noche de verano, creo recordar.

Estamos al lado del Tesco que abre veinticuatro horas. Son las cuatro y media de la mañana y está oscuro como boca de lobo, pero la luz tenue y amarillenta del supermercado ilumina a las tres personas que van en el coche de delante como si las estuvieran apuntando con un foco. Vamos pegados a ellas, adaptándonos todos al ritmo lento y traqueteante del camión que va al frente.

Por una fracción de segundo veo la cara de la conductora en el espejo retrovisor. Me recuerda a Addie. Si piensas demasiado en alguien, acabas viéndolo en todas partes.

Marcus resopla.

—Te estoy hablando de mis sentimientos, Dylan. Esto es una agonía. Por favor, saca la cabeza del culo de una puta vez y préstame atención.

Sonrío.

—Vale. Soy todo oídos.

Sigo avanzando y paso por delante de la panadería. Los ojos de la conductora que va delante vuelven a iluminarse en el espejo y veo unas cejas ligeramente levantadas tras unas gafas cuadradas.

—Como iba diciendo, sé que hemos pasado por algunos baches, que no he hecho las cosas bien y que… lamento que haya sido así.

Es increíble que se meta en esos enredos lingüísticos para evitar un simple «Lo siento». Guardo silencio. Marcus tose mientras sigue jugueteando con las manos, y estoy a punto de apiadarme de él y de decirle que no pasa nada, que no tiene por qué decirlo si no está preparado, pero, mientras pasamos lentamente por delante de la casa de apuestas, un nuevo destello ilumina el coche que va delante y me olvido de Marcus. La conductora ha bajado la ventanilla, ha sacado un brazo y se ha agarrado al techo del coche. Tiene la muñeca llena de pulseras que emiten un brillo entre rojizo y plateado bajo la luz de los faros de nuestro vehículo. Ese gesto me resulta dolorosamente familiar: el brazo, delgado y pálido; su seguridad, y esas pulseras, esas cuentas redondas e infantiles amontonadas alrededor de la muñeca. Las reconocería en cualquier sitio. Mi corazón trastabilla como si me hubiera saltado un escalón, porque es ella, es Addie, y sus ojos se encuentran con los míos en el espejo retrovisor.

Entonces Marcus da un grito.

Acaba de chillar horrorizado de forma similar al pasar por delante de un anuncio de rollitos de salchicha veganos de Greggs, así que no reacciono tan rápido como probablemente lo hubiera hecho en otras circunstancias cuando el coche de delante frena de repente. No he podido pisar el freno del Mercedes de setenta mil libras del padre de Marcus y tengo el tiempo justo para lamentarlo.

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Addie

 

 

 

 

PUM.

Mi cabeza se proyecta hacia delante tan rápido que mis gafas salen despedidas por detrás de las orejas y vuelan sobre el reposacabezas. Alguien grita: «¡Ay, joder!». Me duele muchísimo el cuello y lo único que pienso es: «Madre mía, ¿qué he hecho? ¿He chocado con algo?».

—La hemos cagado —declara Deb, a mi lado—. ¿Estás bien?

Busco a tientas las gafas. Obviamente, no están donde deberían.

—¿Qué leches ha pasado? —pregunto.

Poso las manos temblorosas en el volante, luego en el freno de mano y después en el espejo retrovisor. Intento ubicarme.

Lo veo por el espejo. Un poco borroso, sin las gafas. Un poco irreal. Pero es él, sin duda. Me resulta tan familiar que, por un momento, me siento como si estuviera observando mi propio reflejo. De repente, me empieza a latir el corazón como si necesitara más espacio.

Deb está saliendo del coche. Delante de nosotros, el camión de la basura vuelve a arrancar y sus faros iluminan la cola del zorro que le ha hecho frenar. Este va paseando tranquilamente hasta la acera. Poco a poco, las piezas de lo sucedido empiezan a encajar: el camión frena por culpa del zorro, yo freno por culpa del camión, y él, que va detrás de mí, no. Conclusión: PUM.

Lo miro por el retrovisor; él sigue observándome. Es como si todo se ralentizara, enmudeciera o se difuminara, como si alguien hubiera bajado la intensidad del mundo entero.

Hace veinte meses que no veo a Dylan. Debería haber cambiado más. El resto lo ha hecho. Pero incluso desde aquí, hasta en la penumbra, reconozco perfectamente la forma de su nariz, sus pestañas largas y sus ojos verdes amarillentos, como de piel de serpiente. Sé que esos ojos estarán tan abiertos y conmocionados como cuando me dejó.

—Vaya —dice mi hermana—. Parece que el Mini se ha portado bien.

El Mini. El coche. Regreso de golpe a la realidad y me desabrocho el cinturón de seguridad. Al tercer intento. Me tiemblan las manos. Cuando vuelvo a mirar por el retrovisor, centro los ojos en el primer plano en lugar de en el fondo y veo a Rodney agazapado en el asiento de atrás con las manos sobre la cabeza y la nariz rozando las rodillas.

Mierda. Me había olvidado por completo de Rodney.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Addie, ¿te encuentras bien? —me pregunta al mismo tiempo Deb, que asoma la cabeza por la ventanilla y hace una mueca de dolor.

—¿A ti también te duele el cuello?

—Sí —contesto, porque en cuanto me lo pregunta me doy cuenta de que así es, y un montón.

—Caray —dice Rodney, abandonando poco a poco la posición de impacto—. ¿Qué ha pasado?

Rodney escribió ayer en el grupo

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