No puedo ser duquesa (Los secretos de los aristócratas 2)

Marian Arpa

Fragmento

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Prólogo

Estaba amaneciendo cuando unos fuertes golpes en la puerta de la mansión del conde de Ravenshy, cerca de York, alarmaron a la servidumbre. El mayordomo, el señor Dolfson, abrió las puertas recolocándose las ropas.

«¿Quién osa llegar a estas horas?», se preguntó molesto, había esperado al amo hasta hacía poco más de dos horas.

Ante él se encontró al alguacil, que exigía ver al conde.

—No puedo despertarlo a estas horas, señor.

El señor Dolfson sabía del mal humor con el que solía levantarse el amo cuando salía de juerga y volvía bebido. Y ese era el caso.

—Si no lo hace usted lo haré yo —le respondió de malas maneras—. Lo que me trae aquí es un asunto muy grave.

—Quédese aquí, avisare al señor conde.

Ya recompuesto, se dirigió a las escaleras que llevaban a las recámaras de los señores y las subió muy tieso. Unos minutos más tarde volvió, le dijo al alguacil Justus que lo esperara en la biblioteca, lo guio hacia la estancia y lo dejó solo.

El ama de llaves, la señora Begamy, que había estado escuchando desde el pasillo que daba a la cocina, frunció el ceño; les esperaba un día de perros, pensó. El joven conde, desde que había heredado el título, se había dedicado a las juergas y a dilapidar la fortuna familiar. Cuando volvía de madrugada, toda la servidumbre caminaba de puntillas para no molestarlo, tenía un genio de mil demonios que descargaba en el primer desafortunado que se cruzara en su camino.

En pocos minutos oyeron las pisadas fuertes del conde en el pasillo superior y las maldiciones que soltaba. Bajó las escaleras mascullando, y el mayordomo lo vio desaparecer tras la puerta de la biblioteca.

—Hable y rápido —explotó con los ojos enrojecidos—. Prácticamente acabo de acostarme. —Su actitud superior molestó al alguacil.

—Traigo malas noticias, señor conde, su hermana ha sido vista esta madrugada en la parte trasera de la iglesia...

—¡Imposible! —exclamó—. Mi hermana no se ha movido de la cama desde que se acostó anoche. Los criados pueden decírselo.

—No me importa lo que diga su servidumbre, tengo testigos de que ha estado en el lugar del crimen.

—¿Crimen?

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Capítulo 1

Jeremy Manton, el duque de Brainsford, acababa de perder a su esposa en un desgraciado accidente de caza. A Flora siempre le había gustado ese deporte y solía organizar fiestas en las que habitualmente había alguna partida de caza.

En la última, cuando trató de saltar un muro con su caballo, este se rompió una pata y la lanzó al suelo, con tan mala suerte que se rompió el cuello en la caída. Tras los funerales, el duque y sus dos hijos se quedaron en su propiedad en Cornualles, no le apetecía volver a Londres, donde muchas mujeres pretenderían consolarlo y ocupar el lugar de la duquesa. De la noche a la mañana se había convertido en un buen partido para las damas, y a sus treinta y cinco años no deseaba a volver a casarse, ya tenía un heredero, Jamie, de cuatro años, y su hija Amy, de seis.

Su matrimonio con Flora había sido un arreglo de sus padres; no podía quejarse, nunca hubo infidelidad por su parte o por la de su esposa, pero jamás llegó a enamorarse de ella, ni ella de él. Su relación era cordial, amistosa y hasta podía decir que afectuosa. Se respetaban el uno al otro, ella le había dado dos hijos preciosos y compartían apasionados momentos en la cama; sin embargo, nunca saltó aquella chispa que los poetas decían que era el amor.

Por lo menos su unión no estuvo llena de disputas como la de sus progenitores, el antiguo duque era famoso por sus escarceos y no era nada discreto, por lo que sus amoríos iban de boca en boca por todo Londres. Al principio su madre le armaba un escándalo cada vez que llegaba a sus oídos cualquier hazaña amorosa; con el pasar de los años y al haberle dado tres hijos varones, ella también se buscaba sus devaneos fuera de su casa, lo que hacía que cuando su padre se enteraba tuvieran unas disputas monumentales que se zanjaban con una estancia de la duquesa en Bath. Se alejaba una temporada de la maledicencia de Londres y al volver todo empezaba de nuevo.

En esos momentos, Jeremy estaba de pie tras la ventana de su estudio, recordando la vitalidad de su esposa, la echaba de menos. Ella llenaba la casa de actividad, siempre estaba haciendo cosas y haciendo participar a sus hijos de sus proyectos.

El llanto del pequeño Jamie lo sacó de su ensimismamiento. Vio que Amy se había subido a un naranjo del jardín y el niño, queriendo seguir a su hermana, se había caído. Enseguida en su campo de visión entró la señorita Riberwyt, la institutriz de los pequeños. Los tenía a su cargo desde que había nacido el niño y la niñera de Amy había tenido que volver a su casa porque tenía a su madre enferma.

Louise Riberwyt había sido como una bendición, llegó con unas referencias estupendas y hasta el momento no lo había defraudado. Su padre había sido maestro y ella les enseñaba a sus hijos a leer, escribir y reglas de etiqueta, que muchas veces le hacían gracia al ver cómo las practicaba su pequeño hijo.

La señorita Riberwyt cogió a su hijo en brazos y le habló, el duque no podía oír lo que le decía, pero el niño dejó de llorar enseguida y lució una sonrisa hacia Amy.

En cuestión de segundos, los tres desaparecieron de campo visual y los escuchó en el interior de la casa. «Seguro que van a la cocina en busca de galletas», pensó.

La señora Robson, la cocinera, siempre horneaba dulces para los niños. Toda la servidumbre se había volcado en ellos al morir su madre, tenía que agradecerles lo que estaban haciendo.

***

El duque salió del estudio para dirigirse al comedor a cenar cuando vio que sus hijos bajaban la escalera curva que desembocaba en el vestíbulo.

—¿Dónde vais, hijos?

—A darte las buenas noches, papá. —La vocecita de Amy lo hizo sonreír a la vez que se sorprendía, nunca lo habían hecho, claro que su madre pasaba por sus recámaras antes de reunirse con él en el comedor.

Los esperó; y los pequeños, cuando llegaron a su lado, tiraron de los faldones de su levita y le dieron un beso en la mejilla.

—Que soñéis con los angelitos, hijos.

—Tú también, papi —dijo Jamie con una adorable sonrisa.

Él levantó la mirada y vio a la señorita Riberwyt en lo alto, esperando a los pequeños.

A Jeremy le había gustado el detalle. Se le aligeró el alma al pensar que, aunque ya no tuvieran a su madre, su institutriz los guiaría y les daría el amor que se merecían. Mientras cenaba solo en aquel gran comedor pensaba en la señorita Riberwyt, esa misma noche le había dado a entender de forma sutil que debía prestar atención a los pequeños. Al caer en ese detalle frunció el ceño, no dejaría que ninguna empleada guiara sus actos; sin embargo, si era sincero consigo mis

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