La lealtad del guerrero

Encarna Magín

Fragmento

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Prólogo

Castillo de Bridgeman, 15 de octubre de 1080

Stephen estaba nervioso. Corría de un lado a otro terminando sus tareas. Su padre Oliver Brent, el barón de Bridgeman, le había prometido llevarlo de caza, pues había que abastecer las despensas de carne fresca. Stephen contaba con diez primaveras y amaba a su progenitor por encima de cualquier otra persona. Él era su héroe, su ancla y su consuelo. No había nada ni nadie en el mundo que pudiera empañar la adoración que sentía por el barón. Oliver era consciente, casi podía decirse que su hijo era el único que le guardaba respeto. Se había convertido en el hazmerreír de sus plebeyos, y el motivo eran las infidelidades de su esposa Cecily, la baronesa de Bridgeman.

Por más que el barón intentaba disimularlo, sufría cada día una tortura de desesperación, visible a ojos de su tierno hijo, que era demasiado consciente de las risas y de las burlas a espaldas de su padre. Y también era demasiado consciente de los escarceos sexuales de su madre, a la que aborrecía.

Cecily era hermosa como ninguna otra dama, el barón se había enamorado de ella nada más la vio por primera vez en un banquete, y había conseguido su mano en una justa. Se casaron y ella había cumplido con su de deber dándole un heredero. Sin embargo, su esposa no lo quería; en su corazón no albergaba ni un mínimo de afecto por él. Empezó a yacer con todos, menos con el barón, a pesar de amarla y de demostrárselo a la menor oportunidad. Aun así, la perdonaba una y otra vez para desesperación de su gente. Era tan grande su frustración por el desamor de Cecily, que había desentendido sus obligaciones, y, en consecuencia, el castillo había perdido el esplendor de antaño.

Oliver reconocía que era un comportamiento indigno de un barón arrastrarse de esa manera por una mujer, que estaba siendo su perdición. Si sus enemigos se enteraban de las malas condiciones en las que estaba Bridgeman y de lo mucho que Cecily le importaba, lo utilizarían para hacerse con el control de una fortaleza que había perdido toda su fuerza, sin desenvainar siquiera las espadas. Los habitantes de su feudo lo sabían, y por ello no lo respetaban y lo increpaban cuando tenían oportunidad de hacerlo. En el fondo entendía que como represalia se burlasen: era su manera de vengarse.

Stephen trató de no pensar en lo mucho que detestaba a su madre por su comportamiento indigno y, a zancadas largas, fue a reunirse con su padre en el gran salón. Sin embargo, no estaba y lo encontró extraño, ya que habían acordado reunirse ahí para salir de caza, y su progenitor nunca se olvidaba de sus promesas. La estancia se hallaba vacía, era por la mañana y todo el mundo estaba en sus quehaceres diarios, por lo que no podía preguntar a alguien si lo había visto. En el momento que se disponía a buscarlo, los chillidos de su padre y de su madre retumbaron en incesantes ecos por las paredes de roca de la torre del homenaje. El niño dedujo que debía provenir de alguna de las alcobas de la planta superior. Dudó si subir o no, y decidió esperar a que terminara la discusión; de hecho, no era la primera vez que gritaban hasta quedarse roncos.

Sin embargo, lejos de acabar, las voces cada vez fueron más intensas, además estaban cargadas de violencia y recriminaciones. Entonces se oyó el grito cortante de su madre pidiendo ayuda, y al niño se le contrajo el estómago. De pronto, se hizo un silencio lóbrego que asustó a Stephen como nunca antes; un escalofrío le recorrió la espina dorsal de arriba abajo.

Con pasos lentos, casi obligando a sus pies a moverse, subió los peldaños de la escalera de piedra con forma de caracol. La puerta de la alcoba de su madre estaba entornada, apoyó la palma de la mano en la batiente y empujó para abrirla del todo.

El corazón del niño dejó de latir unos segundos. Su rostro quedó pálido, casi sin vida, estaba paralizado de pies a cabeza. Contempló la escena que se desplegaba ante él, deseando no estar despierto, sino sumido en una pesadilla. Sobre el lecho, en medio de un charco de sangre que empapaba la colcha, se hallaba el cuerpo inerte de su madre, con la cara vuelta hacia él. Sus párpados estaban abiertos, y sus ojos inexpresivos mostraban que la vida había escapado de sus entrañas. A sus pies, en el suelo, yacía su padre, agarraba con las manos una daga que tenía clavada en el corazón. Reconoció el arma, se trataba del regalo de uno de los amantes de su madre; un puñal con el mango de oro y con incrustaciones de piedras preciosas.

Gruesas lágrimas recorrieron las mejillas de Stephen. Torrentes de desesperación nacían en su interior desecho de dolor y salían por sus ojos como una cascada imposible de detener. Las rodillas empezaron a temblarle y creyó que se caería. A duras penas pudo mantenerse enderezado, se obligó a caminar y, con lentitud, fue acercándose al lecho. Miró a su padre y a su madre alternativamente, sabía que ya era tarde para salvarlos. Estaban muertos. Muertos.

—Papá, papá... —sollozaba Stephen mientras se arrodillaba a su lado, alargó la mano y con dedos temblorosos le acarició el rostro—. No puede ser que estés muerto. ¡Mamá no merecía tu sufrimiento, no valía la pena! —gritó lanzándole una mirada rápida a Cecily—. ¡Ojalá se pudra en el Infierno!

No tardaron en aparecer las gentes que habían escuchado el grito de auxilio de la baronesa. Entraron en la alcoba en tropel, y todos se quedaron en silencio. El niño seguía llorando y su llanto fue lo único que se escuchó entre las cuatro paredes. Margaret, la tía de Stephen, se hizo paso a empujones entre la gente y se acercó a su sobrino, que seguía llorando arrodillado frente a su padre; no podía parar de derramar su tristeza por los ojos. Margaret contempló a su hermano y a su cuñada muertos, se llevó una mano a la boca para tapar el grito que subía por su garganta. No era momento de derrumbarse, por lo que tragó saliva y sacó fuerzas de donde pudo. Entonces agarró a su sobrino por los hombros y lo instó a que se levantara, cogió su mano y se lo llevó a su alcoba.

—Ahora eres el señor de Bridgeman, Steph, el nuevo barón. Tu padre no querría verte así... —farfulló la mujer, aguantándose las lágrimas que empezaban a salir por sus ojos verdes.

El niño alzó la vista para contemplar el rostro de su tía y eso le dio fuerzas. Ella era bajita y él muy alto para su edad, y quedaban a la par. Margaret era una madre para él, había enviudado joven y su padre había requerido su presencia el día en que había nacido Steph. Cecily, la mujer que lo trajo al mundo, se había negado a cuidarlo. De hecho, nunca había mostrado amor por nadie, salvo por ella misma. A nadie le extrañó que su propio hijo no la reconociera como su madre.

El muchachito se secó enérgicamente las lágrimas con la manga de su camisa de debajo de su veste blanco y negro. Sobre su pecho estaba bordado el blasón de los Bridgeman: una espada con la punta hacia arriba, culminada con una corona de rosas rojas, y en cuya afilada hoja había enrollada una serpiente de oro.

Le llevó varios días al niño tomar conciencia de que sus lágrimas no le devolverían a su padre. No obstante, la adoración que sentía no había muerto con él, sino que lo llevaría siempre en su corazón. En cambio, a Cecily la recordaría como a una mujer infame, a la qu

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