La ruina de quedar atrapada con un marqués

Nuria Rivera

Fragmento

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Parte 1

Tarde de lluvia

Londres, 1820

Leopold Bagss, marqués de Ridley se vestía apresurado. Llegaba tarde a la cita con el duque, su padre. No era un hombre dado a los excesos, pero sí de los que nunca rechazaba una buena partida de cartas o unas copas con los amigos. Y estos lo habían entretenido. Aunque el verdadero motivo de trasnochar y haberse acostado al alba se debía al rato que pasó con una viuda juguetona que sabía mucho de las artes amatorias y los placeres mundanos.

Tenía un encanto personal que había aprendido a combinar con la seriedad que requería su título. A sus casi treinta años, con el pelo negro como el azabache, mandíbula cuadrada que marcaba bien sus rasgos varoniles, unos pícaros ojos verdes, hombros anchos y una altura importante, era considerado uno de los mejores partidos del momento y, además, por las damas, como peligrosamente atractivo.

Leopold no era ajeno a lo que se podía decir de él en las reuniones sociales, era un caramelo que más de una dama quería atrapar para llevarlo al altar, pero él no se dejaba engañar. Alargaba su soltería todo lo que podía. Procuraba no provocar situaciones incómodas con alguna dama y evitaba siempre, siempre, los paseos sin carabina, las habitaciones cerradas y los encuentros furtivos en las bibliotecas.

Sus amantes solían ser viudas jóvenes, de corazón apasionado y buena solvencia. No mantenía a ninguna. Jamás había intercambiado un favor por algo tangible, ni siquiera por un regalo preciado. A lo sumo un ramo de flores que encargaba a su lacayo.

No solía cometer descuidos que lo pusieran en un aprieto y controlaba mucho con quién se dejaba ver. Evitaba a toda costa el cartel de cazador cazado y si alguien se lo colocaba, se apremiaba a desmentirlo.

Ni siquiera la insistencia de su padre le hacía pensar en el matrimonio, con burla le decía que aún no estaba preparado.

Hacía tiempo que no se había metido en un lío, ni salía en el diario; aunque quizá en su última cacería había cometido una imprudencia y se arriesgó demasiado para hacerse con la presa.

No entendía entonces la urgencia de su padre. Y que lo citara a mediodía en su casa de las afueras lo tenía preocupado.

—El cochero espera, milord. —Su ayuda de cámara lo sacó de sus pensamientos. Leopold miró hacia la bandeja que reposaba en la cómoda y dio un bocado al último emparedado que quedaba, luego dio un sorbo al vaso que había junto al plato y respondió con amabilidad.

—No, Merril. Dame un gabán, cogeré mi caballo, así llegaré antes de mediodía.

—Pero no va vestido de forma apropiada para cabalgar, se llenará de polvo.

—Iré más rápido y me gusta cabalgar.

—No me dijo que necesitaría mis servicios, me preparo en un minuto.

—Descuida, viajaré solo. Regresaré antes de la cena. Lord Fenning vendrá a buscarme; si no he llegado, dile que nos veremos en el club.

Llegó a Barkworth House más tarde de lo que esperaba y encontró al duque en su estudio y con cara de pocos amigos. Se estrujó la cabeza para pensar si es que había salido alguna noticia en The Times que no lo dejaba muy bien.

—¿Qué ocurre, padre? Me mira como cuando hacía una travesura de niño y me dejaba sin postre.

—Con que te quedabas sin postre, ¿eh? Siempre supe que no había doncella en la casa que no te llevara un trozo de pastel, si no lo había hecho antes tu madre, el ama de llaves o tu niñera; si hasta pillé una vez a la cocinera con su tarta de manzana bien cubierta con un paño. ¡Y había tenido el valor de decirme que no quedaba!

Leopold se encogió de hombros y sonrió; se le marcaron dos hoyuelos en las mejillas que eran la perdición de más de una dama.

—Está bien que sonrías, porque voy a cobrármelas todas de golpe.

—¿Se aburre, padre? No entiendo la prisa para esta reunión. Estaba ocupado, he desatendido algunas cosas por venir, tengo con John un negocio en mente. ¿A qué se debe la urgencia?

—¿Así que un negocio con tu primo? Yo también voy a proponerte uno, el mejor de tu vida.

El duque de Barkworth era un buen negociante, había hecho crecer su fortuna invirtiendo en negocios escogidos; se preparó para lo que tenía que decirle.

—Tienes que casarte.

Antes de sentarse se había servido una copa de licor de una de las botellas que acumulaba una mesa auxiliar, en un lateral de la estancia. Al escuchar aquellas palabras se atragantó y tuvo que hacer un esfuerzo para que el líquido no saliera disparado de su boca. Algo que sería terriblemente de mala educación. Y él tenía unos modales exquisitos.

—Supongo que lo haré… algún día.

—Lo sé, pero ese día está más cercano de lo que crees.

—¿Por qué este apremio? —inquirió molesto, se enervaba cada vez que su padre sacaba aquel tema.

El duque elevó los ojos al techo y contestó serio.

—Quiero un nieto, un heredero que prolongue mi legado y el de mis antepasados.

—Es una conversación que ya hemos tenido. Le diré lo mismo que en las otras ocasiones. No. No entra en mis planes. —Su padre le dedicó una mirada fría, más bien helada—. No quiero decir que no vaya a hacerlo nunca, pero no de momento.

—A tu edad yo ya tenía a mi heredero, a ti, y tu madre estaba de nuevo encinta; lástima que se malograra el embarazo y luego no pudiera darme más hijos. Me hubiera encantado.

—Creo, padre, que esta es de esas conversaciones que no ganará. Mi posición es firme.

Leopold consideraba que un hombre no debería tomar esa decisión antes de los treinta y a él todavía le faltaban casi cien días para alcanzarlos. Estaba a punto de comenzar la temporada y era una época de gran actividad social; ya tenía algunas citas pendientes con viudas recientes que echaban de menos el calor en su cama y las manos de un hombre recorriendo su cuerpo. No, decididamente no iba a casarse y perderse esa diversión.

Arguyó razones muy loables a sus ojos, pero que no convencían al duque y, cuanto más defendía Leopold su causa y se negaba a las alegaciones de su padre, más se enfadaba el duque.

Escucharlos discutir no era lo más habitual en la casa. Eran modelo de decoro y siempre habían estado muy bien avenidos, pero ambos tenían un carácter fuerte y eran muy capaces de defender cada uno su idea hasta la noche o la madrugada, si era preciso. Pero en la tenacidad de las palabras de su padre, Leopold no vislumbró argumentos de provocación, sino la semilla de una idea que había arraigado con fuerza, quizás por alguna preocupación.

—He aguantado la conversación de mis amigos sobre todas tus andanzas, en mi mesa o en el club. No voy a tolerar que el día menos pensado la prensa te relacione con una de esas viudas que visitas. Espero que no haya ningún bastardo correteando por ahí. —No sabía que su padre estaba al tanto de esas cosas, pero era un hombre, tenía necesidades. Se encogió de hombros y la ira del duque estalló—. ¡¿Tienes algún bastardo?!

—¡No, no lo tengo! —gritó también—. Pero no entiendo ahora estas prisas por un heredero.

Leopold adoraba a su padre, pero la insistencia sobre aquel tema le generó un malestar que solo lo

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