La casa del faro

Ana García

Fragmento

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Prefacio

Providence, Rhode Island

Ayla llegaba a su apartamento agotada y deseando no saber más del mundo que la rodeaba hasta el día siguiente. En aquellos momentos se le antojaba una copa de vino tinto, tirarse en el sofá y no realizar ninguna otra actividad más que disfrutar del líquido de los dioses.

Nada más llegar a su hogar, se descalzó las preciosas sandalias negras con agujetas cruzadas Versace; eran hermosas, pero le dolían los pies y necesitaba arrojarlas a cualquier sitio.

Experimentó una intensa sensación de alivio cuando sus descalzas plantas tocaron la frialdad de la madera del suelo. Aquel día había sido exhaustivo, y no había habido oportunidad para sentarse un rato, lo cual la había hecho arrepentirse a cada segundo ante la decisión que había tomado de llevar aquellos zapatos al trabajo.

Podría jurarse no volver a hacerlo, pero sería imposible. Adoraba verse elegante en la oficina, llamar la atención con sus ropas de diseñador y no toleraba la imperfección, mucho menos en ella, así que seguiría sufriendo con los tacones de aguja de diez centímetros hasta que ya no pudiera más.

Fue directo a la cocina para servirse su copa de vino y prepararse la cena. No había quedado con nadie para salir a cenar porque no tenía los ánimos necesarios de poner buena cara y mantener una conversación desenfadada. Sí, deseaba sentarse con alguien y contarle acerca de su día, desahogarse y despotricar, pero no tenía a nadie con quien hacerlo y prefería cerrar la boca para no fastidiar con sus asuntos a terceros.

Había días en los que lamentaba haber seguido, al igual que su hermano, los pasos de su padre y no haber optado por ser una reconocida autora de novela romántica, como soñaba cuando era muy joven. Pero no, ella fantaseaba con llevar a los tipos malos tras las rejas, como lo había hecho su padre montones de veces; sin embargo, los malos siempre iban un nivel por arriba de ella. Tanto su padre como Garrett tenían enemigos, muchos enemigos, y ella no deseaba tener la misma suerte.

Llegó a la cocina, sin embargo, experimentó una extraña sensación que la hizo detenerse cuando estaba a mitad de la estancia, mirando al frente, hacia la ventana abierta que daba directo a la calle.

La fresca brisa salada de la otoñal noche se colaba entre las ligeras cortinas color lavanda, llenando la habitación con el salobre olor de afuera. Ayla no recordaba haber dejado la ventana abierta. En realidad, jamás lo hacía por el temor a que, al vivir en el tercer piso de un edificio de apartamentos, alguien se colara en su casa.

No abrigaba la plena confianza de dejar las ventanas abiertas mientras no se encontraba. Su padre le había enseñado desde muy joven a desconfiar de las personas, y siempre ponía en práctica cada uno de sus consejos, los cuales le funcionaban de maravilla en el día a día.

Quizás se había olvidado de cerrarlas porque llevaba mucha prisa por salir directo al trabajo, por ende, no había puesto atención al respecto, y fue a cerrarlas sin hacer ningún drama. Después, se dirigió a la alacena para alcanzar una delicada copa transparente de forma romboidal y, a continuación, guio sus pasos directo al frigorífico para sacar la botella de vino tinto que guardaba.

Cuando llegaba a casa, se bebía una copa, fastidiada tras un arduo día de trabajo, y volvía a relajarse, sacudiéndose las preocupaciones y los malos ratos. Aquel día lo consideró en especial nefasto en comparación con el resto de esa semana; quizás se debía a que había estado en el mismo sitio que uno de los hombres más problemáticos que había tratado desde los inicios de su carrera.

Pensar en el cliente del que su padre llevaba el caso más extraño y pesado desde que tenía memoria le provocaba un extraño sentimiento de desazón, ya que el hombre en cuestión, y en términos «educados y amables», había amenazado a su progenitor si no lo libraba de ir a prisión con cadena perpetua, como todos pronosticaban que sería su caso.

Su padre no se explayaba mucho con el tema; si ella preguntaba, evadía esas cuestiones y mejor cambiaba de tema. Ayla lo dejaba pasar porque no deseaba incomodarlo con sus indiscreciones, pero había algo turbio en aquel caso que no la terminaba de convencer.

«Quizás juzgas demasiado a las personas», se reprendió al tiempo que descorchaba la botella y servía el granate líquido en la copa de delicado cristal. «O quizás estás paranoica por las recientes noticias televisivas que has visto y no te ayudan en absoluto», insistió su mente mientras llenaba casi hasta el tope la copa con el vino.

—Como sea —masculló. Cerró la botella y la regresó a su sitio en la nevera. Sin embargo, se frenó en seco al darse cuenta de la cuestión que no encajaba ahí, debido a que ella no había probado bocado del pastel de queso que Shona, la mujer de su padre, le había obsequiado la noche anterior cuando los había acompañado a cenar—. ¿Qué rayos...?

Cogió el envase plástico, donde a leguas se veía como si alguien le hubiera metido la cuchara y hubiera dado cuenta de un buen bocado, y ella no había sido. Al instante, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, erizándole la piel en el acto y provocándole un indescriptible sentimiento de pánico.

Por mero instinto giró en redondo hacia la ventana cerrada, cuyas cortinas habían ondeado hacía unos momentos con la brisa que soplaba, y trató de ver más allá de esas, más a fondo en la oscuridad de la noche, pero de igual manera rogando al cielo no llevarse ninguna desagradable sorpresa.

No quería tener malos pensamientos, no deseaba que su imaginación vagara más allá de los límites permitidos al encontrarse sola en su apartamento. De vez en cuando podía llegar a ser una persona nerviosa, así como valiente, y en esa ocasión los sucesos de los últimos días, que habían acaparado los canales de noticias, inundaban sus pensamientos.

No era para menos si algunas personas en Providence habían sido perturbadas en sus propias residencias y otras tanto, atacadas por alguien que no se daba a ver, que jugaba con sus víctimas al extremo de hacerles creer que continuaba acechando desde cada rincón de sus casas.

Había visto los noticieros y los testimonios que dieron diversas personas, con los ojos abiertos de par en par, vagando sus miradas por doquier en busca de ese alguien que los acechaba entre las sombras, mientras sus declaraciones quedaban grabadas para posteridad. Se consideraban afortunados porque solo habían sido molestados y no lastimados como a algunos otros así les había ocurrido.

Y hasta el momento, nadie lograba identificar al agresor, porque parecía como si hubiera salido de la nada y de igual manera se escurriera entre las sombras, desde donde podía acechar tranquilo, sin descubrirse, e infundir pánico entre los residentes de aquella ciudad.

Ayla sacudió la cabeza, desechando tales pensamientos y cuestionándose si no estaría padeciendo de alzhéimer a sus treinta y cuatro años. A fin de cuentas, nunca se era demasiado joven o viejo para olvidarse de todo. Pero ella estaba en su plena facultad mental y también muy segura de que no había comido pastel de queso desde que Shona se lo había regalado, ni mucho menos Corey, su prometido, quien estaba bajo una estricta dieta libre de azúcares. Por tanto, ¿quién ha

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