Yo antes de ti (Antes de ti 1)

Jojo Moyes

Fragmento

1

Hay ciento cincuenta y ocho pasos entre la parada del autobús y la casa, pero pueden llegar a ser ciento ochenta si se camina sin prisa, como al llevar zapatos de plataforma. O zapatos comprados en una tienda de beneficencia que lucen mariposas en los dedos pero quedan sueltos en los talones, lo cual explica ese precio bajísimo de 1,99 libras. Di la vuelta a la esquina de nuestra calle (sesenta y ocho pasos) y vi la casa: un adosado de cuatro habitaciones en medio de una hilera de adosados de tres y cuatro habitaciones. El coche de mi padre estaba fuera, lo que significaba que aún no había ido a trabajar.

A mi espalda, el sol se ponía detrás del castillo de Stortfold, y su sombra oscura se extendía colina abajo, como cera derretida que trataba de alcanzarme. Cuando era niña solíamos jugar a que nuestras sombras alargadas se enzarzaban en tiroteos, la calle convertida en el O.K. Corral. Un día diferente os podría haber contado las cosas que me habían ocurrido en este trayecto: dónde me enseñó mi padre a montar en bicicleta sin ruedines; dónde la señora Doherty, con esa peluca ladeada, solía hacernos tartas galesas; dónde Treena metió la mano en un seto cuando tenía once años y se topó con un nido de avispas y salimos corriendo y gritando de vuelta al castillo.

El triciclo de Thomas estaba tirado en el camino y, al cerrar la puerta detrás de mí, lo arrastré hasta el porche y abrí la puerta. El aire cálido me golpeó con la fuerza de un airbag; mi madre es una mártir del frío y mantiene la calefacción encendida todo el año. Mi padre se pasa el día abriendo ventanas y quejándose de que nos va a arruinar a todos. Dice que nuestras facturas del gas superan el producto interior bruto de un país africano pequeño.

—¿Eres tú, cielo?

—Sí. —Colgué la chaqueta en el perchero, donde luchó por encontrar espacio entre las otras.

—¿Qué tú? ¿Lou? ¿Treena?
—Lou.

Eché un vistazo por la puerta del salón. Mi padre apareció tumbado boca abajo en el sofá, con el brazo hundido entre los cojines, como si se lo hubieran tragado por completo. Thomas, mi sobrino de cinco años, estaba de cuclillas y lo observaba absorto.

—Lego. —Mi padre volvió hacia mí la cara, amoratada por el esfuerzo—. Nunca sabré por qué diablos hacen las piezas tan pequeñas. ¿Has visto el brazo izquierdo de Obi-Wan Kenobi?

—Estaba encima del DVD. Creo que Thomas cambió los brazos de Obi con los de Indiana Jones.

—Bueno, al parecer Obi ya no puede tener los brazos claros. Hay que encontrar los negros.

—No te preocupes. ¿Acaso no arrancan el brazo a Darth Vader en el episodio dos? —Me señalé la mejilla para que Thomas me diera un beso—. ¿Dónde está mamá?

—Arriba. ¡Mira! Una moneda de dos libras.

Alcé la vista. Oí el familiar murmullo de la tabla de planchar. Josie Clark, mi madre, no se sentaba nunca. Era una cuestión de honor. Una vez pintó las ventanas de fuera de pie en las escaleras, con pausas ocasionales para saludar a algún vecino, mientras el resto de nosotros cenábamos asado.

—¿Podrías intentar encontrarme ese maldito brazo? Me ha hecho buscarlo media hora y tengo que prepararme para ir al trabajo.

—¿Tienes turno de noche?

—Sí. Ya son las cinco y media.

Eché una mirada al reloj.

—En realidad, son las cuatro y media.

Mi padre sacó el brazo de entre los cojines y miró el reloj. —Entonces, ¿qué haces en casa tan temprano?

Negué con la cabeza, vagamente, como si no hubiera comprendido bien la pregunta, y entré en la cocina.

El abuelo estaba sentado en su silla, junto a la ventana, estudiando un sudoku. El auxiliar sanitario nos había dicho que sería bueno para su concentración, que le ayudaría a prestar atención tras el derrame cerebral. Yo sospechaba que nadie más notaba que solo rellenaba las casillas con el primer número que se le ocurría.

—Hola, abuelo. —Alzó la vista y sonrió—. ¿Quieres una taza de té? —Negó con la cabeza y abrió parcialmente la boca—. ¿Una bebida fría?

Asintió.

Abrí la puerta de la nevera.

—No hay zumo de manzana. —El zumo de manzana, recordé, era demasiado caro—. ¿Ribena? —Negó con la cabeza—. ¿Agua?

Asintió y murmuró algo que tal vez fuera gracias cuando le di el vaso.

Mi madre entró en la cocina, con una cesta enorme de ropa limpia y cuidadosamente doblada.

—¿Son tuyos? —Ondeó un par de calcetines.

—De Treena, creo.

—Eso pensaba. Qué color más raro. Creo que se deben de haber mezclado con el pijama ciruela de papá. Has vuelto pronto. ¿Vas a algún lado?

—No. —Llené un vaso con agua del grifo y me lo bebí. —¿Va a venir Patrick luego? Llamó antes. ¿Tenías el móvil apagado?

—Mm.

—Dijo que quería hacer las reservas de las vacaciones. Tu padre dice que vio algo en la televisión al respecto. ¿Adónde querías ir? ¿Ipso? ¿Calipso?

—Eskiatos.

—Esa misma. Tenéis que mirar el hotel con mucha atención. Hazlo por Internet. Tu padre y él vieron algo en las noticias del mediodía. Al parecer, la mitad de esos lugares baratos están de obras, y no te enterarías hasta llegar ahí. Papá, ¿quieres una taza de té? ¿No te ofreció una Lou? —Puso la tetera en el fuego y luego me miró. Es posible que al fin reparara en que yo no había dicho nada—. ¿Estás bien, cielo? Estás muy pálida.

Estiró el brazo y me palpó la frente, como si yo fuera una niña en vez de tener veintiséis años.

—No creo que vayamos de vacaciones.

La mano de mi madre se quedó paralizada. Su mirada adquirió esa cualidad de rayos X que tenía desde que yo era niña.

—¿Tenéis problemas, Pat y tú?

—Mamá, yo...

—No intento meterme donde no me llaman. Es solo que lleváis juntos muchísimo tiempo. Es natural si las cosas se vuelven un poco complicadas de vez en cuando. Es decir, tu padre y yo...

—Me he quedado sin trabajo.

Mi voz cortó el silencio. Las palabras se quedaron ahí, colgadas del aire, calcinando esa pequeña cocina incluso mucho después de que cesara el sonido.

—¿Tú qué?

—Frank va a cerrar el café. A partir de mañana. —Extendí la mano con el sobre un poco húmedo que había agarrado durante todo el camino a casa, conmocionada. Todos los 180 pasos desde la parada del autobús—. Me ha pagado tres meses.

El día había comenzado como cualquier otro. Todas las personas a las que conocía odiaban las mañanas del lunes, pero a mí no me molestaban. Me gustaba llegar temprano a The Buttered Bun, encender la enorme tetera de la esquina, traer del patio las cajas de leche y pan y charlar con Frank mientras nos preparábamos para abrir.

Me gustaban la calidez y el recargado aroma a beicon de la cafetería, las breves ráfagas de aire fresco según la puerta se abría o se cerraba, los bajos murmullos de las conversaciones y, cuando todo estaba en silencio, la radio de Frank, que tocaba para sí misma en un rincón. No era un lugar a la moda: las paredes estaban cubiertas de escenas del castillo en la colina, las mesas aún lucían tableros de formica y el menú no había variado desde que comencé a trabajar ahí, aparte de unos leves cambios en la selección de chocolatinas y la incorporación de brownies de chocolate y muffins a la bandeja de la bollería.

Pero, sobre todo, me gustaban los clientes. Me gustaba ver a Kev y Angelo, l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos