La X de Alejandro

Laura Boronat

Fragmento

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Capítulo 1

La osa mayor

La cafetería del Hospital General de Ontuelos era un hervidero de gente a la hora de los almuerzos. Los camareros se hablaban a voces, la cafetera rugía y hacía demasiado calor. Alejandro hubiera preferido mil veces más tomarse un insípido café de máquina encerrado en su consulta, pero Íngrid había insistido tanto en que se vieran un rato, que le supo mal decirle que no. Siempre le tachaba de antisocial, e insistía en que debía relacionarse más con los compañeros.

—¡Alejandro, ven aquí, cariño! —Desde la mesa del fondo, la que solían ocupar los médicos más jóvenes, le levantaba el brazo, llamándolo con efusividad.

Íngrid siempre destacaba entre las demás personas. Le gustaba cuidarse. Se maquillaba con gusto y no salía de casa sin planchar su larga melena de mechas rubias. De todas formas, había que reconocer que era de esas personas que, aunque se hiciera un moño improvisado con el que el resto de las mortales se ven desastradas, ella estaba asquerosamente divina: casual.

—Hola a todos... Buenos días —saludó él, forzando una sonrisa, y se sentó al lado de su novia.

—Mira, justo le estaba preguntando a Edu a qué peluquería va. Tienes que ir allí a que te arreglen ese corte de pelo anticuado que llevas. —Al decir esto, le cogió un mechón de pelo de la frente, se lo apartó hacia atrás y le dio un beso en los labios como saludo—. Dice que está en el centro y que la llevan unas chicas que tienen muy buen gusto. ¡Necesitas un cambio!

—Pero ¿qué le pasa a mi pelo? A mí me gusta... —se quejó él, aunque ella ya no le escuchaba.

El tal Edu era un anestesista, colega de Íngrid, con el que parecía tener muy buen rollo últimamente. Se llamaba Eduardo Rocamora Bonetti y era el hijo de un famoso cirujano plástico. Se las daba de hippie rebelde, por estar trabajando en el hospital público, en vez de en cualquiera de las clínicas de la familia. Le constaba que no era mal tipo, pero Alejandro no podía evitar sentirse irritado ante su aspecto de muñeco de plástico: con el pelo acartonado y un bronceado perenne; por no hablar del meloso acento italiano.

Mientras removía el café «descafeinado, con estevia y leche de soja ligera» que le pedía todas las mañanas Íngrid, se limitó a mantenerse en un relajado segundo plano y a pensar en su ajetreada mañana con los pacientes de urgencias.

«Don Perfecto» le gastaba bromas a Íngrid y ella se reía la mar de animada. Se esforzaban por hacerle partícipe de sus chorradas, pero Alejandro estaba en otra dimensión. Entonces ella se incorporó y se estiró hacia su compañero, al otro lado de la mesa, a cogerle un bolígrafo del bolsillo de la bata. Ella sabía que gustaba a los hombres y se regodeaba en ello.

—¿Te importa prestarme el boli un momento, Edu? —Cogió una de las servilletas de la mesa y se puso a anotar la dirección de la dichosa peluquería.

—¿Cómo me va a importar, bellissima? —contestó insinuante Eduardo, a la vez que le dedicaba una sonrisa de dientes impecables. Al panoli se le caía la baba.

Alejandro odiaba las dentaduras demasiado perfectas. ¡Eran tan artificiales! ¿Qué necesidad había de cubrir toda una dentadura con unas carillas de un blanco casi fosforescente? ¿Y qué necesidad había también de coquetear con su novia en sus propias narices? En fin...

—¡Ay, Edu! Dime también, ya que estás, el nombre de tu dentista, que a Alejandro le vendría fenomenal un blanqueamiento...

—¡Me tengo que ir, chicos! —¡No! Por ahí sí que no iba a pasar. Alejandro se levantó, tocó cariñosamente el hombro de ella y se marchó como una exhalación, sin darle tiempo a nadie a responder—. Nos vemos luego, Íngrid. Hasta otra, Eduardo.

Al entrar en el pasillo de Traumatología se cruzó con Gloria, la enfermera que compartía con él ese turno de mañanas.

Iba a toda prisa, cargada de papeles.

—Doctor Alemán, tiene a un paciente esperando exploración en la consulta 3. Enseguida vuelvo.

—Gracias. Voy para allá.

Alejandro entró en la pequeña sala, saludó mecánicamente a la persona que le esperaba detrás del biombo, y pasó a revisar en el ordenador las breves anotaciones de los compañeros de triaje:

«Contusión de coxis».

—A ver, cuénteme, ¿dónde le duele? —preguntó mientras se ponía los guantes y se acercaba al paciente.

Tumbado boca abajo sobre la camilla había un chico de una edad similar a la de él. Emitía «ruiditos» de dolor y se señalaba el final de la espina dorsal... el principio del culo, vamos.

—Lo siento, pero va a tener que retirarse un poco la ropa para que pueda explorarle la zona.

—Sí, sí, por supuesto —contestó el joven con la voz amortiguada al tener la cara pegada a la camilla. Se levantó un poco sobre un codo y una rodilla, se quitó como pudo la camiseta y se bajó los pantalones hasta la mitad de las nalgas.

—Es suficiente. Veamos.

El médico se puso a palpar la zona que estaba visiblemente enrojecida, casi amoratada.

—Se ha dado usted un buen golpe. ¿Qué le ha pasado?

—Pues me he caído desde lo alto de una escalera, mientras estaba trabajando —respondió el chico entre gemidos contenidos.

¿Esa voz...?

A Alejandro le resultaba muy familiar la forma de hablar del paciente, con un sutil acento francés, aunque, claro, veía a tantas personas a lo largo del día, que podía ser cualquiera.

Le estaba revisando la espalda, para comprobar la magnitud de la lesión, cuando vio algo que le llamó la atención: la Osa Mayor.

Aquel chico tenía un conjunto de pecas, en mitad de la espalda, con la forma exacta de esa constelación. Él conoció una vez a una persona que tenía esa peculiar marca.

Complexión fibrosa, altura media, edad, pelo rubio... ¡Madre mía! ¡Podría ser él! Pero claro, hacía diez años o más que no le había visto, y quedaba un poquito raro decirle: «Perdona, ¿eres Alexandre Sauvage? Es que he visto tus pecas y, como soy un psicópata, me he acordado de que tú las tenías y te he reconocido al instante».

—Ajá... —dijo con disimulo Alejandro, para ganar tiempo y acercarse a la historia a comprobar el nombre—. Vamos a ver cómo lo tenemos para unas radiografías...

¡Eureka!

Ahí estaban sus datos: Alexandre Sauvage Sorní. 26 años.

Era él, no cabía duda. Cuántas veces se había preguntado qué habría sido de su amigo Álex.

Cuando tenían dieciséis o diecisiete años, pasaron un verano inolvidable en Talma, la ciudad donde veraneaban antes con sus padres. Hicieron una amistad muy bonita, que dejó marcas imborrables en la vida de Alejandro. Pero no volvieron a coincidir jamás. Claro, en 1995 ni los móviles, ni internet eran lo que son ahora, y se perdieron totalmente la pista.

Alejandro estaba emocionado. Guardaba un cariño especial por aquel chico tan carismático, pero también era consciente de que igual él no se acordaba ni lo más mínimo del soso de Alejandro Alemán.

Su versión adolescente era la de un chico poco hablador y desgarbado, que dudaba mucho que dejara huella.

Con la madurez había cambiado bastante. Había ganado en seguridad, pues la apariencia física le ay

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