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Aún le parecía un tanto extraño volver a estar rodeado de la flor y nata de la sociedad inglesa y escuchar cómo prácticamente todo el mundo hablaba su lengua. En realidad, la concurrencia no estaba compuesta solo por ingleses. También había holandeses, belgas y alemanes, entre otros. Pero los ingleses predominaban.
Gervase Ashford, conde de Rosthorn, estaba junto a las puertas del salón de baile en la casa que el vizconde de Cameron había alquilado en la rue Ducale, en Bruselas, contemplando la escena con ávido interés. Buscaba caras conocidas. Desde su reciente regreso de Austria había visto varias, pero esperaba encontrar algunas más. Aunque la mayoría de las damas y los caballeros presentes parecían excesivamente jóvenes. Por extraño que pareciera, a los treinta años se sentía como un anciano.
La mayoría de esos jóvenes, y algunos caballeros de más edad, lucían uniformes militares. Algunos eran azules o verdes, pero casi todos eran escarlatas, relucientes gracias a los lustrosos galones y a la profusión de guarniciones doradas. Semejantes a una bandada de pavos reales, eclipsaban a las damas, con sus vaporosos vestidos de talle alto en tonos pastel. El contraste hacía que parecieran delicadas y muy femeninas.
—Hace que uno se sienta en desventaja aun vestido con sus mejores galas, ¿no? —le dijo al oído con tono lastimero el honorable John Waldane, que estaba a su izquierda. Su oído derecho estaba más que ocupado con el zumbido de cientos de voces que se elevaban para hacerse oír por encima de las demás conversaciones y el ruido de la orquesta que afinaba sus instrumentos.
—Si se ha venido con la intención de impresionar a las damas, sí, supongo que es cierto —admitió, riendo por lo bajo—. Si se ha venido para echar un vistazo sin llamar la atención, no.
Por el momento, no quería llamar la atención en absoluto. Aún se sentía un poco incómodo rodeado de ingleses, ya que no dejaba de preguntarse si recordarían algo de lo sucedido nueve años atrás. Si aún quedaba algo que recordar. Aunque muy poco de lo sucedido había tenido lugar en público, no sabía hasta qué punto se había extendido el sórdido asunto. Waldane, que en aquella época formaba parte de sus conocidos y lo había saludado con gran afabilidad cuando volvieron a encontrarse apenas dos días antes, no había hecho la menor alusión al tema. Claro que, por supuesto, la reputación que se había ganado desde entonces era muy conocida entre aquellos que habían pasado algún tiempo en el continente.
—Es muy probable que un día de estos capturen a Boney[1] y lo manden de vuelta a Elba, donde lo encadenarán de por vida si sus carceleros tienen dos dedos de frente —dijo Waldane—. Y a estos oficiales se les acabarán las excusas para hacer alardes de gallardía y embelesar a las damas con sus encantos.
—¿Celoso? —le preguntó, y de nuevo se echó a reír por lo bajo.
—No sabes cuánto. —Waldane, ligeramente más corpulento que la última vez que lo vio, nueve años antes, y con una incipiente calva en la coronilla, soltó una seca carcajada—. Hay ciertas damas a quien merecería la pena impresionar.
—¿En serio? —Se llevó el monóculo al ojo para ver mejor el otro extremo del concurrido salón de baile. Reconoció a lord Fitzroy Somerset, secretario del duque de Wellington, que estaba hablando con lady Mebs, y también a sir Charles Stuart, embajador británico en La Haya. Pero su mirada se desvió gustosa hacia las jovencitas, aunque no esperaba reconocer a ninguna… y, en caso de que lo hiciera, sería extraño que le llamaran la atención. Las jovencitas no le atraían en lo más mínimo.
—¡Válgame Dios! Tienes razón.
Su monóculo se había detenido sobre una de las integrantes del grupo de sir Charles, que se había girado para saludar a dos oficiales de la Guardia Real Montada; dos figuras resplandecientes con sus prístinos pantalones blancos, sus casacas rojas, sus galones azules, sus guarniciones doradas… y sus zapatos en lugar de las botas de montar reglamentarias.
Era una dama muy joven, desde luego… Recién presentada en sociedad, si sus suposiciones eran ciertas. Seguramente la habría pasado por alto si Waldane no hubiera hecho el comentario anterior. Pero, ya que había decidido seguir su consejo, se vio obligado a admitir que mirar a una beldad podía ser extremadamente placentero en ocasiones.
Como en esos momentos.
Sin duda alguna, la muchacha era preciosa y el contraste de su sencillo vestido blanco con los ostentosos uniformes de los oficiales hacía que llamara aún más la atención. Era un vestido de manga corta, escote pronunciado y talle alto, confeccionado en satén y cubierto de encaje. Aunque a Ashford no era el vestido lo que le interesaba. Su avezada mirada se percató de que el cuerpo que cubría el vestido era esbelto y de piernas largas, delgado aunque innegablemente femenino. Su cuello, largo y elegante como el de un cisne, sostenía su cabeza en un ángulo orgulloso. Y bien orgullosa que podía estar. Su cabello negro, recogido en un elegante moño y adornado con lo que parecían diamantes, brillaba a la luz de las miles de velas de las arañas. Su rostro, un óvalo perfecto con ojos oscuros y nariz recta, era un ejemplo de perfección clásica. Su belleza era deslumbrante cuando sonreía, cosa que hizo al responder a un comentario del oficial que tenía a su derecha mientras se llevaba un abanico de encaje blanco a la barbilla.
Llegó a la conclusión de que nunca había visto a una mujer tan hermosa… aunque bien pensado no podía decirse que fuera una mujer. En realidad era poco más que una niña. Pero con un encanto tan arrebatador como el de un capullo de rosa perfecto aún por florecer.
Tal vez por suerte para la joven en cuestión y para los padres o la carabina que estuvieran pululando a su alrededor, Ashford prefería las flores en su esplendor a los delicados capullos… Eran mucho más agradables de seducir. Se dio por satisfecho con el escrutinio e hizo ademán de mover el monóculo.
—Valdría la pena impresionar a esa —dijo John Waldane al percatarse del gesto de sus labios y de la dirección de su mirada—. Pero, por desgracia, Rosthorn, ningún hombre llama su atención a menos que sus amplios hombros estén enfundados en una casaca roja. —Soltó un suspiro teatral y pesaroso.
—Y solo si no supera los veintidós —añadió él, al percatarse de la juventud de los dos oficiales. Tenía que estar haciéndose viejo, pensó, si los oficiales le parecían niños jugando a la guerra.
—¿No sabes quién es? —le preguntó Waldane al ver que se volvía en dirección a la sala de juegos.
—¿Debería? —preguntó a su vez—. Es alguien de relevancia, supongo.
—Se podría decir que sí —convino su amigo—. Se hospeda con los condes de Caddick en la rue de Bellevue, dado que su hija, lady Rosamond Havelock, es amiga suya. Aunque su hermano también está en la ciudad; es funcionario de la embajada de La Haya, pero en estos momentos está en Bruselas con sir Charles Stuart.
—¿Y…? —lo instó a continuar con un gesto de la mano.
—Uno de los oficiales que está hablando con ella (el rubio que tiene a la derecha) es el vizconde de Gordon —explicó Waldane—. El capitán lord Gordon, heredero de Caddick. Hijo único, ya que estamos. De ahí que el conde le haya comprado el cargo en la Guardia Real Montada, supongo… Mucha gloria y mucho uniforme, pero nada de peligro. Se pavonearán a lomos de sus caballos en las revistas a las tropas, provocando desmayos colectivos entre las damas por su gallardía, pero se desmayarían colectivamente si la amenaza de un enfrentamiento con Boney deja de ser un emocionante juego para convertirse en una realidad.
—Tal vez nos sorprendan si se les da la oportunidad de alcanzar la gloria —dijo Gervase con ecuanimidad. Dio un paso hacia las puertas del salón de baile. Era obvio que su amigo Waldane había tomado su interés por la joven morena por algo de índole más personal y que a todas luces quería que le suplicara que le dijera su nombre.
—Es lady Morgan Bedwyn —le dijo Waldane.
Gervase se detuvo y lo miró con las cejas enarcadas.
—¿Bedwyn?
—La benjamina de la familia —explicó Waldane—. Recién salida del cascarón, presentada en la Corte hace muy poco, el tesoro más codiciado del mercado matrimonial, aunque Gordon ya la ha reclamado. Tengo entendido que se espera un anuncio formal en cualquier momento. Será mejor que te mantengas lejos, Rosthorn, aunque el lobo se haya quedado en Inglaterra en lugar de acompañarla. —Le dio una palmadita en el hombro y sonrió.
El lobo. Wulfric Bedwyn, el duque de Bewcastle. Aunque llevaba nueve años sin verlo y cuatro o cinco sin pensar en él, sintió que la gélida furia del odio se apoderaba de él con la simple alusión a su persona. Bewcastle era el culpable de que no conociera a ninguno de esos rostros ingleses, de que su propio idioma le resultase extraño y de que se sintiera como un extranjero entre ellos, sus propios compatriotas. Bewcastle era el culpable de que no hubiera pisado suelo inglés (su propio país, el país de su padre) desde que tenía veintiún años. En cambio, había deambulado por el continente sin pertenecer realmente a Francia porque, a pesar de la nacionalidad francesa de su madre, él era inglés de nacimiento y heredero de un condado inglés. Por ese mismo motivo tampoco había estado a salvo en otros países europeos, hasta hacía poco bajo la ocupación francesa.
Bewcastle, que había sido su amigo en otros tiempos, era el culpable de que toda su vida se hubiera ido al garete para siempre. Durante los dos primeros años el exilio le había parecido un castigo peor que la muerte… El exilio, la insufrible humillación y la impotencia de verse incapaz de convencer a nadie de la injusticia que se había cometido con él. A la postre se había consolado al convertirse en lo que todos esperaban de él: un libertino que solo se preocupaba por sí mismo y por la satisfacción de sus deseos, ya fueran sexuales o de otra índole. Ciertamente había permitido que Bewcastle ganara y en más de un sentido.
Sí, comprendió en ese preciso momento, mientras observaba a Waldane por encima del hombro. El odio, la acuciante necesidad de devolverle el golpe a Bewcastle, no se había marchitado ni un ápice con los años. Se había limitado a enterrarlo en el fondo de su mente.
