Comprometer a un vizconde (Los Gresham 5)

Nieves Hidalgo

Fragmento

comprometer_a_un_vizconde-2

Capítulo 1

Wyler aguardó, hierático, a que el individuo que se encontraba sentado al otro lado de la amplia mesa estampara el sello oficial en el documento que lo apartaba del Ejército.

Donald Williamson sopló el papel elevando sus ojos ratoniles hacia él, sin disimular su complacencia.

—Asunto zanjado, Catesby.

El joven apretó las mandíbulas, no hizo más. De ahí en adelante sería solo eso para todos: el vizconde Catesby, debiendo olvidar su graduación de oficial del ejército británico. Y el condenado sujeto al que solo le faltaba relamerse de gusto ante su situación, estaba disfrutando. Lo odiaba solo por ser el hijo de quien le robase a la mujer que deseaba: Lidia Pembroke. Pero su madre había elegido al que fuera el amor de su vida y el condenado Williamson no la había perdonado ni después de muerta, volcando su inquina sobre él, ya que no podía hacerlo contra su padre, el conde de Luton. Por eso, el documento que le tendía con una sonrisa satisfecha significaba para él un triunfo.

Podría haberse negado a aquella farsa.

Podría haberlo hecho, sí. Pero estimaba demasiado al hombre que le pidió auxilio, con el que guardaba una estrecha amistad desde que se conocieran en Bonn. Con un ligero pinchazo en la boca del estómago, recordó la conversación mantenida tras haberle hecho volver a Londres a toda prisa, a raíz de la cual se habían desencadenado los acontecimientos…

***

—¿Aceptarás?

—Su Alteza, soy un simple capitán del…

—Hemos compartido chiquilladas y tomado cervezas en Poppelsdorf, estamos solos y te estoy pidiendo que me ayudes.

—No soy un espía, Su Alteza, y…

—¡Déjate de títulos, por amor de Dios!

Catesby se pasó una mano por el oscuro cabello y asintió.

—…Y por lo que me has contado, Alberto, no tienes certeza de que la baronesa Lehzen esté detrás de todo el asunto —adujo, tuteándolo como deseaba—. Que no os hayáis entendido no significa que sea capaz de urdir todo este entramado para hacerte aparecer como culpable.

—Esa arpía haría lo que fuese necesario para desacreditarme. Por su culpa, por su testarudez, casi perdemos a nuestra hija, y su inquina hacia mí ha aumentado desde que conseguí que fuera cesada de su cargo.

—Ni siquiera está en Londres. ¿De verdad crees que está dirigiendo todo desde Hannover? A mí me parece más bien un asunto en el que alguien se está llenando los bolsillos. Traición, simple y llana.

Alberto de Sajonia se rascó el mentón, como siempre que estaba nervioso, y suspiró.

—Te digo que desde el mismísimo infierno sería capaz esa mujer de hacerlo. Muchos en el reino me ven como un intruso, este condenado asunto hará que piensen lo peor.

—Te has ganado el respeto de todos desde tu valiente comportamiento en el atentado que perpetraron contra vosotros.

—No te equivoques, Rem. Me he ganado el respeto de parte del pueblo, solo de parte del pueblo. Pero sigo teniendo detractores en el Gobierno, más de uno estaría encantado de tacharme de desleal colgándome el asesinato de esos agentes.

—Y para arreglarlo pretendes que yo cese en el Ejército, que me haga pasar incluso por un traidor.

—Solo hasta que descubras al contacto de esa loca intrigante, después podrás reintegrarte y serás condecorado por mi esposa, te lo prometo. Incluso le pediré que te otorgue otro título nobiliario.

—No quiero títulos, sino seguir con mi vida, Alberto; el Ejército lo es todo para mí.

—Es necesario saber cómo llegaron esos mandatos, que no escribí, a manos de esos agentes, poniéndolos ante sus asesinos. ¡¿A son de qué iba yo a comunicarme con dos espías?! —elevó la voz—. Es todo un absurdo. Sin embargo, las notas estaban firmadas por mí. ¿Cómo es posible?

—Nada tan fácil como copiar tu rúbrica de algún documento oficial.

—Scheiße![1] Tienes que ayudarme, Remington.

—Lo intentaré. De todos modos, necesitaré que me echen una mano, este no es mi terreno.

—Me fiaré de quien tú lo hagas.

—¿Qué es lo que puedes adelantarme?

—Poca cosa, aparte de que los dos agentes investigaban filtraciones de nuestras posiciones en China, según he sabido. Desde luego, no gracias a Robert Peel, como imaginarás —dijo con ironía—. Eso… y lo que escribió con su propia sangre Natalia Banister antes de morir: «Topaz».

A Catesby le recorrió un escalofrío por la espalda al escuchar de nuevo el nombre de la mujer.

—¿«Topaz»?

—Tal vez el apodo del traidor. Tiene que tratarse de alguien bien relacionado, una persona que se mueve en círculos altos, esto no es obra de cualquier muerto de hambre; imagino que investigarás a los posibles traidores. —Le tendió la hoja de papel que el vizconde leyó con rapidez, alzando luego sus ojos hacia él.

—Estamos hablando de pares del reino.

—Y tú puedes moverte entre ellos porque formas parte de su mundo, desenmascarar al culpable.

—No será fácil.

—El motivo real de tu retirada del Ejército solo lo sabemos tres personas: tu comandante en jefe, Hugh Gough, mi secretario y yo. Para el resto del mundo, has decidido tomarte un respiro después de casi perder la vida en Singapur y… digamos que debes mostrarte incómodo con el Ejército.

—Para que piensen que soy un posible candidato a venderme, supongo —rezongó Remington—. Dilo claro: me estáis poniendo de cebo.

—Lo siento, no hay otro modo. Debemos esperar a que el traidor se ponga en contacto contigo, puesto que tienes información de nuestras posiciones de primera mano. Te compensaré, lo juro.

—Alberto, ¡vete al diablo!

***

Pero había aceptado la misión. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando él mismo deseaba localizar al desgraciado que había provocado la muerte de los agentes, uno de ellos una mujer a quien llegó a admirar y querer? Y si era cierto que Johanna Clara Louise Lehzen era quien dirigía los hilos, quien quería perjudicar a su amigo, viajaría hasta Hannover para retorcerle el cuello.

—Le deseo una grata estancia en Londres —dijo Williamson con sarcasmo, rompiendo el hilo de sus recuerdos.

Remington apretó los puños a los costados y sus ojos azules lanzaron un destello de ira que atravesó al otro.

—Agradecido —musitó en un tono bajo con connotaciones de peligro.

Su interlocutor no era tonto. No quería enfrentarse al hombre que tenía delante, conocía la camaradería entre él y el esposo de su soberana y, además, sabía del poder del conde de Luton; por mucho que fuera de dominio público la precaria relación entre Catesby y su padre, Thomas Wyler movería todos los hilos que fueran necesarios para hundirle si se atrevía a hacer algo en contra de su heredero. Carraspeó, evitando la mirada directa del más joven, aunque se levantó para rodear el escritorio y abrirle él mismo la puerta, como signo de desprecio al echarlo de su despacho. Contuvo un gesto de dolor cuando la herida de su pierna, que le había dejado una ligera cojera, le recordó que ya no podía moverse tan aprisa.

—Adiós, Wyler —le despidió, obviando el

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos