Las chicas malas besan mejor

Elie Grimes

Fragmento

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1
Las chicas buenas se calzan para salir

Deberíamos casar a estos dos —insistió la tía abuela Vic por enésima vez.

Zoey evitó mirar al cielo y prefirió seguir sonriendo a las dos ancianas —la tía Vic y su amiga Beckey Manson—, que charlaban como si Adrian y ella no estuvieran allí, justo delante de las dos.

Zoey sabía lo que le esperaba y se resignó con un intenso sentimiento de satisfacción, el sentimiento de ser una mártir que padece su castigo por pura grandeza de espíritu.

La tía Vic era inagotable cuando se trataba de hablar de la vida de los jóvenes que la rodeaban y a los que quería. Y lo hacía sin ninguna malicia, todo lo contrario.

Aunque sin ninguna esperanza de encontrar apoyo en Adrian, porque su técnica de total apatía frente a los ataques matrimoniales de la encantadora abuela ya hacía tiempo que había demostrado su eficacia, Zoey se arriesgó a echarle una mirada, mientras la tía Vic afirmaba:

—Adrian y Zoey viven en Nueva York. —Zoey pensó suspirando: «¡Como si viviésemos juntos!»—. ¡Zoey, con solo treinta años, ya tiene su propia empresa! Un servicio de catering. Su abuela, mi hermana Angelina, se lo ha enseñado todo. Zoey ha elaborado el bufé. Su trabajo la ocupa casi todo el tiempo, por eso sigue soltera. Pero, como tú y yo sabemos, Beckey, más vale malo conocido que bueno por conocer, ¿a que sí?

Adrian, con las manos en los bolsillos del pantalón vaquero, se limitó a resoplar sobre el flequillo moreno que le caía por la nariz y se perdió en una intensa contemplación del fondo del jardín.

Por el rabillo del ojo, Zoey vio cómo su madre le hacía un gesto, con una expresión de desesperación en la cara, y luego le señalaba una mesa con un espacio vacío en medio de los platos, que amenazaba peligrosamente la armonía del bufé.

Zoey, consciente de ser una traidora, se jugó el todo por el todo:

—Vamos a ver, tía Vic, ¡Adrian no sería un novio adecuado! Sigue siendo un adolescente; míralo, aún lleva camisetas de AC/DC.

Adrian se estremeció a su lado y soltó un silbido entre dientes. Con un movimiento de cabeza, dejó que el flequillo volviera a la frente para esconderse detrás. Más tarde, Zoey se las pagaría y ella lo sabía.

«Pero en la guerra todo vale», pensó Zoey, sabiendo que se trataba de una versión incompleta del famoso refrán.

La anciana siguió con más énfasis:

—La maleta de Adrian se perdió en el viaje. ¿Sabes que está recién llegado de Brasil? Ha venido directamente de Río para no perderse la celebración de los treinta y cinco años de matrimonio de los padres de Zoey. Por eso lleva una camiseta vieja de adolescente. Es demasiado pequeña y se nota, ¿no? Adrian es un brillante compositor. Brillante. ¡Zoey y él prácticamente han crecido juntos! Adrian es el hijo de Stella y de Darryl Peters, los amigos de los padres de Zoey, los que viven justo enfrente. A ellos dos, a Dalton, el hermano de Zoey, a Tina, su prima, y a Laurie, la hija de los Harting, los que viven al final de la calle, los llamábamos «la pandilla».

—Si lo que queríais era que me casara con ella —empezó a decir Adrian, regodeándose—, quizá tendríais que haberla educado un poco mejor.

Zoey volvió la cabeza, justo a tiempo para percatarse de la mirada llena de rencor que su amigo de la infancia le lanzaba, y luego, con una ligera excusa, salió disparada hacia donde se encontraba su madre.

«Buen intento, Mozart», pensó, al tiempo que reprimía las ganas de lanzarse a un combate verbal con su mejor amigo.

Zoey procuró no correr mientras varias miradas se dirigían hacia ella desde las mesas colocadas en el jardín de sus padres. Ignoró de manera ostensible el gesto de Nana, su abuela, que charlaba con Stella Peters, mientras daba vueltas a las perlas del collar en un gesto muy propio de ella que presagiaba una discusión de lo más animada.

De todos modos, nada en comparación con lo que le esperaba a Zoey.

Conforme iba acercándose a su madre, más se le crispaba a esta el gesto de la boca. Fran Westwood había heredado de su madre, la tremenda Nana, el sentido del detalle y un autoritarismo que su carácter, mucho menos original que el de la anciana, magnificaba. Fran, al contrario que Nana, concedía una gran importancia a su imagen social. La fiesta de su aniversario de boda había supuesto meses de trabajo y Zoey a punto había estado de enloquecer cada vez que sonaba el teléfono y en la pantalla aparecía «mamá». Dos semanas antes de la fatídica fecha, se había planteado muy seriamente cambiar su dirección de correo electrónico. Tres días antes, se había preguntado si sería realmente complicado falsificar la documentación y huir a México o, aún mejor, a Francia, porque allí encontraría trabajo de chef en algún garito.

—No has marcado los platos vegetarianos —le recriminó su madre, con las pupilas oscilando a una preocupante velocidad en unos ojos abiertos como platos y perfectamente maquillados.

Zoey miró la mesa, luego a su madre e inspiró profundamente.

—Me dijiste que no pusiera los platos vegetarianos en la misma mesa que los demás.

—¡Yo nunca he podido decir semejante cosa! —exclamó Fran.

—Dijiste que a tus amigas vegetarianas les daría asco la idea de que su comida hubiera podido cohabitar con la carne —siguió Zoey tranquilamente, separando bien todas las sílabas.

—¡Eso es ridículo!

—Completamente de acuerdo —respondió Zoey.

—Tienes que solucionar este problema ahora mismo —volvió al ataque Fran, furiosa—. La mayoría de los invitados llegarán de un momento a otro. Si Roberta Conner no tiene su menú vegetariano, mi vida se convertirá en un infierno durante los próximos días y todos mis esfuerzos para hacer de esta fiesta un momento inolvidable quedarán reducidos a la nada. Y sabes lo importante que es para tu padre.

Con el rabillo del ojo, Zoey vio a Jo Westwood servirse un vaso de whisky mientras charlaba tranquilamente con Darryl Peters, arrellanados ambos en los sillones del salón de verano, donde tantas horas habían pasado hablando de todo y de nada.

—Voy a poner las etiquetas —aseguró Zoey.

No obstante, esa promesa no tranquilizó a Fran Westwood.

—Aprovecha para peinarte, cariño. Y, ya que estamos, como yo voy a estar tremendamente ocupada el resto del tiempo, sé amable con Laurie Harting. Su madre me ha hecho algún comentario a ese respecto. No olvides que habéis sido amigas de la infancia y que ya ha llovido desde que Spencer y tú...

Zoey miró a su madre y, muy a su pesar, soltó una amarga risita sarcástica.

—¿Desde que Spencer y yo rompimos porque Laurie hizo todo lo posible para que se enamorara de ella?

Fran Westwood le devolvió la mirada a su hija como si esta acabara de anunciarle que había decidido meter relleno de cerdo en las samosas vegetales.

—Si no te importa, nada de escándalos hoy —gruñó, después de lo que pareció ser un breve instante de reflexión—. Tu padre no soportaría que nos arruinases

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