Y en ese preciso instante se encontraba en el mismo edificio, en la misma estancia, que la hermana de Bewcastle. Era demasiado bueno para ser verdad.
Volvió a clavar la vista al otro lado del salón de baile. La joven tenía la mano apoyada en la manga del oficial rubio (el capitán lord Gordon) mientras se dirigían a la pista de baile, donde se estaban formando las filas para comenzar con la contradanza que abriría el baile.
Lady Morgan Bedwyn.
Sí, no le cabía la menor duda de su linaje. Su porte rezumaba el orgullo y la arrogancia de la aristocracia.
Podría hacer alguna diablura si se lo proponía, pensó, mirándola con los ojos entrecerrados. La tentación era casi irresistible.
La muchacha ocupó su lugar en la larga fila de damas sin quitarle el ojo de encima al capitán lord Gordon (un jovenzuelo bastante guapo), que se colocó frente a ella en la fila de caballeros. El muchacho era muy elegible. Hijo y heredero de un conde. Incluso se rumoreaba que estaba prácticamente comprometida con él.
La idea de hacer una diablura se le antojó aún más atractiva.
No le cabía duda de que la muchacha era una inocente a pesar de su arrogancia. Probablemente había estado rodeada de institutrices hasta que fue presentada en sociedad, y de carabinas desde entonces. Él, en cambio, no tenía nada de inocente. Pese a su reputación, era cierto que solo utilizaba sus encantos seductores con mujeres que igualaban su experiencia y, por regla general, su edad. Pero si decidía utilizar dichos encantos con una joven inocente, tal vez lograra que se olvidase del casaca roja.
Si se decidía.
Y ¿cómo no iba a hacerlo?
Cuando comenzó la música, sintió que la tentación se apoderaba de él con un hormigueo ligeramente seductor. Aunque, para ser sinceros, la tentación no era ni mucho menos ligera.
Lady Morgan Bedwyn ejecutaba los pasos del baile con precisión y elegancia. Era una mujer delgada, esbelta y de pechos pequeños, unos atributos físicos que por lo general no despertaban su apetito sexual. Y en esos momentos no estaba excitado ni mucho menos; se limitaba a apreciar en su justa medida la perfección de su belleza.
Y sí… le seducía la idea de causarle problemas.
—¿Vas a la sala de juegos, Rosthorn? —le preguntó John Waldane.
—Tal vez más tarde —respondió sin apartar la vista de los bailarines, cuyos pies golpeaban el parquet al compás de la música—. Debo ir en busca de lady Cameron y pedirle que me presente a lady Morgan Bedwyn cuando acabe esta pieza.
—¡Vaya, vaya! —Su amigo sacó la cajita de rapé—. ¡Eres un donjuán, Rosthorn! Bewcastle te retará a duelo solo por haber osado posar los ojos en su hermana.
—Bewcastle, si la memoria no me falla, no participa en duelos —lo corrigió con desdén al tiempo que resoplaba por la nariz a causa del hiriente recuerdo—. Además, soy el conde de Rosthorn. No hay nada de malo en que solicite una presentación formal. O en que la invite a bailar. Ni que estuviera pensando en invitarla a fugarse conmigo…
Aunque sentía una malévola satisfacción al imaginarse la reacción de Bewcastle si de verdad se fugara con la muchacha. ¿Sería capaz de llegar a esos extremos?
—Cinco libras a que insistirá en bailar todas las piezas con un casaca roja y no te prestará la menor atención —dijo Waldane con una carcajada.
—¿Solo cinco libras? —preguntó, y se echó a reír por lo bajo—. ¡Qué menosprecio, Waldane! Que sean diez… o cien. Me da lo mismo. Porque perderás, por supuesto.
No podía apartar los ojos de la joven. Era la hermana de Bewcastle, una persona muy cercana a él, un ser querido. Una persona mediante la cual podría herir el orgullo y la posición preeminente de Bewcastle e incluso su corazón. Aunque dudaba mucho que tuviera corazón… De la misma manera que él tampoco lo tenía, pensó con cinismo.
Los giros favorables que en ocasiones tomaba el destino eran extraños… aunque ya era hora. Bélgica era lo más cerca que había estado de regresar a casa, aunque su padre llevara más de un año muerto y su madre lo exhortara a regresar a Windrush Grange para hacerse cargo de su herencia, de sus obligaciones y de sus responsabilidades como conde de Rosthorn. Estaba en Viena cuando Napoleón se escapó de la isla de Elba en marzo. En ese momento, dos meses después, había decidido dar el tímido paso de trasladarse a Bruselas, donde los ingleses y sus aliados comenzaban a reunir tropas para el enfrentamiento decisivo con Napoleón. Muchos de los ingleses con hijos en el ejército habían llevado a sus esposas e hijas, y a otros miembros de la familia. Una ingente cantidad de ciudadanos británicos había llegado en masa a Bruselas durante la primavera de 1815 por la sencilla razón de que era el lugar de moda.
Y entre esa ingente cantidad de personas se encontraba lady Morgan Bedwyn, hermana del duque de Bewcastle.
Desde luego, el escenario era ligeramente seductor…
El destino por fin le había dado una mano ganadora.
Lady Morgan Bedwyn estaba ligeramente aburrida; peor aún, estaba ligeramente decepcionada. Siempre había aborrecido la idea de la presentación en sociedad y durante un año o más, antes de cumplir los dieciocho, había discutido sobre el tema con Wulf, el duque de Bewcastle, su hermano mayor y el cabeza de familia. Había protestado porque no quería sonreír y soltar risillas tontas detrás de un abanico, ni convertirse en un objeto más a la venta en el mercado matrimonial. No quería que esos caballeretes llenos de espinillas que atestaban Londres la examinaran y pujaran por ella… como si lo único que importara en la vida fuera el matrimonio y lo único que ella tuviera para ofrecer fuera su aspecto físico y su noble cuna.
Aunque, por supuesto, Wulfric había insistido. De forma inexorable y alzando tan solo las cejas. Claro que las cejas de Wulf (por no hablar de su monóculo) eran tan formidables como el grito de guerra de un regimiento completo. Y, por supuesto, la tía Rochester, esa vieja cascarrabias, la había tomado bajo su ala sin dilación cuando llegó a Londres y en un abrir y cerrar de ojos la obligó a lucir el uniforme típico de toda jovencita durante su primera temporada social. En otras palabras, todo era de color blanco, muy delicado, y parecía quitarle nueve años de encima… cosa en absoluto deseable si se tenían dieciocho. Y después llegó Freyja (su hermana mayor, lady Freyja Moore, marquesa de Hallmere) con su marido el marqués para amadrinarla durante su presentación a la reina, celebrar su baile de presentación y acompañarla en sus primeros eventos sociales.
No había visto la hora de que llegara a su fin el tedioso proceso. Había aborrecido cada minuto de cada día. Se había sentido como un objeto. Un objeto muy exclusivo y valioso, claro estaba, aunque eso no la había ayudado a sentirse una persona.
Sin embargo, y una vez que lo había dejado atrás, se alegraba de haberlo hecho. Porque a pesar de su renuencia a soportar la temporada social en Londres, poseía un alma aventurera e inquieta, así como una mente ágil e inquisitiva que necesitaba de estimulación constante. De repente, la aventura y el alimento para su mente surgieron de la nada cuando Napoleón Bonaparte escapó de Elba y regresó a Francia. Los salones de Londres habían cobrado vida con las noticias y las especulaciones que estas creaban sobre el futuro. Sin duda alguna, los franceses lo rechazarían. Pero no había sido así. Los rumores sobre una posible guerra inundaron Londres. ¿Sería posible que los aliados, tan apaciblemente enzarzados en conversaciones de paz en Viena, se vieran obligados a librar otra terrible batalla contra Bonaparte?
No tardó en ser evidente que la respuesta era afirmativa… y que el campo de batalla estaría en Bélgica. El duque de Wellington nada más y nada menos se desplazó allí en abril, a Bruselas concretamente, y otros personajes de gran relevancia procedentes de toda Europa emprendieron viaje para reunirse con él.
El asunto le había parecido fascinante desde el primer momento. Y, dado que era una Bedwyn y los Bedwyn siempre habían menospreciado las convenciones sociales y entre ellos nunca había habido un tema inapropiado para los oídos de una dama, había discutido largo y tendido la situación con su familia.
Poco después se le presentó la oportunidad de ir a Bruselas.
Los ejércitos habían comenzado a prepararse para la guerra; algunos de los regimientos británicos y numerosos oficiales se encontraban en Londres. Estos últimos comenzaron a aparecer en público con sus uniformes… Y uno de ellos comenzó a cortejarla con insistencia. Codearse con el capitán lord Gordon, el rubio y apuesto heredero del conde de Caddick, ataviado con su flamante uniforme, le había parecido bastante entretenido. Juntos habían paseado en carruaje, habían ido a la ópera acompañados de sus padres y su hermana, habían bailado en multitud de eventos sociales. Incluso había entablado amistad con su hermana, lady Rosamond Havelock.
Entonces el capitán lord Gordon recibió órdenes de partir hacia Bélgica con su regimiento, y los Caddick, Rosamond incluida, decidieron seguirlo a Bruselas. Docenas, tal vez cientos, de miembros de la alta sociedad acudirían también a la convocatoria. Sería divertidísimo, le había dicho Rosamond cuando la invitaron a ir con ellos, bajo la tutela de la condesa.
Todo el mundo había dado por sentado, por supuesto, que el cortejo entre el capitán y ella era en serio. Y aunque a él así se lo pareciera, al igual que a Rosamond y a sus padres, ella no se sentía preparada para tomar una decisión que la ataría de por vida. Sin embargo, ansiaba ir a Bruselas, estar cerca de la crisis que se avecinaba y del lugar donde se iba a desarrollar la acción, de modo que le había pedido permiso a Wulf para que la dejara ir.
En aquel entonces había supuesto que todo sería un ejercicio político e intelectual de grandes proporciones, que la conversación sería seria y estimulante allá donde fuera. ¡Qué idea más ridícula!
De hecho, estar en Bruselas no era distinto de estar en Londres… Los días y las noches eran una sucesión de frivolidades. En un momento dado incluso llegó a desear que Wulfric se hubiera negado a darle permiso. Todo aquello había resultado un poco decepcionante.
Claro que estar en Bruselas tenía ciertas ventajas. Por un lado, disfrutaba de una increíble sensación de libertad. No estaba Wulfric para vigilar todos y cada uno de sus movimientos con el monóculo en la mano; y tampoco estaba la tía Rochester con sus impertinentes preparados para mirarla con reprobación cada vez que hacía algo. Solo estaba Alleyne, el hermano con quien menos años se llevaba, que trabajaba en la embajada a las órdenes de sir Charles Stuart. Aunque el joven le había prometido a Wulf que echaría un ojo a su hermana, hasta el momento había hecho bien poco. Tal vez incluso no le hubiera echado ni medio…
Lady Caddick era una carabina bastante permisiva. Y bastante estúpida. Lord Caddick no tenía carácter alguno o, si lo tenía, ella no había visto el menor indicio. Rosamond le caía bien, pero solo le gustaba hablar de pretendientes, sombreros y bailes. Al capitán lord Gordon y al resto de los oficiales que conocía les gustaba alardear de su hombría diciéndoles a las damas que no debían ocupar sus lindas cabecitas con los asuntos que a ella le parecían mínimamente interesantes.
Todo ello era muy irritante para alguien que había crecido con los Bedwyn y que había cometido la estupidez de esperar que todos los hombres fueran como sus hermanos y todas las mujeres como Freyja.
La contradanza que había abierto el baile de los Cameron estaba a punto de tocar a su fin. Le gustaba bailar con el capitán lord Gordon porque el uniforme le sentaba de maravilla y, además, bailaba muy bien. Cuando lo conoció llegó a creer que se enamoraría de él. Pero el paso del tiempo había despertado en ella muchas dudas con respecto a su carácter. Al comenzar la contradanza, durante los breves instantes en los que los pasos los acercaban, el capitán le había dicho que se tomaba muy en serio su papel en la lucha contra la tiranía. Estaba preparado, afirmó, para morir por su país si debía… y por su madre y su hermana y… Bueno, aún no tenía derecho a añadir otro nombre, concluyó con una mirada ardiente.
A ella le pareció un tanto dramático. Y bastante alarmante. Porque en ese momento comprendió que los Caddick y muchas otras personas habían dado por sentado que al aceptar su invitación también aceptaba un futuro compromiso con su hijo. No obstante, las razones que habían alegado para invitarla no eran otras que la necesidad de Rosamond de contar con compañía femenina.
—Lady Morgan —le dijo el capitán cuando acabó la música—, estaba rezando para que la orquesta se olvidara de terminar. Para que pudiéramos seguir bailando toda la noche.
—¡Qué tontería! —exclamó al tiempo que abría el abanico y se abanicaba despacio las acaloradas mejillas—. Hay otras damas que aguardan su turno para bailar con usted, capitán.
—Solo hay una dama —comenzó el capitán, ofreciéndole el brazo para acompañarla de vuelta al lado de su madre— con la que merezca la pena bailar… Pero, por más que me pese, no puedo bailar dos piezas seguidas con ella.
¿Sería posible, se preguntó, que solo fuera un joven presumido y estúpido? Aunque su posición lo enfrentaba a la amenaza de la guerra y de la muerte. Debía recordar eso último… Sería injusto que lo olvidara. A un hombre se le podía perdonar cierto grado de sentimentalismo en tales circunstancias. Siempre que no sobreactuara. Le sonrió, pero habló con voz firme:
—No, no puede —replicó—. Deseo bailar con otras parejas.
El teniente Hunt-Mathers formaba parte del grupo que rodeaba a lady Caddick y a Rosamond y esperaba su turno para bailar con ella, justo a continuación. No era tan alto, tan apuesto, ni tan gallardo como lord Gordon, pero era un joven agradable de buena cuna y le caía bien, aunque tendía a ser un poco soso. Se giró hacia él con una sonrisa mientras quitaba la mano del brazo del capitán.
Sin embargo, antes de que pudiera entablar ningún tipo de conversación, se dio cuenta de que lady Cameron estaba hablando con lady Caddick a fin de solicitar su permiso para presentarle a un caballero. Una vez que lo consiguió, Morgan se giró hacia la anfitriona y su acompañante.
—Lady Morgan —le dijo la vizcondesa de Cameron con una sonrisa amable—, el conde de Rosthorn ha solicitado una presentación formal.
Estudió al conde con detenimiento. No era un oficial. Iba ataviado con unas elegantes calzas grises de seda, un chaleco bordado de color plata y un frac negro muy ajustado. La camisa, la corbata y los puños de encaje eran blancos. Tampoco era un hombre especialmente joven. Aunque sí era alto, bien formado y bastante apuesto, reconoció mientras lo saludaba con una reverencia y se percataba de que tenía unos ojos grises de mirada indolente que parecían observarla con cierta sorna.
Sin embargo, no vio nada en el conde de Rosthorn que despertase su interés. Era uno más de los muchísimos caballeros que habían deseado conocerla desde que hiciera su presentación en sociedad. Era muy consciente de que la consideraban hermosa, aunque a sus ojos fuese demasiado delgada y tuviera el pelo demasiado oscuro. Además, sabía que, como hija de un duque con una vasta fortuna a su nombre, era atractiva a los ojos de todos los solteros, con independencia de su edad y de su posición social. A fin de cuentas, era un objeto más a la venta en el mercado matrimonial a pesar de encontrarse en Bruselas y no en Londres y a pesar de que su compromiso con lord Gordon se diera por sentado. Se comportó con educación e intercambió las cortesías de rigor con lord Rosthorn, aunque en su mente lo catalogó como un caballero más que carecía de interés. No obstante, lo miró con la gélida arrogancia que solía desanimar a los caballeros cuya atención no deseaba. Esperaba que el conde supiera interpretar su expresión y no le pidiera un baile.
En ocasiones le alarmaba darse cuenta de lo hastiada que estaba de todo aquello a los dieciocho años.
—Estoy bien, gracias —respondió él con una voz que en cierto modo encajaba con esos ojos. Ambos un tanto indolentes y ligeramente burlones—. Y mucho mejor ahora que me han presentado a la dama más encantadora de todo el salón.
Pronunció el estúpido halago como si se estuviera riendo de sí mismo mientras lo decía.
De modo que ni siquiera se dignó replicarle. Se abanicó el rostro y lo miró a los ojos con las cejas ligeramente enarcadas y una expresión altiva. Una expresión que los Bedwyn dominaban a la perfección. ¿De verdad la creía tan estúpida y descerebrada? ¿Esperaba que se echara a reír como una tonta y se ruborizara complacida por semejante estupidez? Aunque ¿por qué no iba a pensarlo? La mayoría de los caballeros lo hacían, demostrando así cuán descerebrados eran ellos.
Su actitud intensificó el brillo burlón de esos ojos grises y comprendió que lord Rosthorn debía de haber adivinado lo que ella estaba pensando. ¡Bien!, exclamó para sus adentros. Sin embargo, sus siguientes palabras la desalentaron.
—¿Es mucho suponer que aún le quedará alguna pieza libre y que me concederá el honor de bailarla conmigo? —preguntó.
¡Diantres!, pensó y detuvo el movimiento del abanico mientras buscaba una excusa amable con la que rechazarlo… Se negaba a mentirle sin más y decirle que ya tenía comprometidos todos los bailes.
Alguien lo hizo por ella.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el capitán lord Gordon con ese tono lánguido que solía utilizar cuando hablaba con alguien a quien consideraba inferior—. Por aquí ya se han concedido todos los bailes, amigo mío.
Indignada, abrió los ojos de par en par. ¿Cómo se atrevía? No obstante, antes de que pudiera darse la satisfacción de replicar con un comentario mordaz que rebatiera semejante tontería, el conde de Rosthorn se giró hacia el capitán con un monóculo en la mano que se llevó a un ojo para observarlo con evidente desinterés.
—Acepte mis felicitaciones, capitán —dijo el conde—. No obstante, me veo en la obligación de corregir la equívoca impresión que parece tener. No era a usted a quien estaba invitando a bailar.
Morgan contuvo las carcajadas de alegría a duras penas. ¡Qué réplica más maravillosa! De repente veía al conde desde una perspectiva totalmente distinta. Un hombre de ingenio tan rápido y de semejante aplomo era sin duda un alma gemela. Le recordó a sus hermanos.
—Gracias, lord Rosthorn —le dijo como si no hubiera sucedido nada—. ¿Le parece bien la siguiente pieza?
A pesar de su inmaculada apariencia, pensó, lord Rosthorn tenía un aura un tanto sórdida, si bien no sabría explicar la sensación. Tal vez se debiera a la diferencia de edad que percibía entre ellos y que lo convertía, a sus ojos, en un hombre de mundo. Claro que ella jamás admitiría su ingenuidad. Había una especie de indiferencia, algo ligeramente peligroso en él.
—Será un honor que esperaré con ansia durante la próxima media hora —respondió el conde.
Tal vez fuera su mirada indolente, decidió Morgan… y su voz, también indolente. Pero no, su voz tenía algo que explicaba esa sensación de peligro que percibía. Lord Rosthorn tenía acento francés.
Se abanicó el rostro con lentitud mientras lo observaba marcharse.
—Ese tipo tiene suerte de que haya mujeres presentes —dijo lord Gordon a sus amigotes con una nota furiosa en la voz—. Me habría sentido muy satisfecho si hubiera podido cruzarle la cara con el guante.
Morgan no le hizo caso.
—Mi querida lady Morgan —dijo lady Caddick cuando el conde se hubo alejado lo bastante para no escucharla—, el misterioso conde de Rosthorn debe de haberse quedado prendado de usted para buscar una presentación.
—¿Misterioso, mamá? —preguntó Rosamond.
—Ay, sí, muy misterioso —respondió la condesa—. Heredó el título y la fortuna de su padre hace poco más de un año, pero hacía muchísimo tiempo que nadie lo veía ni se sabía de él, desde aquel año en que… pero ahora está en Bruselas. Se rumorea que ha estado oculto en el continente, reuniendo información para el gobierno británico.
—¿Es un espía? —preguntó Rosamond, mirando la espalda de lord Rosthorn con los ojos desorbitados.
—Tal vez haya algo de cierto en ese rumor —contestó su madre—. Eso explicaría su presencia en Bruselas en un momento en el que la información sobre los movimientos de los franceses debe de estar muy solicitada.
El interés de Morgan aumentó aún más. ¡Un hombre peligroso! No obstante, ya se estaban formando las filas para el siguiente baile y la orquesta estaba preparada para empezar a tocar. El teniente Hunt-Mathers se acercó a ella, le hizo una rígida reverencia al estilo militar y le ofreció el brazo.
2
Gervase pasó la siguiente media hora en la sala de juegos, deambulando entre las mesas y observando a los jugadores mientras intercambiaba los saludos de rigor con varios conocidos. Y lo hizo con un oído puesto en la música.
Lady Morgan Bedwyn era tan encantadora de cerca como le había parecido desde el otro extremo del salón. Su tez era sedosa e impecable; sus ojos, castaños, enormes y rodeados de espesas pestañas oscuras. Su reacción ante los halagos deliberadamente zalameros que le había dedicado le había hecho mucha gracia. Lo había mirado de arriba abajo como si fuera una viuda hastiada. Al parecer, no era tan bobalicona como había esperado que fuese.
Esa mirada altiva y distante debía de ir unida al apellido. Bewcastle la había convertido en un arte. Y él la había sufrido en sus propias carnes la última vez que lo vio. La expresión del rostro de lady Morgan Bedwyn sugería orgullo, altivez, vanidad, arrogancia… Facetas de un carácter que reforzaban su resolución.
La música por fin acabó y fue reemplazada por el murmullo de las conversaciones procedente del salón de baile. Había llegado el momento de reclamar a su pareja. La hermana de Bewcastle.
El ruido y las carcajadas del salón de baile parecían ocultar el hecho de que todos estaban allí, sobre todo los oficiales, porque la guerra era inminente. Pero tal vez fuera precisamente la posibilidad de que se produjera una hecatombe lo que instaba a todo el mundo a disfrutar del momento. Un momento que tal vez fuera el último para muchos de ellos.
Localizó a su pareja entre la multitud y se acercó a ella. Saludó a lady Caddick, su carabina, con una inclinación de cabeza y a lady Morgan con una reverencia.
—Lady Morgan —dijo—, creo que es mi baile.
La joven asintió con un gesto regio. Tanto ella como la muchacha rubia que la acompañaba estaban rodeadas por un grupo de jóvenes oficiales, que lo miraron con hostilidad apenas disimulada.
—Es un vals —comentó la otra muchacha—. ¿Conoce los pasos, lord Rosthorn?
—Por supuesto —le aseguró—. He pasado varios meses en Viena. Allí es el baile de moda.
—¡Rosamond! —la reprendió lady Caddick, tal vez por haberse dirigido a él antes de que hubieran sido formalmente presentados. Sin embargo, las voluminosas plumas del tocado de la condesa se inclinaron con elegancia hacia él—. Puede bailar el vals con lady Morgan, lord Rosthorn. Ha recibido la aprobación de las damas del comité organizador de Almack’s.
Le ofreció el brazo a lady Morgan y ella apoyó la mano… Una mano de dedos largos y esbeltos enfundados en un guante blanco.
—La aprobación de las damas del comité organizador de Almack’s —repitió mientras se alejaban, enarcando las cejas—. ¿Eso es… importante?
—Es mortalmente aburrido —contestó ella con esa expresión que tanto le recordaba a una viuda hastiada—. Una dama no tiene permiso para bailar un vals en Londres a menos que haya recibido la aprobación del comité.
—¿De veras? —preguntó—. Por favor, explíquemelo.
—A muchas personas no les gusta el vals —dijo ella—. Lo tachan de ser un baile suelto.
—¿Suelto? —le preguntó, inclinando la cabeza hacia ella.
—Indecente —respondió lady Morgan con voz desdeñosa.
Gervase esbozó una sonrisa.
—Entiendo —replicó. Y lo entendía. La vieja Inglaterra. No había cambiado. Tan puritana como de costumbre.
—Lo había bailado miles de veces en casa con mi profesor de baile y con mis hermanos —le dijo ella—. ¡Pero no me permitieron bailarlo en mi fiesta de presentación!
—¡Como si fuera una niña pequeña! —exclamó él con expresión horrorizada.
—¡Exacto! —Pero lady Morgan lo miró a los ojos con recelo mientras ocupaban su lugar en la pista de baile y esperaban a que la música comenzase.
¡Señor, era toda una belleza!
—¿Es un espía británico? —le preguntó ella.
Gervase enarcó las cejas ante el brusco cambio de conversación.
—Corre el rumor de que lo es —prosiguió la joven—. Lleva fuera de Inglaterra mucho tiempo. Se dice que ha estado realizando misiones para recabar información en nombre del gobierno británico.
—¡Caramba! Mucho me temo que no soy tan romántico —replicó él—. He pasado nueve años fuera de Inglaterra porque me exiliaron… Mi padre me exilió.
—¿De veras? —preguntó lady Morgan.
—Por culpa de una mujer —le explicó con una sonrisa— y por el robo de una joya de valor incalculable.
—¿Que usted robó?
—Que yo no robé —la corrigió—. Pero ¿no dicen lo mismo todos los ladrones convictos?
Lady Morgan lo miró un instante con las cejas arqueadas.
—Siento que no sea un espía —dijo—. Aunque de todas formas dudo mucho que hubiera estado dispuesto a contestar mis preguntas acerca de la situación militar. —Giró la cabeza hacia el estrado donde estaba la orquesta… La música por fin comenzaba a sonar.
Gervase le colocó la mano derecha en la cintura (era tan estrecha que casi podía abarcarla con las dos manos) y tomó su mano derecha con la izquierda. Ella apoyó la mano libre en su hombro.
Era muy joven. E increíblemente arrebatadora.
Y la hermana de Bewcastle.
Gervase se consideraba un buen bailarín. Siempre le habían encantado los elegantes giros del minué y del cotillón, los intrincados y vigorosos pasos de la contradanza… y la vibrante sensualidad del vals. Tal vez los ingleses tuvieran razón al proteger a las jóvenes de su seductor influjo.
La condujo por la pista de baile girando con cuidado, comprobando hasta qué punto sabía bailar y si era capaz de dejarse llevar por su pareja. Había tenido buenos maestros. Pero su habilidad trascendía la precisión y la destreza. Lo supo desde ese primer momento, mientras giraban tan despacio como el resto de las parejas que los rodeaban.
Lady Morgan no parecía muy dispuesta a seguir conversando y él tampoco estaba por la labor. Estaba rodeada por un perfume suave, tal vez un jabón floral o una colonia… ¿Violetas? Su esbelta figura rebosaba juventud. Se dejaba llevar con soltura y docilidad, moviendo los pies a escasos centímetros de sus zapatos.
—¿Así es como bailan los ingleses el vals? —le preguntó.
—Sí. —Lady Morgan lo miró—. ¿No se baila así en el resto del mundo?
—¿Me permite que le enseñe cómo se hace en Viena, chérie? —le preguntó.
La vio abrir los ojos de par en par, aunque no supo si lo hizo en respuesta a su pregunta o por el uso del apelativo cariñoso en francés.
Comenzó a moverse con pasos más largos, describiendo círculos cada vez más amplios en uno de los rincones de la pista y ella lo siguió. Incluso consiguió arrancarle una alegre sonrisilla.
El vals no se había concebido para ser mecánico y monótono, con todas las parejas girando en lenta y perfecta armonía las unas con las otras. De modo que se dispuso a bailarlo como sin duda fue concebido, con los ojos y la mente concentrados en su pareja; con los oídos atentos a la música de modo que la melodía y el ritmo calaran en él; con los pies dispuestos a convertir dicho ritmo en movimiento.
Era un baile sensual, concebido para concentrar la atención de un hombre en su pareja y viceversa. Concebido para hacerlos pensar en otro tipo de danza, una de índole mucho más íntima.
No era de extrañar que los ingleses tuvieran reparos a la hora de bailar el vals.
La hizo girar por la pista hasta que las luces de las arañas se convirtieron en un brillante destello informe sobre sus cabezas; la condujo con destreza entre las otras parejas que bailaban más despacio, percatándose con satisfacción de que lo seguía sin perder el ritmo, sin el menor temor a perder el paso, a chocar con otra pareja o a perder el equilibrio. Los brillantes uniformes de los oficiales y los delicados tonos pastel de los vestidos de las damas se fundieron en una repentina melodía de color.
Cuando la primera parte del vals llegó a su fin, lady Morgan tenía los ojos brillantes, estaba ligeramente ruborizada y respiraba con dificultad. Parecía aún más hermosa que antes.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Me gusta el vals vienés!
Gervase inclinó la cabeza hacia ella.
—¿Cree que las damas del comité organizador de Almack’s lo aprobarían?
—Rotundamente no —contestó, y después se echó a reír.
La música comenzó a sonar de nuevo. Pero era una melodía más lenta, más sosegada.
La condujo de nuevo entre la multitud de parejas, girando entre ellas, variando la amplitud del paso y dando unos más cortos antes de ejecutar unos giros amplios que la obligaban a arquear la espalda y el cuello. Sentía la música con todo el cuerpo, se movía con ella, la retaba, se tomaba libertades y se dejaba llevar por su magia. Y lady Morgan se movía con él sin apartar la mirada de su rostro. La sujetaba tal vez un poco más cerca de lo tolerado, si bien no se tocaban salvo en aquellos lugares permitidos.
Lady Morgan suspiró cuando la música llegó a su fin.
—No sabía que el vals pudiera ser tan… —dijo, aunque el gesto que hizo con la mano que acababa de quitarle del hombro le indicó que no se le ocurría una palabra adecuada para describirlo.
—¿Romántico? —le sugirió. Acercó los labios a su oído—. ¿Erótico?
—Agradable —replicó ella, y después frunció el ceño y volvió a mirarlo con su expresión altiva—. ¡Su elección de palabra no ha sido muy acertada! Además, ¿por qué me ha llamado «chérie»?
—He pasado nueve años en el continente —respondió—, y he hablado francés casi todo ese tiempo. Mi madre es francesa.
—¿Eso quiere decir que me llamaría «querida» o «preciosa» si hubiera pasado todo e