Amar a la Bestia

Violeta Otín

Fragmento

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Capítulo 1

Gweldyr había conseguido escabullirse del gran salón sin ser vista. Fuera, la noche estaba fría; ya hacía rato que había oscurecido, y la bruma que descendía sobre la tierra traía olor a salitre. Se arrebujó bajo los pliegues del plaid y se alejó lo suficiente para escapar de las voces airadas que discutían en el interior. Gritos, juramentos. Alguna risotada de cuando en cuando. Luego, por fin, el silencio. Caminó sin prisa, sintiendo la humedad del suelo dentro de las botas. Frente a ella, su propia respiración colgaba en el aire como una nubecilla de bruma.

Pese al frío, prefería quedarse al sereno mientras los demás discutían. Y eso que podían transcurrir horas hasta que terminasen. Su padre, el rey Ednyfed, no cedería. Contaba con el apoyo del príncipe Maelgwn y con el de la mitad de los hombres libres de Moridunum. Pero la otra mitad no iba a conformarse con sus vagos argumentos en favor de una paz que nadie sabía muy bien a quién beneficiaría. Ella, desde luego, no tenía ni idea.

No veía las estrellas. La niebla se espesaba a su alrededor como un velo y la luna se había convertido en un disco fantasmal. Aun así, Gweldyr no tenía miedo. Allí, no. Los muros que rodeaban la ciudad quedaban más allá de la capa brumosa, pero quedaban. Dentro de algunos días, sin embargo... Tragó saliva y se encogió sobre sí misma. Ella tenía sus propias razones para temer la llamada del rey Pasgen. Había tratado de convencer a su padre aquella misma mañana, porque sabía que no se atrevería a hacerlo en mitad del consejo. Pero él... ¿Qué había hecho él? Poner su rostro de piedra y hablarle con voz de hierro. Y rechazar sus miedos como quien espanta una mosca.

Se frotó la cara con las manos, que empezaban a entumecerse por el frío. Se preguntó si merecería la pena regresar al gran salón y exponer sus motivos una última vez. O algo que se pareciera a sus motivos y sonara lo bastante interesante como para convencer a alguien.

Y no se le ocurrió nada.

—Ojalá fuera tan fácil —murmuró entre dientes.

A Gweldyr, la propuesta del rey Pasgen le habría parecido maravillosa de haberse celebrado en su hogar, en Moridunum. Sin embargo, la mera idea de abandonar las murallas para emprender un viaje de varios días la mortificaba hasta volverse dolorosa. Se imaginó el crujido del portón cerrándose a sus espaldas y la inmensa amplitud de ondulantes colinas ante ella, y sus manos se cubrieron de un sudor frío.

«Algún día», le había dicho su padre esa misma mañana, «tendrás que vencer esos miedos absurdos, Gweldyr. No puedes vivir encerrada para siempre».

—¿Por qué no?

A ella no le importaría; no le importaría en absoluto. Estaba segura de que, fuera lo que fuese lo que quedaba más allá de los muros, no necesitaba conocerlo para ser feliz. De hecho, en momentos como aquel, ni siquiera la idea de la felicidad le parecía relevante. Solo las murallas la mantendrían a salvo.

«¿A salvo de qué?», le preguntaban siempre.

Y ella no tenía la respuesta. No sabía por qué cruzar los portones le producía semejante terror. Pero ¿acaso era importante? En toda su vida, en dos ocasiones se había visto obligada a abandonar Moridunum. La primera vez enfermó de calenturas; y la segunda, del estómago. Sus males se curaron, eso sí, en cuanto la devolvieron a la fortaleza. De no haber tocado el fuego de su piel, de no haber presenciado las convulsiones y el delirio, muchos habrían pensado que fingía.

Las puertas del gran salón se abrieron a lo lejos. Alguien la llamó a gritos, que sonaron amortiguados por la distancia. Un susurro en mitad de la bruma. Habían tomado una decisión. Y, para su desgracia, o no conocía a su padre, o pronto tendría que empezar a preparar su equipaje.

—¿Sigues ahí dentro, hermana?

La punta de una lanza osciló por entre las pesadas telas que recubrían el carruaje, y la luz de un sol desfallecido regó la mitad del rostro de Gweldyr.

—Pareces esa cabeza de mármol con dos caras que conserva padre en el gran salón. ¿Sabes cuál te digo?

—Sí —gruñó ella, y retrocedió hasta que la penumbra la ocultó de nuevo por completo—. ¿Mejor así?

—De ninguna manera.

La lanza retrocedió cuando el príncipe volteó la muñeca y alzó las telas por encima del armazón del carro. Gweldyr se cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos con fuerza.

—¿Qué haces? ¡Deja todo como estaba! ¡Me molesta la luz!

—No quiero. Además, los dos sabemos que no es la luz lo que te molesta.

Gweldyr abrió un ojo, apenas una rendija, para mirar desafiante a su presuntuoso hermano. Pero resulta complicado desafiar a alguien mirando con un solo ojo, y Maelgwn, en lugar de ofenderse, se echó a reír.

—¡Te estás perdiendo un paisaje majestuoso, burra! Ven, asómate, no va a pasarte nada. Yo estoy aquí, padre está aquí y toda la guardia está aquí. Y aparte de nosotros no hay absolutamente nadie, puedes creerme.

Gweldyr estiró el cuello y paseó la vista por el exterior con ansiedad, aunque no se movió un ápice de su sitio. No iba a negar que su hermano tenía razón; a pesar del frío de los últimos días, el otoño no había hecho más que comenzar y los bosques que rodeaban Moridunum se habían teñido de rojo y ocre. Olía a hierba mojada y el rocío perlaba aún los matorrales que serpenteaban a lo largo del camino.

La muchacha se acomodó sobre uno de los bultos y esbozó una sonrisa. El carro traqueteaba sobre el empedrado de la antigua vía romana que conectaba Demetia con el norte. Más allá de alguna piedra levantada o de la maleza que se acumulaba en los laterales, la vía estaba en bastante buen estado y les ahorraría tiempo. Cuatro o cinco días yendo con los carros, a lo sumo. Lo más probable era que, de haber viajado sin ella, Ednyfed hubiera mandado atravesar las colinas por los pasos antiguos, pero había sido Maelgwn el que había insistido en tomar la ruta más rápida. Gweldyr pensó que, a cambio del favor, bien podía dedicarle algo de atención, aunque le entraran temblores cada vez que el carro daba un brinco y la línea del horizonte le mostrara más cielo del que deseaba contemplar.

—No seas tan cobarde, Gweldyr —la regañó Maelgwn, sin perder la sonrisa.

Ella le dirigió un mohín y él sonrió un poco más, hasta mostrar los dientes. Se colocó la mano haciendo visera sobre sus ojos castaños y miró hacia lo lejos, más allá de la vanguardia.

—Tardaremos un buen rato en detenernos. Padre quiere llegar hasta la aldea del jefe Cynon. —Gweldyr tragó saliva y él siguió hablando—: ¿No te apetece montar? Te vendrá bien para desentumecer el cuerpo.

—Mi cuerpo se desentumecerá cuando oiga unas puertas cerrándose a mis espaldas. Hasta entonces, prefiero descansar aquí.

—¿Descansar, dices? ¿Acaso estás muy fatigada?

—Conversar contigo es muy fatigoso.

—Eso es porque siempre hablamos de muy pocas cosas. Si te decidieras a salir de tu escondite y cabalgaras a mi lado, encontraríamos algunas nuevas.

Gweldyr guardó un empecinado silencio.

—Vamos, Gwel. ¿No quieres que te cuente algo sobre el rey Pasgen? ¿O sobre Owain Labios Negros?

—¿Labios Negros? ¿Qué clase de

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