La necesidad de casarse de lady Jane (Los irresistibles Beau 2)

Ruth M. Lerga

Fragmento

la_necesidad_de_casarse_de_lady_jane-2

Prólogo

¡Ay, cuánto iba a dar que hablar aquella temporada de 1810!

De hecho, a pesar de que aún faltaran un par de semanas para que comenzaran los bailes, ya se cotilleaba menos sobre el francés que había invadido España y mucho más de los nietos del noveno duque de Rule, los Beaufort, quienes estaban todos por casar todavía. Tras dos años de duelo, eran hasta cuatro las damiselas que debutarían esa temporada, acompañadas por algunos de sus primos, si sus madres se salían con la suya.

Rumores sobres la belleza incomparable de las jóvenes casaderas y las que aún eran casi unas niñas —aunque se darían a conocer en los siguientes años—, y sobre la virilidad de todos los caballeros de la familia —algunos de los cuales ya deberían ir pensando en buscar esposa—, iban de salón en salón y de cocina en cocina.

Los libros de apuestas ardían: ¿cuántos Beau se casarían ese año? ¿En qué orden lo harían? Y, sobre todo, ¿quiénes serían los elegidos y elegidas para unirse a tan ilustre familia?

Sí, definitivamente 1810 iba a ser un quebradero de cabeza para las cinco hijas del viejo duque de Rule pero, también sería, sin duda, un año inagotable de cotilleos para el resto de la aristocracia, que los vigilaría de cerca día tras día, en cada reunión social o paseo por el parque, así como estarían también atentos a todas las entradas y salidas que se produjeran en el número veintitrés de Regent Street, la enorme mansión de la familia a la que solo se accedía con invitación previa y donde apenas vivían unos pocos, pero que siempre estaba a rebosar de Beaufort.

la_necesidad_de_casarse_de_lady_jane-3

Capítulo 1

Londres, una semana antes de la temporada

Lady Mary Seymour admiraba la entereza de su prima, lady Jane Montague; aunque no debía sorprenderse, esta siempre había mostrado un carácter sereno.

Estaban sentadas ambas en el corredor del veintitrés de Regent Street, donde vivían con sus madres desde que acudieran a la ciudad hacía ya más de un mes. Ese día el marqués de Denver, cabeza de familia a pesar de que Rule continuase vivo, estaba encerrado en el estudio de la casa junto a sus cinco hermanas, esto era, la plana mayor de los Beaufort se había reunido para decidir sobre el futuro de las dos jóvenes. Parecían dos niñas traviesas que hubieran sido sorprendidas en una trastada y estuvieran esperando a que se deliberase su castigo.

No sería, en verdad, la primera ocasión en que recibían una reprimenda al mismo tiempo; eran las primas mayores y habían pasado toda su vida juntas en la finca de Worcester, propiedad del marquesado, dado que sus madres habían enviudado el mismo día, en 1790, y se habían refugiado allí de los rumores maliciosos que relacionaban ambas muertes de forma escandalosa.

Se decía que sus esposos, el conde de Hill y el barón de Oslow, fallecieron en un castillo del norte, durante una celebración secreta e impúdica que acabó de forma violenta al invadir los padres de varias de las jóvenes que allí había, hijas todas de comuneros y que habían sido secuestradas para que los invitados gozasen de ellas, con o sin su consentimiento. Aquel feo asunto se solventó con tres lores muertos, cinco más heridos y ocho hombres colgados.

Un escándalo del que había sido difícil escapar, pero los Beau tenían una reputación incólume y aquellos dos eran de otra calaña, coincidió la nobleza al punto no queriendo insultar a los Beaufort: eran los fallecidos dos caballeros indignos de pertenecer a la familia más importante de la aristocracia inglesa.

Entre Jane y Mary se daba, por tanto, un sentimiento prácticamente fraternal. Claro que Mary tenía dos hermanos, Robert y Jacob Seymour, del mismo modo que Jane tenía uno, Nathaniel Montague, pero eran mayores que ellas y habían estudiado internos en Eton primero y en Oxford después, alejándose de la finca familiar al cumplir cada uno de ellos los ocho años, por lo que desde bien niñas habían vivido juntas, sin más compañía que la otra.

Igual de unidos se sentían Rob y Jake Seymour con su primo Derek, de apellido Cavendish y vizconde de Sheffield, aunque este no se hubiera criado en Worcester con ellos sino en la finca de su padre. Siendo próximos en edad, habían estudiado juntos aun en diferentes cursos.

Nate, el hermano de Jane, era menor que ellos y no habían coincidido en el colegio ni la universidad tampoco. Estaba este, desde hacía un par de años, en algún lugar de Europa disfrutando de su grand tour, ajeno a lo que ocurría.

La realidad de ese día, se dijo Jane regresando al presente, no consistía en una reprimenda para ellas por un acto indebido. No, no era eso lo que se trataba en la biblioteca de la casa con el tío William allí encerrado ejerciendo de guía, como cuando de niñas habían ocupado un banquito de madera similar en la mansión de la campiña a la espera de un castigo; lo que se discutía era su provenir. El inmediato, en forma de temporada social, que significaría su perpetuo futuro.

Y era ella la que se llevaría la peor parte, de ahí la admiración de su prima Mary por la calma con la que estaba llevando el asunto. Siendo huérfana y estando su joven hermano fuera —los Seymour, en cambio, rondaban la treintena y ya no vivían en el hogar familiar pero sí en la ciudad, en sus propias mansiones—, el duque de Rule había decidido, sin consultar a nadie, que era su derecho buscar un esposo a su segunda nieta y, como hiciera con la menor de sus hijas, la había prometido con un amigo suyo con un título importante y una fortuna cuantiosa. Si lady Hope Beaufort se casó a finales del siglo anterior con un hombre veinticinco años mayor y le resultó una condena, el elegido para Jane sumaba cuarenta y siete cumpleaños más que ella y su unión parecía que consistiría en un verdadero infierno.

—¿Crees que serías capaz de recordar la última vez que estuvimos sentadas juntas, en un banco, mientras todas las madres estaban reunidas hablando sobre nosotras? —quiso bromear Mary, intentado aliviar la tensión.

Odiaba lo que estaba por pasar, era una injusticia absoluta a la que el duque no tenía derecho y que, aun así, parecía inevitable, a no ser que su primo Nate, el hermano de Jane, apareciese por sorpresa en las siguientes dos semanas como máximo. Y su última carta había llegado desde Atenas, así que…

Jane reconoció la angustia de su prima. Tentada estuvo de tomarla de la mano y animarla, asegurarle que todo estaba bien, pero Mary era quien mejor la conocía y no la creería, haciendo que su preocupación creciese todavía más.

—Diría que fue el último verano antes de que Rob se marchase a Europa, cuando tus hermanos nos robaron la ropa aquella noche que fuimos a nadar, en Worcester. —No les habían dejado ir con ellos al lago y decidieron acudir solas, siendo una calurosa velada estival—. Por fortuna nos dejaron las camisolas y las calcetas. Pero regresar con la r

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos