Hotel de las Musas

Ann Kidd Taylor

Fragmento

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1

 

 

 

 

Me aparté un mechón de pelo que flotaba delante de la máscara y seguí buceando por las aguas azul turquesa de Bimini. Era el último día de mi estancia de investigación y vigilaba constantemente la posible aparición de Sylvia, un tiburón limón hembra de cuatro años de edad y metro y medio de longitud al que había dado ese nombre en honor a la oceanógrafa Sylvia Earle. Las esquirlas de luz que hasta hacía poco perforaban el agua habían empezado a menguar, dejando la superficie pincelada de sombras. Miré con nerviosismo a Nicholas, mi compañero de buceo, y a continuación verifiqué el reloj. A esas alturas ya tendríamos que haberla avistado. Sylvia acababa de superar la infancia y había empezado a aventurarse lejos de la seguridad de los manglares donde había nacido, una costumbre que me preocupaba, pero que también admiraba.

En la pequeña isla situada frente a la costa sudoeste de Florida donde vivía y trabajaba como bióloga marina, me llamaban Maeve, la que susurra a los tiburones. Lo que implicaba que podía acercarme a esos superdepredadores y domesticarlos incluso, lo cual era, claro está, una locura que podía tener consecuencias mortales. Mi apodo había llegado también hasta aquí, el Marine Field Lab de Bimini, donde había pasado los últimos seis meses marcando tiburones limón con transpondedores pasivos integrados, realizando su seguimiento, recogiendo muestras de ADN, fotografiando y catalogándolos mañana, tarde y noche. Tenía controlados cerca de un centenar, pero del ejemplar del que más orgullosa me sentía era de Sylvia.

Sylvia tenía la graciosa costumbre de recoger los pequeños fragmentos de peces que dejaba a su paso después de atrapar con los dientes y engullir a sus presas, como si no soportara desperdiciar ni una migaja. Su frugalidad no solo me hacía gracia, sino que además era uno de esos detalles por los que se había ganado mi cariño. Me gustaba cómo se quedaba reposando en el fondo después de que los demás tiburones limón prosiguieran su camino, como si reclamara un tiempo adicional de descanso. Era una chica perezosa. Solía identificarla incluso antes de localizar la cicatriz que lucía en su segunda dorsal, en forma de signo de verificación invertido. A menudo, Sylvia nadaba junto a mí más cerca de lo aconsejable, aunque sabía que, en teoría, los tiburones limón no solían ser agresivos, y probablemente era mi imaginación, más que mis conocimientos científicos, la que me hacía tener la extraña sensación de que ella también me reconocía.

«Es una cuestión de simpatía mutua», había comentado en una ocasión Nicholas, solo medio en broma.

Era el 12 de junio de 2006, el día de mi treinta cumpleaños. Debería haber estado en mi pequeña habitación, haciendo las maletas, o en la cocina comunitaria, preparando alguno de mis espantosos pasteles para compartir con los demás científicos después de cenar y de este modo reconocer al menos el acontecimiento, pero no había querido abandonar Bimini sin una sesión de buceo de despedida. Al día siguiente por la mañana, Nicholas y yo emprenderíamos el breve vuelo chárter rumbo a Miami. Desde allí, él regresaría a Sarasota y a sus rayas. Originario de Twickenham, Inglaterra, Nicholas había llegado a Estados Unidos como estudiante hacía ya quince años, después de pasar una temporada en Londres, y había terminado en el prestigioso Southwest Florida Aquarium de Sarasota. Con solo treinta y cinco años, había sido nombrado el director más joven del departamento de Investigación de Rayas de la institución. Luego, había decidido disfrutar de un periodo sabático de diez meses en el Field Lab, una estancia más larga que la de cualquiera de nosotros, y me imaginaba que en el acuario estarían ansiosos por tenerlo de vuelta. Yo regresaría a mi trabajo en el Gulf Marine Conservancy de Palermo y al hotel de mi abuela Perri, a orillas del golfo de México.

El Hotel de las Musas, donde me había criado y donde seguía viviendo, no era el típico hotel de Palermo. Mientras que el resto de establecimientos tenía un carácter predeciblemente náutico —paisajes marinos en la cabecera de las camas, ruedas de timón en los restaurantes, acuarios en los vestíbulos—, el hotel intelectual de mi abuela estaba lleno a rebosar de libros. En el salón se celebraban lecturas y charlas y disponía de un sistema de préstamo bibliotecario, con un carrito que iba de habitación en habitación acompañando el carrito de la limpieza. Cada una de sus ochenta y dos habitaciones estaba dedicada a un autor admirado por Perri: Charlotte Brontë, Jane Austen, Gwendolyn Brooks, Octavio Paz, Edna St. Vincent Millay, Henry David Thoreau… El Tampa Bay Times lo había calificado como «el auténtico tesoro escondido de la costa del Golfo, un hotel biblioteca instalado en el Éxtasis». A finales de verano abandonaría una vez más todo aquel «éxtasis» para iniciar una investigación sobre el tiburón ballena en Mozambique.

Siempre que terminaba una estancia de investigación, volvía inevitablemente a mí, como la marea que cubre de nuevo la orilla, todo aquello que había dejado de lado e ignorado, y muy en especial Daniel. Empezaba a notar ya la crecida del pasado: la última y terca imagen de Daniel el día que nos despedimos, su espalda enmarcada por el resplandor del sol de Miami que entraba por la ventana, y todo el silencio que había seguido a aquello. El recuerdo regresaba esta vez con mayor crueldad. Treinta. ¿Qué pasaba con esa edad? Era como si todos los relojes marcaran el paso del tiempo con más fuerza.

Alejándonos más aún del fondo azul cobalto de la barca, Nicholas y yo nos tropezamos con un banco de pececillos plateados que brillaban como monedas al huir corriendo al unísono. Poco antes, un mero rojo, atraído por las burbujas de las botellas, se había quedado fascinado con Nicholas y conmigo y se había acercado tanto que había podido observar incluso el interior anaranjado de su boca. Entre los peces, igual que entre los humanos, había dos escuelas de conducta básicas: la de los aventureros y la de los cautos.

Nicholas señaló una pareja de rayas que pasaba por nuestro lado, con su movimiento ondulante como una escena de El lago de los cisnes. Llegó hasta mí la vibración de las aletas, reverberando como lo hacen todos los sonidos bajo el mar, de un modo confuso y difuso, una extraña percusión a cámara lenta. Nicholas sentía por las rayas, y muy en especial por la raya águila moteada y las mantas gigantes, lo mismo que yo siento por los tiburones, y les hizo una foto antes de que desaparecieran.

Levantó la mano, mostrándome la palma, para indicarme que me parara, y por un momento pensé que había avistado los tiburones limón, pero a continuación hizo un gesto de negación con la cabeza y se encogió de hombros, lo que quería decir: «Los tiburones no llegan, nos estamos quedando sin oxígeno». Después de seis meses trabajando juntos, éramos ya unos expertos en nuestr

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