El arte de engañar al karma

Fragmento

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1

La estrella estrellada

La sala, como no podía ser de otra manera y tal y como lo fueron sus primas hermanas anteriores (muchas y durante muchos años), era un cuartucho oscuro y mal ventilado que olía a café y a bocadillos de fiambre barato. Un foco potente casi no permitía distinguir los rasgos de los directores del casting que, sentados en sillas plegables, parecían ya cansados y muy hartos. La casuística de los horarios que te otorguen en una audición es una ciencia aparte.

Dejé mi bolso en un rincón y me planté frente al foco. Sonreí con comedimiento y me presenté.

—Catalina Beltrán, encantada.

—Adelante, Catalina —respondió uno de los hombres, enfrascado en la lectura de unos papeles manuscritos.

Ni me miraron. Ni de pasada.

El piloto rojo de la cámara indicaba que mi prueba había empezado ya con el simple acto de decir mi nombre. Normalmente te dan la oportunidad de pasar texto una o dos veces antes de grabar, pero me di cuenta de que andaban con prisa. Carraspeé para aclararme la voz, cerré los ojos un segundo y solté tal cual el parlamento que me habían mandado por e-mail para el casting.

—Debiste decírmelo, tía. Yo no sabía que Arturo iba a enamorarse de mí y tampoco sabía que mataría a tu hermano en aquella refriega. Todo fue un error…, ¡todo! —Tragué saliva, en la mejor representación de una adolescente consternada, azotada por la culpabilidad—. Y lo peor… es que todo el instituto lo sabe. Que tú me odiabas, que Arturo y yo follábamos en el almacén del gimnasio y que el verdadero motivo por el que tu hermano murió fue que… quería matarte.

El guion era terrible. Lo sé. Daba ganas de ponerse a vomitar entre risas, como cuando te sobreviene una arcada estando de fiesta y haces lo que puedes mientras tu mejor amiga te hace reír. Pero si me ofrecían el papel de una niñata de diecisiete años en una película de instituto y asesinatos conspiranoicos…, no estaba el horno como para ir rechazando papeles. Malos tiempos para tener principios… y buen gusto. Y muy mala suerte en mi vida. En la anterior, probablemente, fui el doctor Mengele.

—¡Quería matarte, Anto! —declamé visiblemente afectada.

—Cristina… —dijo alguien.

—Es Catalina —le corregí con educación, saliéndome del papel.

—Catalina, sí, perdón…, ¿cuántos años tienes?

Una daga clavándose con inquina diecisiete veces en mi corazón hubiera dolido menos.

—Prácticamente podríamos decir que treinta —respondí cambiando el peso de una pierna a otra y acompañando el movimiento de un suspiro.

—Ajá…, ¿sabes que el personaje para el que estamos haciendo la prueba tiene doce menos, no?

—Sí —asentí—. Pero, bueno…, en Al salir de clase había gente haciendo de adolescente que ya había terminado de pagar su segunda hipoteca.

—Las cosas han cambiado.

—Ya…

—Se han debido equivocar mandándole el papel…, ¿no sería el de la madre? —escuché que se decían en un susurro uno al otro.

—Sí, debe de ser.

—¿¡La madre!? —Me horroricé.

—Una madre joven —respondieron con una sonrisa condescendiente.

—Mira, guardamos esta prueba y si hay un papel más acorde para ti…, ya te llamaremos.

«Ya te llamaremos», el mantra más escuchado de mi existencia.

—¿Tenéis algún papel de teleoperadora de casi treinta hasta el higo de su vida de mierda? Ese lo bordo.

Sonrieron con educación, aunque estoy segura de que ni siquiera me escucharon. Debían de estar preguntándose por qué narices seguía yo allí dentro.

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2

Venga, Catalina…

La puerta de mi hogar era muy fea. Pero fea…, fea como solo puede ser algo que se fabricó en serie en los años sesenta para la clase trabajadora y que sobrevivió sin mimos. El día que fui a visitar el piso por primera vez ya me lo pareció. Era una puerta realmente horrorosa, brutalista, que parecía haber sido hecha con la madera sobrante de algún ataúd muy grande y feo. Por la gloria de España…, era tremenda. Visualmente podía ser la metáfora más gráfica de cuarenta años de franquismo. O de mis sueños laborales. O de mi búsqueda del amor. O de mi cuenta corriente. En serio.

A decir verdad, para no culpar solamente a la pobre puerta, diré que no se me ocurre un lugar de España más antiestético que el rellano de aquel piso. A menudo, cuando abría la puerta del ascensor (también una delicia arquitectónica y ejemplo de estilo, nótese mi ironía), me imaginaba a los obreros encargados de la hazaña, allá por 1962, diciéndose el uno al otro: «Manda huevos, qué cosa más fea».

Sí, el rellano, la puerta, el timbre, la mugre que acumulaba el gotelé que rodeaba el timbre, la luz del descansillo, las mirillas…, todo era horrible, pero escondía, como suele pasar en estos casos, un tesoro: el piso de Teresa. Y el piso de Teresa era mi hogar.

El día que me entrevistó como posible inquilina, me sorprendió la luz de la casa y cómo la potenciaba el amarillo pálido de las paredes y el verde intenso de los cientos de plantas que adornaban, a distintas alturas, cualquier rincón. El suelo hidráulico dibujaba cenefas y espirales en colores bellísimos, ya apagados por el tiempo, y el salón se abría tras un enorme arco con algunas volutas y tallas.

—Perdona que te lo diga…, pero esa puerta no le hace justicia al piso —le dije señalando el megalito de madera.

—Ya. —Sonrió afable—. Mi madre era una nostálgica y…, fíjate, lo reformó de puertas para adentro para que pareciera uno de esos pisos antiguos del barrio de Salamanca, pero mejor… Porque, ya sabes lo que dicen…

Arqueé las cejas, intentando que siguiera, pero no parecía darse por enterada.

—¿Qué dicen?

—Ah. —Se sobresaltó con mi pregunta y se rio. Era una mujer de unos cincuenta con aire de profesora de pócimas en un castillo—. Que Chamberí es lo auténtico. Salamanca es solo para nuevos ricos.

No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero quise vivir allí de inmediato. Y gracias a aquella decisión, una vida que podría haber sido solo una orgía de costumbrismo tenebrista digna de Caravaggio fue, además, divertida. Pero esta historia empieza, justamente, cuando fue entrando la luz, como ya te imaginas.

La puerta horrorosa se abrió con un chirrido de pasaje del terror y le devolví una sonrisa comprensiva. Pobre puerta; yo también tenía días así, con poca dignidad.

—¡Hola! —grité quitándome la chaqueta y dejándola colgada en el perchero de la entrada, junto al bolso y al pañuelo que llevaba al cuello…, que ya voy adelantando que no era precisamente de Hermés. Más bien de los saldos de H&M cuando están terminando las rebajas.

—¡Hola! —respondió un coro de voces desde la cocina.

Me asomé y tres caras me sonrieron alrededor de la mesa. Elena, en uno de los lados, sostenía el tenedor y el cuchillo sobre algo empanado que, la verdad, tenía muy buena pinta. Al otro lado, Laura echaba agua en el vaso que, claramente, habían preparado para mí. En el centro, como siempre, Teresa, como la matriarca de aquel piso. Casera, compañera y viuda de nacimiento, según su propia definición.

—Menudas horas de llegar, ¿no? —escuché a mi espalda, mientras me dejaba caer en una silla vacía.

Claudia, la última de mis compañeras de piso, llevaba puesto un conjunto homewear que si yo lo hubiera llevado para ir a trabajar habría sido lo más elegante que me habrían visto lucir jamás. Claudia era la nota discordante de un piso de cinco habitaciones y tres baños que Teresa alquilaba, no sabíamos si para compartir gastos o para compartir soledad.

Claudia trabajaba como abogada. Claudia siempre tenía la habitación limpia. Claudia tenía horarios leoninos, pero aún tenía tiempo para mantenerse en forma, estar siempre perfecta (pestañas, uñas, cutis, ropa planchada…) y cumplir con los turnos compartidos de las labores del piso. Claudia siempre tenía una opinión muy clara sobre las cosas. Claudia nunca parecía dudar. Claudia era una puta extraterrestre que no lloró viendo El diario de Noa. No me fío de la gente que no llora con esa película. Y supongo que ya te imaginarás que… era la única de mis compañeras que no me caía especialmente bien.

—Sí, hoy he terminado un poco más tarde —respondí de soslayo.

—¿Algún casting?

Miré de reojo a Laura, Elena y Teresa, y puse los ojos en blanco. Nunca compartía ese tipo de información con Claudia porque me daba la sensación de que siempre terminaba usándola en mi contra, cargada de una condescendencia que me hundía en la miseria. Ya tenía suficiente mala suerte en la vida como para tener que confesar mis dramas a Doña Perfecta.

—¡Eso! Catalina, ¿qué tal el casting?

No es que Teresa fuera tonta, es que era muy ingenua y siempre pensaba que la gente era buena. Es la única explicación que me cabe para que terminara alquilándome la habitación al precio que pagaba. Bueno, y que no tenía ventana…

—Pues el casting como todos. «Ya te llamaremos».

—¿Para qué era? — preguntó Miss Perfección.

—Pues para una peli con toda la pinta de terminar cubierta de caspa.

—Bueno… —Claudia me apretó el hombro—. Cata, no pasa nada. La suerte es una actitud; tú no desfallezcas.

El timbre de un móvil sonó en la lejanía y ella se apresuró a coger un yogur, una cuchara y salir por la puerta.

—Es el mío… Buenas noches, chicas.

—Corre, corre, que será del teléfono de la esperanza —rezongué yo.

Eché un vistazo hacia el marco de la puerta y cuando escuché la de su dormitorio cerrarse, me volví hacia mis compañeras.

—¿La habéis oído? ¡Que la suerte es una actitud, dice! ¡¡Será cabrona!! Como si a ella le fuera tan bien la vida… cuando comparte piso con nosotras, que además no la aguantamos.

Elena y Laura me miraron de soslayo. Funcionaban como dos cuerpos artificiales con una única CPU. Bueno, estoy siendo mala. No eran dos autómatas, solo dos chicas que al conocerse se fusionaron como hermanas mellizas de diferentes madres, que siempre hablaban a la vez, que se terminaban las frases y que se comportaban como un coro griego. Eran maravillosas y las adoraba, pero su nivel de simbiosis resultaba, a ratos, terrorífica.

—A mí no me cae mal —aseguró Elena—. Tiene conversaciones interesantes.

—Y sabe mazo de belleza. Da buenos consejos —añadió Laura.

—¡Sí! ¿Os acordáis cuando hicimos aquellas mascarillas caseras?

—¿Cuándo? —pregunté con los ojos abiertos de par en par.

Me parecía increíble que hubieran hecho mascarillas caseras sin mí.

—Sí, un domingo. Hicimos mascarillas y un bizcocho sano con…, ¿eran dátiles?

—Sí. Qué bueno estaba… —suspiró Elena.

—Pues yo no me acuerdo… —rezongué.

—Estarías en casa de algún ligue —farfulló malignamente Laura.

—Lo decís como si cambiara de ligue como de bragas. Ni siquiera son ligues. Son… intentos de encontrar al hombre de mi vida.

Dibujé una mueca. Sonaba superpatética. Si al menos follara por deporte…

—Cata, ni siquiera nos dio tiempo de aprendernos el nombre del último.

—Estáis dibujando una imagen de mí que vergüenza os tendría que dar —dije un poco triste—. ¿Qué queréis que haga? Yo cada vez que conozco a alguien deseo con todas mis fuerzas enamorarme… Os juro que hasta me imagino diciéndole «sí, quiero» en una iglesia románica en el Pirineo, pero… nunca pasa. Más sufro yo, chica, que me pierdo el chute de endorfinas.

—Tampoco es que te pierdas mucho con el amor. —Laura se levantó y recogió sus platos mientras se dirigía al mastodóntico fregadero de loza blanca—. Creo que ese es el problema, que tienes un concepto completamente irreal e idealizado del amor.

—No me jodas… —me quejé.

—Ya lo sabes, Cata: ni sonido de violines ni querubines coronándote en los cielos. La cosa es así: conoces a alguien, te ilusionas, pasas miedo, te vuelves a ilusionar y…

—¡¡Ghosting!! —dijeron Elena y Laura a la vez.

—Madre mía, menuda pandilla de cínicas —resopló Teresa, que no había intervenido hasta ahora.

—En este piso hay una maldición. Teresa, tendrías que haberlo advertido en el anuncio de Idealista: «Preciosa habitación en piso compartido. Zona Chamberí. Acabados originales. Bien iluminado. Dos balcones a la calle y una energía muy chunga para que los asuntos del amor te salgan bien. Interesadas en masoquismo vital, llamar al número de teléfono».

Sonreí con la mirada perdida en la expresión con la que Laura exponía el anuncio imaginario hasta que la aludida me dio un golpecito en el brazo.

—¿No cenas, mi niña?

—Se me ha cerrado el estómago.

Laura y Elena siguieron haciéndose chistes la una a la otra sobre la maldición que arrastraba aquel piso, pero se les olvidó mencionar que, además de conllevar mala suerte en el amor, el halo de energía maligna que desprendían los baldosines también destrozaba tus sueños profesionales.

—Has escogido una profesión muy complicada, Catalina. —Teresa me devolvió a la conversación frotándome cariñosa la espalda—. Pero si quieres seguir peleando por ello, aquí todas te apoyamos.

—Todas no. —Hice una mueca y señalé a mi espalda, hacia el pasillo donde se abrían todas las habitaciones de la casa.

—No seas así, que tampoco te ha dicho nada —apuntó Elena arqueando una ceja.

—Ni siquiera te cae bien, ¿qué te importa lo que opine? —me regañó, cariñosa, Laura.

—Soy mujer, me han programado genéticamente para pasar la vida demasiado preocupada por lo que piensen los demás de mí como para ser completamente feliz.

Las tres sonrieron y miré el pequeño televisor de la cocina, de esos de cuando las pantallas planas eran solo atrezo de distopías futuristas. Como todas las noches, se había quedado de sintonía de fondo durante la conversación que manteníamos alrededor de la mesa. No debía de quedar mucho para que terminaran las noticias, porque ya habían empezado a repasar la sección cultural y parecía que no había mucho contenido de actualidad, ya que estaban repasando temas de «poca urgencia»: «Comienza la carrera hacia la cita más importante del arte contemporáneo en la capital. Un año más, el próximo mes de febrero, ARCO Madrid reunirá en los pabellones 7 y 9 de IFEMA a un total de doscientas tres galerías de treinta y un países. Artistas, marchantes y galerías componen ya las colecciones del próximo invierno en una edición que será muy significativa».

—¿La feria es en febrero y ya están hablando de ella? —Arrugué el morro—. Estamos en octubre, por el amor del cosmos. ¿No deberían estar hablando del veranillo de San Miguel?

—No habrá noticias. Mejor, mejor, que después de los años que llevamos, una de aburrimiento no está mal —apuntó Elena.

—Mírala… —Señalé la tele, donde una señora con pinta de estirada estaba diciendo la cantidad de tiempo que se invierte en preparar la feria—. Qué pinta de esnifar pegamento.

—¡Cata! —se burló Laura.

Una voz en off siguió hablándonos sobre ARCO desde la televisión: «Todos los ojos están puestos en la feria, tras la cual el mercado artístico podrá confirmar si el crecimiento de este último año fue en realidad el canto del cisne de un mundo que ha visto reducidos sus márgenes de beneficio y cuyos problemas parecen cada vez más visibles».

—Esos sí que viven bien —murmuré.

—¿Quiénes? —preguntó Elena sorprendida.

—Los «artistas». —Dibujé las comillas en el aire y añadí un tono desdeñoso—. Esos sí que han triunfado en el casting.

—¿Qué casting, loca? Son pintores y escultores, no los protagonistas del musical de El Rey León.

—¿Esos? Esos están haciendo el papelón de su vida. ¿Tú crees de verdad que una papelera volcada y un montón de mierda a su alrededor es realmente una obra de arte?

—Responde plásticamente a la necesidad de comunicar una idea, ¿no? —respondió como si tal cosa Laura.

—Eso no me lo esperaba. —Elena pestañeó sorprendida por el desfile verbal de nuestra compañera.

—Me refiero a que…, no me jodas. Es una papelera volcada y lo de alrededor no deja de ser mierda. Y… ¿cuánto se paga por esa obra? El artista es un listo. Un caradura. El arte contemporáneo, en general, es una puta falacia…, ¡míralos! —Señalé la televisión, donde se estaba haciendo un repaso visual por las obras más controvertidas del año pasado—. ¿Qué cojones es eso? ¡¡Es un maldito neón!! Eso no es arte, joder.

—¿Y qué lo es? —me cuestionó Laura.

—El papelón del artista. Eso sí que es arte. Porque… manda cojones que puedas hacer creer a la suficiente cantidad de gente que eso…, ESO…, es un objeto de culto por el que se puede pagar un cuarto de millón.

—Uhmm… —Teresa nos miraba sin tener una opinión clara.

—Creo que no es cuestión de la naturaleza del objeto usado como canal —sentenció Laura de nuevo—. Pienso más bien que la verdadera expresión artística es la chispa de inquietud que hace que esos artistas comuniquen a través de…

—¿De mierda? —insistí.

—Estás cabezona, ¿eh? —Sonrió.

—No me vas a convencer. Son los mejores actores del mundo —asentí—. Y aquí, esta actriz totalmente derrumbada por el último fiasco de su carrera se va a dormir.

—¿De verdad no vas a cenar? —me preguntó Teresa, preocupada.

—No tengo hambre.

Una de las ventajas de haberme formado durante tantos años para ser actriz es que… mentía muy bien, con soltura y naturalidad. Hambre tenía y los filetes empanados de Teresa olían de maravilla, pero estaba lo suficientemente desilusionada como para necesitar refugiarme cuanto antes en mi dormitorio. Lo había intentado, pero… quizá no era la noche ideal para ejercer de buena compañera de piso.

—Vamos a ver un capítulo de Modern Love…, ¿no te apuntas de verdad? —me invitó Elena.

—No. Ehm…, me duele un poco la cabeza.

—Pero Cata… —se quejaron Elena y Laura a la vez, desilusionadas—. Que a las doce ya es tu cumple…

El timbre de mi teléfono empezó a resonar dentro del bolso que había dejado colgando de la silla, pero, a pesar de que era imposible, me pareció menos amable incluso que los timbrazos del de Claudia. Era como si una melodía predefinida pudiera susurrarme diabólicamente que, seguro, esa llamada no traería nada emocionante. Cuando lo alcancé y vi «mamá» en pantalla, bufé.

—Es solo un día. Mañana dejo que me tiréis de las orejas —les dije con una sonrisa y levanté el móvil para que lo vieran—. Es mi madre. Por fin se ha decidido a vaciar la casa del pueblo, la de su tía. Y debe de estar llamándome para recordarme que prometí ayudarlos… por si las doscientas cincuenta y dos llamadas anteriores no han servido para fijarlo en mi memoria.

—¡¡Cata!! —se quejó Laura—. ¡¡Que habías prometido acompañarme a recoger el centro de planchado que compramos por Wallapop!!

—Ay… —Hice una mueca—. Bueno, es que…

—¿¡¡Y si es un psicópata y quiere matarme!!?

—Lo más probable es que solo sea alguien que quiere deshacerse del mastodóntico centro de planchado que, al parecer, necesitamos tan urgentemente en esta casa —apunté—. Que te acompañe Elena.

—Oye, tía, que yo a ti no te he hecho nada como para que me ataques tan gratuitamente —contestó esta con sorna.

—Mirad, chicas… —Las miré a las tres, incluida Teresa—. Cuando las cosas me vayan bien…, cuando sea tan asquerosamente rica como la tía esa que vendió su cama hecha una porquería por un potosí[1]…, os recompensaré. ¿Qué digo de recompensar? ¡¡Os trataré como a Beyoncé!! Pero ahora…, en este lapso triste y aciago en el que aún soy una teleoperadora que comparte piso…, tened clemencia. Ya venderé arte por millones.

Las tres sonrieron con comprensión antes de darme las buenas noches. Ya estaba a punto de alcanzar el pomo de mi dormitorio cuando escuché que Teresa preguntaba:

—¿Creéis que Beyoncé lleva peluca?

—Por supuesto.

—¿Qué dices? ¡Envidiosa!

Suspiré, tiré el bolso en un rincón y me dejé caer sobre la cama mientras contestaba.

—¿Qué, mamá?

—¿Por qué siempre tardas tanto en coger el teléfono?

—Porque me diste un regalo precioso al nacer que se llama vida y hago cosas con ella, aparte de contestar tus llamadas —suspiré.

—Pero esta es una llamada importante, y lo sabes —contestó juguetona.

—Qué manía tienes…, aún no son las doce. —Sonreí.

—Pero sabes que siempre quiero ser la primera…, y así me aseguro.

Ambas callamos hasta que mi madre suspiró y, con lo que sé que era una sonrisa triste (triste por estar lejos), dijo:

—Feliz cumpleaños, Catalina. Felices treinta.

Felices treinta, Catalina. Feliz primer día del resto de tu vida…

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3

Si pudieras sentir mis manos

El teléfono no dejaba de sonar, pero no tenía intención de cogerlo. Me sorprendía que aquel aparato comprado en El Rastro, en uno de esos puestos de siempre por la friolera de cinco euros, siguiera sonando. No porque dudara de su capacidad de funcionar cincuenta años después de su fabricación, sino porque hacía ya tiempo que casi todo el mundo se había cansado de llamarme.

Me miré las manos nuevamente, llenas de callos, rotas, magulladas…, y después levanté los ojos hacia el autorretrato que pinté hacía unos años. Nada que ver con la realidad de mi aspecto en ese momento: la piel apagada del que no sale de casa, la mirada ausente porque pasaba más horas en un mundo que no existía que en el real…, en el mundo de la autorreferencia, en el de las ideas pero no de Platón…, en uno más vacuo y en el que amenazaba la sombra del monstruo del ego, que siempre tiene un hambre brutal. Di las gracias de llevar el pelo tan corto como para que fuera imposible andar muy despeinado.

En cuanto el teléfono dejó de sonar, suspiré aliviado. No negaré que me generaba cierta curiosidad quién estaría llamándome, pero no tardé en salir de dudas cuando mi móvil sonó estridente desde la mesa de centro, en el salón. Y digo que salí de dudas porque solo había una persona en el mundo lo suficientemente cargante como para tratar de localizarme dos veces en un solo minuto y a dos números diferentes: mi agente. Que aviso, no es que me llamase mucho, es que cuando lo hacía era porque le era indispensable hablar conmigo.

Mis pies descalzos caminaron sobre la sensación húmeda y densa que las gotas de pintura aún fresca dejaban prendida a la piel y repartí colores magenta y amarillos en cada paso hasta el salón. Cogí el móvil y respondí:

—No.

—Aún no sabes lo que voy a decirte, no puedes ir con el no por delante.

—Claro que puedo: no —me reafirmé.

—Mikel, escúchame.

—No. Es mi última respuesta. No, no voy a aceptar como ayudante al hijo de tu prima. No, no voy a conceder una entrevista en el estudio a ese portal de internet, aunque tenga tres millones de seguidores en redes. Y, por supuesto, no, no me voy a poner zapatos y a peinarme para dar una vuelta con expresión insolente por la exposición del próximo gran talento que me va a sacar, de todas todas, del mercado artístico.

—Mikel… —Le escuché suspirar—. Hace ya tiempo que asumí que eres un gilipollas asocial. No te voy a pedir nada de eso. Te llamo para preguntarte cómo vas con la colección.

Giré mi cabeza, miré a mi espalda, y dirigí mis ojos a lo que en mi loft ocupaba el estudio, pegado al salón y separado solamente por un biombo. El espectáculo era aterrador: una pieza de piedra a medio tallar, el lienzo que había empezado la mañana anterior y que no terminaba de coger forma, y un par más dados la vuelta, contra la pared, para no tener que ver el resultado. Los tanques de cera endurecida y los moldes. Al fondo, la maquinaria para litografías que usé en la anterior colección y que ya odiaba. Me froté la frente.

—Voy con un poco de retraso.

—¿De cuántas piezas estamos hablando?

—Cinco.

—¿Solo tienes cinco piezas terminadas, Mikel?

—No he dicho que estuvieran terminadas.

Me aparté un poco el teléfono para no escuchar su retahíla de insultos y el uso del nombre de Dios en vano, y me dejé caer sobre el sofá.

—Escúchame… —Quise tranquilizarlo—. Las piezas para ARCO ya están apartadas. No tienes de qué preocuparte.

—Son los restos de la colección anterior, Mikel, las que no pudimos exponer. Huelen desde aquí a 2019…, preCovid, además. Mikel…, que el mundo ha cambiado mucho y tú no puedes vivir de los triunfos del pasado eternamente. Tienes que crear. ¿Cuánto llevas sin terminar una pieza, joder? Sabes de sobra que vas a exponer en ARCO porque eres tú, no porque las piezas sean la hostia. Vas a estar en ARCO porque en la anterior feria fuiste el nombre más repetido, porque te conocen en los circuitos internacionales y porque le vendiste un pedrusco a un ruso por medio millón de euros.

Bufé.

—No era un pedrusco. Lo tallé con mis propias manos. Con cincel. Me rompí dos dedos en el proceso y te recuerdo que cuando lo viste terminado me dijiste que era sobrecogedora.

—Sobrecogedora era…, pero no sé si en el buen sentido. Mikel…, necesitas exponer —sentenció—. Y necesitas exponer algo nuevo fuera de ARCO, porque ya sabes cómo va esto. No eres Blake, no eres Monet, no eres el puto Kandinsky. No te puedes permitir el lujo de no encontrar a las musas.

No contesté. Era imposible que me entendiera. Suele pasar. Los agentes saben de relaciones sociales y laborales, de intercambios de dinero. Los marchantes saben ponerle cifra a lo antiguo y ayudan a subir la cotización de lo nuevo. El público que compra un lienzo de tres metros para su salón en su casita de mil metros cuadrados en La Finca no sabe nada más que de modas. Y de gastar en cosas ostentosas el dinero que gana. Entre todas estas personas (obvio a los críticos porque…, bueno, ya se sabe), absolutamente ninguna tiene ni idea de lo que supone para un artista quedarse en blanco. No es miedo por si se desvanece la gloria. No es miedo por no tener dónde caerte muerto en diez años. Es el alma, que se te encoge, como lo hace el papel al ser quemado, hasta quedar convertida en una fina capa de polvo oscuro que te recubre constantemente el semblante.

—Te he conseguido una exposición —soltó la bomba.

—¿Dónde?

—En Marlborough.

—¿Nueva York? —pregunté asombrado.

—Madrid. Pero si funciona y te va bien en ARCO, ven probable que la sucursal de Nueva York pida las piezas para una exposición temporal. Pero… cinco piezas no son suficientes. Ya sabes cómo es Marlborough.

—Enorme —suspiré.

—Enorme.

—No lo veo claro.

—Yo sí. Y como me pediste después de que vendiera tu primer cuadro, que, por cierto, era una mierda que no valía ni de lejos lo que pagaron por él, no voy a dejar que te coma la mierda del ego del artista. Más que nada, querido, porque me hundes también a mí por el camino.

—¿A ti qué te pasa hoy? —me quejé—. ¿No eres normalmente tú el que siempre me dice que hay que ser positivo? Siempre te estás quejando de que soy un cínico y…

—Me he encontrado por la calle con Eloy.

Ah, Eloy. Su archienemigo. El ego del agente, una cuestión aparte.

—¿Y?

—Me ha dicho que ha descubierto al nuevo artista revelación.

Puse los ojos en blanco. Eloy tenía muchas cosas…, tenía una cara de esas que derrite a las mujeres, una buena genética, mucha labia y… una boca como un buzón. Siempre estaba diciendo cosas, y no todas tenían por qué ser verdad… ni acercarse lo más mínimo a la realidad.

—¿Y te ha dicho algo más?

—No. No podía. Ha comentado que está buscando el momento ideal para organizar su primera exposición con mucho bombo porque… va a hacer historia.

—Historia es la que te ha contado. No tiene a nadie. Está tan desesperado como tú por vender muchos cuadros y poder comprarse otro Maserati de un color que le combine con los ojos.

—Mikel… —y por el tono imaginé que se estaba hartando ya de gilipolleces—, no te voy a mentir y a decirte que me va mal en la vida. Me has hecho ganar mucho dinero y sabes que te estoy muy agradecido…, pero los dos hemos ganado mucho dinero en los últimos años por un feliz matrimonio entre tu talento artístico y mi talento para venderte. Hazme y hazte un favor…, caer ahora sería como marcharse de una fiesta cuando nadie te ve y con la cubertería buena metida en los bolsillos: ridículo. E injusto, Mikel, porque me quiero comprar una puta casa en el Pirineo y tú eres artista. Y los artistas…

—Artistean.

—Equilicuá. Ponte a trabajar. Necesito veinte piezas.

—Joder. ¿¿Veinte piezas?? Marlborough no es tan grande.

—O veinticinco. Habrá que hacer criba. Ya sabes que no todo sirve por el mero hecho de estar terminado.

Tenía razón. Aquella había sido mi manera de trabajar desde siempre. Llegar hasta aquí me había costado muchísimo esfuerzo, desde que era un crío. Tenía el sueño de mi vida en mis manos…, ¿qué me pasaba? ¿Lo iba a dejar caer? ¿De dónde venía aquel silencio ensordecedor?

—¿Para cuándo?

—Para marzo. Tienes cuatro meses.

—¿¡¡¡Estás loco!!!? —grité.

—Dicen que los genios trabajan mejor bajo presión. Adiós, Mikel. Mándame adelantos en cuanto tengas algo. Y más te vale que sea así.

Para ser una persona a la que no le gusta demasiado recibir llamadas, escuchar que mi agente me colgaba me hizo sentir demasiado irritado.

Me tiré dramáticamente hacia atrás. Miré al techo blanco buscando tranquilidad, pero me recordó a un lienzo preparado para la pintura y a la sensación casi erótica de la inspiración recorriendo tus venas.

Miré al suelo de cemento pulido, pero me recordó al de las galerías modernas del Meat Packing District, donde paseaba tranquilamente un par de años atrás, creyéndome de esos que nunca tendrían el folio en blanco.

Miré la pared de ladrillo rojizo, pero me recordó a la fachada del edificio donde se encontraba la galería donde expuse por primera vez; me dieron quinientos euros por un lienzo enorme gracias al que pude pagar el alquiler de mi habitación compartida en aquel cuchitril en Tirso.

Finalmente lancé la mirada hacia la vasta extensión desangelada de mi loft…, de mi estudio. De la casa taller. Del hogar oficina. Del sitio donde nunca descansaba y nunca trabajaba del todo. Con su centenar de obras por terminar, abandonadas y que no valían nada. Con su musa a medio vestir.

—Querida… —Apoyé los codos en el sofá y me erguí—. Puedes vestirte.

—¿Has terminado? —me preguntó echándose la bata por encima de los pechos desnudos.

—Ni siquiera he empezado.

Mikel Avedaño estaba en la mierda.

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4

Mamá y el karma

La vi mirarme de reojo mientras yo conducía, pero me resistí a preguntarle a qué venía aquella insistente mirada. Era mi madre. Se supone que las madres tienen derecho a ensimismarse mirando a sus hijos con amor de vez en cuando, ¿no? Y la mía rezumaba amor. Amor por mí, fruto de sus entrañas; amor por mi padre, con el que aún se comía la boca en la cocina entre risitas después de treinta y cinco años de relación; amor por la naturaleza, a la que daba las gracias todas las mañanas por los frutos que colgaban de algunos árboles del jardín de su casa, en un pueblo cercano a Toledo. Por todo. Mi madre no es una hippy. Es LA HIPPY y siempre estuvo enamorada del amor.

—Catalina, eres luz —la escuché susurrar.

—Gracias, mamá.

Una madre normal diría «estás muy guapa» o «qué lista es mi niña», ¿verdad? Pues imagínate el resto. Menos mal que el trayecto entre casa de mis padres y nuestro destino era corto.

—Catalina, eres luz —repitió—, pero estás emitiendo en onda baja. ¿Qué pasa? ¿Es por tu cumpleaños? ¿La crisis de los treinta?

Le lancé una mirada fugaz; no quería lanzar gasolina al fuego.

—No pasa nada, mamá. Además, la crisis de los treinta es muy mainstream. Yo prefiero tener la de los sesenta.

—Siempre has sido muy buena procrastinando. Siempre hacías los proyectos de plástica la noche antes.

—Ya ves. —Me reí.

—¿Es el amor? ¿Te va mal en el amor?

Quise poner los ojos en blanco, pero no lo hice.

—Nop —intenté sonar ligera.

—Entonces es el trabajo.

Me pregunté cuál de las dos conversaciones me apetecía más (o cuál menos, en realidad) en aquel momento, si la de «acabo de cumplir los treinta y ya me he cansado de intentar cumplir mis sueños» o la de «intento enamorarme con todas mis fuerzas, pero nunca lo consigo». ¿Y si probaba con el clásico «estoy bien, no me pasa nada»? Le lancé una miradita. Ni de coña. Eso sería peor.

—Es que —empecé a decir, sopesando mis posibilidades de salir indemne de aquella conversación—… no me hace falta, que conste, pero me da un poco de envidia pensar que hay personas destinadas a un amor tan grande como el de papá y tú y personas que estamos destinadas a amar profundamente los restos de natillas que se quedan en la tapa al abrirlas.

Mi madre se echó su pelo largo hacia un lado y comenzó a trenzárselo. Siempre lo hace cuando medita sobre qué decir o, más bien, las consecuencias de lo que quiere decir.

—¿Y no has probado a descargarte una de esas aplicaciones para el móvil? Esas de citas. El amor no es cosa del pasado. Estoy segura de que se va adaptando a los tiempos.

—Sí que he probado, mamá. —Si ella supiera. Si Tinder tuviera puntuación como TripAdvisor, yo tendría cinco estrellas lujo superior—. Pero creo que no terminas de entender de qué va la vaina.

