Tu mirada en mi piel

Elena Montagud

Fragmento

Capítulo 1

1

Te vas ya?

Aparté la mirada de la pantalla del ordenador, que estaba apagándose, para prestar atención a la persona que me hablaba.

Se trataba de Cristina, una de mis compañeras de oficina y amiga. Años antes habíamos coincidido en la entrevista de trabajo y me había parecido una arrogante. De hecho, ofrecía ese aspecto a primera vista: una estiradilla con gafas de pasta, corte de pelo impecable —con tinte de color caramelo también perfecto— a lo Rachel de Friends y ropa costosa lavada con Perlan. Ese día no cruzamos palabra más que para desearnos suerte; aunque por educación, claro. La sorpresa fue que nos contrataran a las dos y que nos sentaran en cubículos contiguos. Las primeras semanas Cristina tan solo me daba los buenos días y se despedía con un «Buenas tardes» desabrido. Acostumbraba a largarse con los otros compañeros durante la pausa. Casi todos eran mayores que yo y al principio sentía que no encajaba.

Sospechaba que a Cristina no le caía bien por mi torpe maquillaje y porque no me vestía con elegancia. En una ocasión me puse la camiseta del revés sin darme cuenta y me miró horrorizada por encima de las gafas. Yo envidiaba su estilazo y su apariencia de tía fría, pero disimulaba. También intuía que mis maldiciones cuando una traducción se me atascaba la asustaban. Sin embargo, una mañana se quedó durante la pausa para finalizar una traducción. Yo solía echar el rato allí sola cotilleando en internet o avanzando en las tareas con unas galletas Oreo y una Coca-Cola. Esa vez aproveché para curiosear los estrenos de cine de la semana y puse el tráiler de la primera peli de Superman. Al ver a Henry Cavill con ese traje se me escapó un «Joder, qué potente está». Entonces Cristina estiró el cuello para averiguar de quién hablaba y, para mi sorpresa, soltó un rotundo «Amén, hermana» y luego añadió: «Iré al cine solo para ver cómo se le marcan los atributos». Me partí de risa en su cara mientras me miraba con su aspecto de mujer seria. A continuación, me espetó: «¿Qué pasa? ¿Es que una señora como yo no puede admirar paquetes?». Y continué riéndome hasta que me invitó a tomar un café rápido en los diez minutos de descanso que nos quedaban.

Desde ese día nos habíamos hecho inseparables en la oficina. Cristina era ocurrente, madura, inteligente, seria cuando debía y, al mismo tiempo, divertida. Aunque quedábamos poco fuera del trabajo por nuestras obligaciones respectivas, la consideraba una buena amiga con la que desahogarme y charlar de cualquier tema, y sabía que ella también me veía de esa forma.

—Hoy me he puesto las pilas y he avanzado muchísimo —contesté, girando la silla en su dirección.

—Por eso no has aparecido en la cafetería a la hora de comer…

—Me he traído un táper.

—Te he visto tecleando como una posesa, y me preguntaba qué te ocurría —replicó con gesto risueño.

—¡Oye! —exclamé soltando una risita—. ¿Insinúas que de normal no doy todo de mí?

—No, guapa, sé que te dejas la piel en el trabajo. —Se inclinó hacia delante, acercando su rostro al mío—. Además, tú eres la niña de los ojos del jefe.

—¡Eso no es verdad! —objeté fingiendo molestia, aunque sin borrar la sonrisa. En realidad, Pedro, nuestro jefe, siempre se había comportado muy bien conmigo. Cuando entré a trabajar le expliqué la situación de mi tía, que estaba enferma y vivía en otra ciudad.

—¿Y no vas a contarme por qué tienes tanta prisa por largarte?

Eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Pasaban diez minutos de mi hora de salida, pero era normal que Cristina sintiera curiosidad, ya que solíamos quedarnos unos cuantos más debido al volumen de trabajo que acostumbrábamos a tener. Le indiqué con un dedo que se acercara un poco más, y se echó hacia delante hasta que nuestras frentes casi se rozaron.

—¿Recuerdas que te conté que Samuel actuaba de lo más soso en la cama últimamente? —le pregunté en un susurro.

—Sí, eso de que ya solo lo hacíais dos veces por semana, como mucho. —Torció la boca al tiempo que sacudía la cabeza—. Carol, si mi marido y yo hubiéramos mantenido ese ritmo durante todo nuestro matrimonio, seguramente acudiría aquí cada mañana con una sonrisa de oreja a oreja y la piel como un bebé. Sería como la Elisabeth Bathory esa, la que creía que se mantendría joven toda la vida con sangre de doncellas. Aunque yo… con otras cosas.

Chasqué la lengua y estuve a punto de llamarla exagerada, pero me contuve. Había mentido a Cris en lo de dos veces por semana. La verdad era que Samuel —mi pareja— y yo habíamos tenido relaciones sexuales en muy pocas ocasiones durante los últimos meses. No me había preocupado en exceso porque los dos trabajábamos muchas horas y cuando llegábamos a casa nos sentíamos cansados, pero al final me había propuesto animar el asunto a raíz de una conversación con su grupo de amigos. En una cena todos habían comentado que gozaban de una vida sexual activa y satisfactoria, que probaban numerosas nuevas posturas —aunque algunas de ellas se me antojaban hechas para contorsionistas del Circo del Sol— y que la falta de intimidad podía provocar problemas en la pareja. Hasta Mila, la melliza de Samuel, se había mostrado de acuerdo, y eso que era una de las personas más anodinas del universo. Nos habíamos llevado bastante bien hasta que empecé a salir con su hermano, y entonces la relación había pasado de amable a cordial y luego a tensa tras ver que la relación entre Samuel y yo duraba. A Mila le gustaba tener todo bajo control, y con «todo» me refiero también a las personas.

Conocí a Samuel en el segundo año de universidad, aunque en esa época yo estaba con otro tipo que cortó conmigo para irse a hacer un máster al otro extremo del mundo, y él parecía enamoradísimo de su novia de entonces. Sin embargo, nos llevábamos muy bien. Estudiábamos juntos para los exámenes, compartíamos charlas y confidencias, nos reíamos, y acabamos enrollándonos en cuanto dejó a la otra chica. Me introdujo en su pandilla y, unos cuantos años después, llegamos a la conclusión de que no era una mala idea intentar una relación. Como pareja y no rollo llevábamos tres años —dos viviendo juntos—, pero me parecían muchos más.

Samuel y yo no éramos la pareja perfecta, para ser sincera. Él no era especialmente cariñoso ni atento, y mucho menos romántico o detallista. Eso nunca me había resultado un inconveniente, aunque cuando alguna de sus amigas comentaba que su pareja le había llevado un ramo de flores por sorpresa o la había invitado a una cena romántica, sentía ciertas cosquillitas en el estómago, que suponía debían de ser un poquitín de envidia. Le aburría salir de fiesta y detestaba bailar. Yo nunca había sido una asidua a las discotecas, pero el baile me encantaba, y los pies se me movían solos en cuanto oía una canción pegadiza. Samuel adoraba la rutina y yo había dejado atrás una vida más caótica por

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos