Manual para días rojos (Trilogía Ellas 1)

Paula Ramos

Fragmento

El principio

El principio

Ellas, Alejandro Parreño

Jueves, 20 de diciembre
Por la mañana

Llego tarde, por supuesto.

Cierro la puerta del taxi con las maletas a rastras, pero, como tengo prisa, la maldita se gira sobre el cuerpo e impide que mi carrera hacia el control sea fluida. La enderezo con brusquedad mientras maldigo, intentando sortear a la marabunta de gente que parece ser consciente de que estoy a punto de perder un tren, ya que, a cada paso que doy, uno de ellos se coloca estratégicamente de tal forma que me impide ir más rápido.

Cuando llego a la fila de los tornos, vuelvo a maldecir. La cola es inmensa.

¿De verdad? ¿De dónde sale tanta gente? Parece que todo Madrid se ha congregado en la estación de Atocha, aunque ¿a quién quiero engañar? Siempre está así. ¿Qué pensaba? No entiendo que se me haya podido olvidar este pequeño detalle. Espero que estos meses fuera no me hayan afectado más de lo normal.

Intento encontrar en mi bolso el tique del tren, pero, por supuesto, el endemoniado no colabora y sospecho que, en cualquier momento, voy a cometer un homicidio. Sin embargo, cuando por fin toca mi turno para atravesarlo, aparece como por arte de magia.

Paso sin altercados y justo suena la melodía de la serie de Sexo en Nueva York. Sí, es de mi móvil.

Antes de contestar, miro la pantalla y veo el nombre de Nina.

—Odio a la gente. —Ese es mi saludo; la frase conlleva que la señora de unos setenta años que está delante de mí junto a su marido subiendo las escaleras mecánicas (que, por supuesto, están a reventar) me mire con indignación.

Mi respuesta es una sonrisa encantadora. Que no se lo tome tan a pecho, no es nada personal. Es un sentimiento que lleva conmigo algún tiempo.

—Vas a perder el tren, ¿correcto? —quiere saber Nina al otro lado de la línea.

—No es mi culpa. Si no fuera por esta cantidad obscena de gente que parece que van pisando huevos...

—Elsa, Elsa... —me interrumpe mi hermana—, madura y, de paso, madruga.

—¡Ey! —me quejo mientras avanzo varios pasos que me permiten ganar algo de visibilidad para intentar localizar la vía de mi tren con rapidez. Un milagro—. He madrugado, de hecho, he cogido bien el avión.

Mi hermana se ríe y yo pongo los ojos en blanco.

—Lo único que ocurre es que no contaba con que toda la maldita humanidad decidiera ir hoy a Atocha y colapsase todo el camino hasta llegar aquí.

—¿Qué esperabas? Son las vacaciones de Navidad. La gente, como tú, quiere reunirse con su familia. Hubiera sido más fácil si hubieras venido en autobús. Te lo dije.

—Bla, bla. —Sé que tiene razón, la muy petarda, pero no me apetecía después del vuelo meterme en un incómodo autobús.

Vuelvo a avanzar mientras miro el reloj y comienzo a preocuparme seriamente.

—Vale, puede que vaya a llegar la última —concedo de mala gana, sabiendo que posiblemente tenga que coger otro tren.

—Vas a llegar incluso después de Loren y Aitor.

Al escuchar sus nombres me detengo, aunque la gente sigue avanzando, y sujeto el móvil con fuerza mientras mi hermana guarda silencio.

—¿Van a venir? —consigo preguntar cuando uno de seguridad me indica que avance o me quite del medio. Obedezco, todavía con la mente lejos de lo que estoy haciendo.

—Por eso te llamaba. Lydia me lo acaba de decir y, Elsa, creo que papá y mamá nos quieren anunciar algo. No sé qué es... algo raro pasa entre esos dos. Todo el mundo va a venir, así que haz el favor de no llegar el año que viene.

—Ja, ja —me obligo a decir ante su broma, pero mi mente está en la otra parte de información que me acaba de soltar.

—Luego nos vemos, pequeñaja, mantenme informada.

Mi hermana no añade nada más, tan solo cuelga el teléfono tras soltar la bomba, y yo, patidifusa, me obligo a sonreír a la mujer que se está disculpando por acabar de golpearme con su bolso de manera accidental.

«Qué navidades me esperan...», pienso mientras veo que el tren se aleja sin mí.

Jueves, 20 de diciembre. Por la mañana

Jueves, 20 de diciembre

Por la mañana

El taxista entra en la urbanización que me vio crecer en San Lorenzo de El Escorial junto a mis hermanos al ritmo de la canción Jingle Bell Rock de Bobby Helms. Miro el reloj de mi muñeca y suspiro con hastío. El hombre es totalmente ajeno a mi mala leche, y eso hace que me repita mentalmente que alguien me podría haber avisado de lo que me esperaba al subirme a este taxi. Debería ser obligatorio que cada taxista tuviera algún cartel informativo. Por ejemplo, el de este buen hombre indicaría que conduce como los abuelitos, sin superar los cuarenta kilómetros por hora y respetando cada maldita señal.

Me muerdo el labio y, dando por sentado que moriré de inanición porque no he comido nada decente desde el madrugón de esta mañana que, sorpresa, no ha servido para nada, miro por la ventanilla estudiando la nieve acumulada en los laterales de la calzada tras haber sido apartada por las máquinas quitanieves.

Es chocante ser testigo de cómo puede cambiar el escenario en tan solo una hora. Que, bueno, poco no es, si no que se lo digan al rugido con el que acaban de sacudirme mis tripas; pero creo que se me entiende.

Hace un momento estaba en plena ciudad rodeada de luces navideñas y escaparates decorados con aceras repletas de gentío, y ahora estoy recorriendo una carretera en la que los únicos coches que nos cruzamos son los aparcados frente a los chalés independientes, con naturaleza a cada rincón mire donde mire y nieve, mucha nieve.

El camino es serpenteante y me entretengo observando los altos pinos que se elevan más allá de los muros de piedra de cada una de las viviendas unifamiliares que hay a ambos lados de la calzada. Hay algunos que tienen guirnaldas de luces sin encender por ser aún de día y muñecos de nieve con una nariz de zanahoria peligrosamente torcida, hechos con lo acumulado en la estrecha acera.

Sonrío al recordar el que mi hermano Loren consiguió hacer cuando éramos pequeños, a pesar de los intentos del perro cascarrabias del vecino por destruirlo. Eso sí, no duró muc

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