La irrevocable rendición de un duque (El azahar 1)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Samuel

Durante casi toda mi vida he tenido la sensación de habitar en una tela de araña que otros han tejido para mí. A veces incluso se me ha antojado un lugar hermoso, pues la he observado bajo los rayos del sol y recién mojada por la lluvia; o en los días de invierno en los que la nieve se posa sobre ella y, aunque en apariencia más fuerte, no es capaz de romperla. Pero por más que quiera engañarme a mí mismo con todas sus beldades, esa tela de araña no deja de ser una trampa a la que van a morir, una tras otra, las víctimas de su tejedora. La mía la tejieron mis ancestros con su obsesión por ser algo más que simples mortales, sin alcanzar a entender que el título no hace a los hombres y que las posesiones solo son algo que ocupa lugar entre el cielo y la tierra. Que se quedará aquí cuando nos vayamos y que serán quienes vengan detrás los que habrán de soportar esa carga. Ellos lo llaman «privilegio». Yo lo llamo «cárcel». Mas nunca lo digo en voz alta, porque si algo me han enseñado es que un Alborada jamás se queja, jamás llora, jamás muestra sus debilidades y, sobre todo, jamás se rinde. Y, aunque no elegí nacer en esta familia, ni la tela de araña en la que moraría, sí que he elegido ser lo que se esperaba de mí, aunque perezca intentándolo. Y ahora que mi padre había muerto, tenía que serlo más que nunca.

Desde el gran ventanal del que había sido su despacho, sobriamente decorado con muebles de maderas nobles traídos de lugares lejanos, observaba nuestra finca. El Azahar seguía siendo un lugar de ensueño a pesar de las guerras, el hambre, el llanto de los siglos y los conflictos vividos. Había en ella cierto regusto a jardín de la Alhambra, a patio cordobés, a vergel andaluz, a Alcázar de Sevilla. En sus paredes había un poco del brillo de plata de Cádiz, del verde olivo de Jaén, del azul de las marismas de Huelva, de la luz de Málaga y Almería. Los Alborada, amantes de su tierra, habían dejado en ella lo más bonito de cada rincón de Andalucía. Y la finca, orgullosa poseedora de tanta belleza, presumía de ello sin esconderse. Amaba aquel lugar. Conocía cada uno de sus recodos, de sus silencios, de sus luces y sus sombras. Lo amaba como si fuera una extensión de mi persona; como mis brazos y piernas. No me entendía a mí mismo sin El Azahar. No era posible mi existencia sin ella, por eso, en la garganta se me hacía un nudo de brea y espinas cada vez que pensaba en la posibilidad de perderla. Una posibilidad que era cada vez más probable, más certera. Me sentía como si viera una flecha disparada hacia mi corazón dirigirse a él muy despacio. Pocas eran las opciones que tenía para detenerla, por no decir casi ninguna. Pero otra de las cosas que nos enseñan a los Alborada es a seguir luchando hasta cuando creemos que no queda esperanza. Aunque a mi padre la muerte se lo hubiera llevado impidiéndole luchar más. O antes de que nos hundiese más.

—¿Nos has mandado llamar? —La voz suave y reposada de mi hermana Beatriz me sacó de mis observaciones.

Me giré para verla y advertí que entraba en el despacho junto al resto de los Alborada: las seis razones por las que no podía rendirme. Dios me había dado dos hermanos y cuatro hermanas, que no podían ser más distintos entre sí, como distinto era mi amor por ellos. Aunque a todos los quería con sus más y sus menos, algunos estaban más cerca de mi corazón. Bien por su carácter, bien por sus logros, bien porque el destino había querido que nos llevásemos mejor; pero, aunque no los amase por igual, mataría y moriría por todos. Eran dedos de mi mano y ninguno podría cortarme que me doliera menos. Por eso estaba dispuesto a decirles la verdad, a hablarles con franqueza de lo que estaba pasando. No podía mantenerlos al margen por más tiempo.

Los observé por unos segundos. Beatriz y Lidia, siempre inseparables, se quedaron de pie junto a la puerta, cogidas de la mano. Así afrontaban las malas noticias y de seguro sospechaban que mi llamada tenía mucho de eso.

Simón, con las botas manchadas de barro y las manos llenas de tierra, se quedó a pocos pasos de ellas, mirándome ceñudo y de brazos cruzados. Los rizos de su cabello estaban todavía más negros a causa del hollín. No quise preguntarle dónde se había metido, porque tenía la mala costumbre de hacer cosas impropias de alguien de su posición, como ayudar a los jornaleros en su trabajo. Era ya un caso perdido.

Diego, mi otro hermano, el más pequeño de los tres en edad, aunque el más corpulento, dejó sobre la mesa el periódico que traía en la mano, y que yo mismo había estado leyendo esa mañana, y fue hacia el mueble en el que mi padre guardaba el jerez. Se sirvió una copa bien colmada. Era evidente que ni siquiera se había acostado. Olía a vino y venía medio desaliñado. No me sorprendí, ni tampoco me molesté en reprobarlo en ese momento. Era más que habitual en él, pues la vida había tenido a bien —o a mal— darle un atractivo sin igual, una labia incomparable y habilidad para seducir a las damas. Lo de retenerlas a su lado ya era otro asunto, porque a Diego solo le interesaban de ellas unas horas y no toda una vida. Hablar de matrimonio con él era imposible. Mientras bebía de su copa, se dejó caer en uno de los sillones y se aflojó aún más el corbatín. Mi hermana Elena, que aquel día llevaba su precioso cabello rubio casi suelto, siguió sus pasos hacia el mueble y se sirvió también un jerez.

—Elena... —la regañó Lidia—. No son horas de beber.

—Diego está bebiendo —se defendió ella.

—Diego es un hombre —replicó la otra.

—Y yo una mujer. Los dos tenemos sed, manos para agarrar una copa y garganta para tragar.

Lidia me miró esperando que la regañase.

—¿No vas a decirle nada?

—Creo que hoy tiene el derecho a tomarse un vino aunque sean las diez de la mañana —consideré.

Sonriendo con gesto agradecido, Elena llenó su copa el doble de lo normal y, después de alzarla para hacer ver que brindaba, se la bebió casi de un trago. Lidia alzó las cejas y resopló. Para su sorpresa, Beatriz fue también a por una copa de jerez.

—¡Bea!

—Lo siento, Lidia, es que... los nervios.

A Diego se le escapó una risa. Simón, nervioso, carraspeó.

—¿Vas a decirnos ya qué quieres? Tengo cosas que hacer.

Asentí y tomé aire. Sacar lo que llevaba dentro no iba a ser fácil, pero tenía que hacerlo. Era mi obligación decirlo y su derecho saberlo.

—Estamos arruinados.

A tan graves palabras siguió un silencio de la profundidad de una tumba. Un silencio que de haber tenido ojos habrían sido negros como boca de pozo. Ojos sin párpados clavados en nosotros, esperando que alguien dijera algo; que se atreviera a desafiarlo y a hacerlo callar. Hacer callar al silencio... qué extraño deseo.

—¿Arruinados? —pronunció al fin Lidia, con la voz temblorosa—. ¿Cómo que arruinados?

—Lidia, ¿quieres que te haga unos dibujitos?

—Cállate, Diego. Estás borracho.

Él, en vez de molestarse, dijo:

—Visto lo visto, hasta lo agradezco. De hecho... —Se levantó para servirse otra copa y después volvió al asiento, bajo la atenta mirada de todos—. De hecho creo que no dejaré de beber hasta caer en la

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