Sí, quiero (Enredados 1)

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

—Va a ser una noche inolvidable… Nuestros destinos quedarán unidos para siempre… ¿No es emocionante? Os espero, a las tres, vestidas de blanco, no lo olvidéis —les había recordado Beth.

Marta resopló antes de dedicarle la más dulce de sus sonrisas.

Lydia entornó la mirada y comenzó a distanciarse del resto.

Cris se mantuvo impasible. Tras permanecer anclada al suelo durante unos segundos, se limitó a seguir los pasos de Lydia. Marta se dio media vuelta, y terminó imitándolas.

Beth las observó desde la distancia. Vio como sus mejores amigas se iban haciendo cada vez más pequeñitas, ante unos enormes y brillantes ojos color aceituna que eran incapaces de atender a nada que no fueran ellas. Esa mañana parecía cubierta por un halo especial. Se veía radiante. Tenían una cita. Cuando el sol comenzara a ocultarse para dar paso a la última luna llena de abril, aquellas cuatro jovencitas se reunirían de nuevo, en el desván de su casa de la urbanización La Finca, en Pozuelo de Alarcón, lugar en el que vivía desde que viniera al mundo y, en la que apenas en un mes, cumpliría los doce.

Se conocieron en la guardería, aun antes de ser capaces de mantenerse erguidas o de emitir algo que no fueran inverosímiles y encantadores balbuceos; y sería en su primer año cursando la educación primaria, cuando se harían inseparables. Una no daba una zancada sin que el resto la siguieran. Si alguien se metía con alguna de ellas, lo hacía con todas. Cuando las lágrimas bañaban uno de sus rostros, sobraban manos que limpiaran esas gotitas de dolor o brazos que la rodearan y le dieran su cariño.

Marta siempre fue la más menuda del grupo. También la más introvertida. Su cabello rubio y sus bonitos ojos azules, unidos a la expresión de paz que adornaba su cara, la hacían parecer un ángel. Lydia tenía una maraña rizada, de color azafrán, posada sobre su cabeza. El verde intenso de su iris vivía en perfecta armonía con esas pecas que adornaban su nariz y sus mejillas. Ya por ese entonces, Cris era la más exótica de las cuatro; siempre lo fue. Su pelo lucía una tonalidad negro azabache, y sus ojos, pequeños y rasgados, eran del color del café. En cuanto a Beth, el matiz castaño de su cabello, tan normal, y el hecho de que su cuerpo fuera el único que no había empezado a desarrollarse, la llevaban a sentirse el patito feo en medio de tres hermosos cisnes. Pese a ello, nunca permitió que sus inseguridades afectaran a las demás. Cuando estaba a su lado, sentía que todo era posible, que nada le podía dañar.

Aquella reunión había sido cosa suya. Llevaban un par de años hablando de chicos, fantaseando con trabajar duro para convertirse en mujeres de éxito que consiguieran echarle el guante al hombre más atractivo, más encantador y más «buenorro» de todos cuantos vivieran sobre la faz de la tierra. El futuro marido de Marta debía ser alto, musculoso y protector. Se imaginaba al abrigo de sus brazos, segura, tranquila. Lydia prefería a los malotes. Se casaría con un macarra con alma de galán. Cris respondía con evasivas, pero, en su fuero interno, sabía que su chico ideal debía tener los pies en el suelo, para poderla traer de vuelta cada vez que su cabecita loca se dejara llevar y acabara posada sobre la luna, junto con la de sus tres mejores amigas. Beth soñaba con poder vivir un amor como el de sus padres, arrebatado e incondicional. Solo había un requisito: nada de greñas ni de tatuajes. Además, viajarían por medio mundo y disfrutarían de todos los placeres que la vida les pudiera ofrecer. Con el tiempo, serían esposas, madres, y sus vidas girarían en torno a sus encantadoras familias, y a sus trabajos, a los que no pensaban renunciar. Pero, por encima de todo, se tendrían las unas a las otras; y Beth, alentada por sus tres amigas, que con el discurrir de los días parecían algo desencantadas, había ideado un plan maestro que las llevaría a unir sus destinos por siempre jamás. No seguirlo les acarrearía un mal de catastróficas dimensiones.

Beth se encerró en el desván nada más terminar de comer. Ese viernes, los deberes tendrían que esperar. Cualquiera asunto, en comparación con lo que allí estaba a horas de suceder, quedaba relegado a un segundo plano. Nada era más importante que prepararse para el sortilegio al que llevaba semanas dando forma. Cuando Carla, su hermana pequeña, llamó a la puerta con el deseo de reclamar su atención, Beth trató de deshacerse de ella. Pronto entendería que no le iba a resultar tan sencillo. Carla era demasiado tozuda. Si comenzaba a llorar, estaría perdida. Beth la sostuvo en sus brazos, la llevó hasta su habitación, la tumbó sobre la cama, la arropó, se acercó a la estantería, cogió el libro Alicia en el país de las maravillas, se sentó a su lado, y comenzó a leer:

«…—Por ahí— contestó el Gato volviendo una pata hacia su derecha— vive un sombrerero; y por allá —continuó volviendo la otra pata— vive una liebre de marzo. Visita al que te plazca: ambos están igual de locos.

—Pero es que a mí no me gusta estar entre locos —observó Alicia.

—Eso sí que no lo puedes evitar— repuso el gato—, todos estamos locos por aquí. Yo estoy loco; tú también lo estás.

—Y ¿cómo sabes tú si yo estoy loca? —le preguntó Alicia.

—Has de estarlo a la fuerza —le contestó el Gato—, de lo contrario no habrías venido aquí».

Beth despegó la mirada de la página del libro y comprobó que Carla dormía. Sonrió, la besó en la frente y la dejó a solas. Mientras caminaba por un largo y diáfano pasillo, se preguntaba si, de todos los personajes de aquel libro, ella no sería el Sombrerero Loco. Debía estar loca. De otro modo, no se le habría ocurrido una idea tan disparatada y tan emocionante como aquella.

De vuelta en el desván, se arrojó sobre el suelo y dibujó el círculo que se disponía a trazar cuando su hermana la interrumpió. Más tarde, decoraría la estancia con estrellas y lunas luminiscentes que, al caer la noche, se iluminarían, confiriéndole el toque de romanticismo que buscaba. Se acomodó sobre una alfombra y, bolígrafo rosa en mano, fue anotando números, meses y lugares en resmas de papel que más tarde iría depositando en distintos recipientes. En último lugar, plasmaría el conjuro en cuatro pergaminos. Antes de salir de allí, miró alrededor, esbozó una amplia sonrisa, respiró profundo y se encerró en su habitación.

—Beth, cariño. —Escuchó la voz de su madre desde el otro lado de la puerta—. ¿Puedo pasar?

—Claro, mamá.

—Estás guapísima —le dijo al verla cubierta con un vestido blanco y con el cabello suelto, rozándole la cintura.

—No es verdad, mamá… —Beth alzó la mirada— ¿Crees que algún día seré como tú?

—¿A qué te refieres?

—Me gustaría ser tan bonita como tú.

Alejandra Castro era una mujer joven y hermosa que, años atrás, había ganado varios certámenes de belleza. Renunció al modelaje, a llevar una vida de desorden viajando de país en país y teniendo que medir hasta la última de las calorías que podía ingerir, a cambio de alcanzar una estabilidad al lado del hombre al que amaba. Él era Lorenzo Bru, el padre de Beth, empresario hecho a sí mismo que había acabado amasando una ingente fortuna gracias a sus negocios inmobiliarios

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