—¿Y por qué no me lo explicas?

—Bueno, seré breve: me gustaría saber lo que es enamorarse, no que me den un pollazo.

Calibré su reacción por el rabillo del ojo y la vi mordiéndose, para no reírse, la punta de la trenza que ya había terminado de hacerse.

—Ríete, ríete, pero no sabes la facilidad que tienen algunos hombres para mandar fotos de su rabo.

—Ay, por Dios. —Ahora sí se echó a reír—. Perdona que me ría. Es trágico y divertido a la vez.

—Es un abuso —murmuré de vuelta al mal humor—. Es horroroso. No quiero ver penes si no lo he pedido.

—Toda la razón. Y, bueno…, ¿qué tal en el trabajo?

No había manera. En el fondo lo sabía. Nadie puede escapar al radar de una madre preocupada.

—Te juro que cuando he salido de Madrid he pensado: «Hoy voy a emitir una luz superpotente para que mi madre no me aplique un tercer grado con toques de amor libre», pero, mira…, no tomé las vitaminas suficientes.

—Las vitaminas son un invento de la industria farmacéutica para hacerte pagar por algo que tienes de forma natural a tu alrededor. Sol, fruta, verdura, horas de sueño de calidad…

Asentí y me quedé callada, con la mirada fija en la carretera, rezando mentalmente a Venus para que me dejase en paz. Pero nadie me conocía por ser una persona con suerte. Más bien todo lo contrario: ¿caca de pájaro? Catalina. ¿Resbalón sobre mierda de perro? Catalina. ¿Se equivocan cobrándote y te cobran el doble? Catalina. ¿Engancharse con el saliente de una puerta y romper su prenda preferida? Catalina. ¿Recibir una reprimenda hippy de su madre? Catalina.

—Cata, te lo digo de verdad, hija mía. Los sueños no están ahí para frustrarte en caso de que no conseguirlos, sino para hacerte sentir realizada, para crecer… No son una caña que se rompe si las ráfagas del viento soplan muy fuertes, sino un junco que se mece con la brisa.

—¿Me estás diciendo que lo deje ya? Sé directa, mamá. Esta semana he echado mil horas en el curro y me has hecho madrugar en sábado…

—Ser actriz, tener éxito en tu ámbito, no solo significa protagonizar taquillazos. Alguien debe dar clase. Alguien debe escribir sobre la profesión. Alguien debe montar escuelas donde los niños puedan acudir si sienten esa misma llamada…

—La madre del cordero…, «la llamada». No te pongas mística, por favor.

—Mística no, que ya sabes que yo solo creo en la madre tierra y en el equilibrio de las energías.

Temí que sacara una piedra de su bolsillo y me la pasara por la frente para equilibrarme los chacras, pero no. Ella siguió hablando.

—Mi vida…, ¿quieres que te diga lo que pienso?

—¿No lo estás haciendo ya?

—Sí, pero la mente del ser humano es como un abanico, se despliega y multiplica su tamaño. Escucha…, reinvéntate, pero tampoco pierdas las ganas. Algo me dice que tu gran papel aún no ha llegado.

Desvié la mirada de la carretera un segundo y le lancé una mirada enternecida.

—Mami… —musité.

Ni siquiera sé de dónde la sacó, pero en menos de nada me había colocado una piedra rosada en el centro del pecho y me frotaba con ella la ropa.

—Vamos a probar, que nunca se sabe…

El ambiente de la casa nos recibió polvoriento, como pudimos comprobar por el baile dorado de las motas cruzando el haz de luz que escapaba por la rendija de una persiana a medio bajar. Olía a cerrado y a humedad, a muebles viejos, a historias bonitas contadas de generación en generación. Cuando leí Cien años de soledad, pensé que la casa de la tía Isa podría haber estado en Macondo. Era igual de especial, real y mágica. Un golpetazo de pena me acertó en pleno pecho. Habían pasado años desde que murió, pero se me despertaron por dentro las pérdidas de entonces. En muy poco tiempo se fueron la tía Isa, la abuela y el abuelo. Y mamá se quedó sin un pasado con voz propia y con la obligación de darle mucha vida a su futuro.

Mi tía abuela Isa era una mujer fascinante. Pero de verdad. Siempre tuve una relación muy estrecha con mis abuelos, pero ella era especial. Era como una bruja buena de cuento, algo estrafalaria pero elegante, adelantada a su tiempo, siempre emprendiendo alguna labor a todas luces fascinante y envuelta en cierto halo de misterio. Era la hermana de mi abuela, que también fue una mujer bastante peculiar. Ambas vivieron, hasta su veintena, en México, donde mi bisabuelo emigró en busca de mejor suerte.

A la tía Isa, que en realidad se llamaba Isabela Benayas Ferrero, la miraba todo el mundo en el pueblo, pero a ella le daba exactamente igual. Es más, lo usaba como herramienta para construir historias raras y magníficas en las que yo estaba destinada a ser una guerrera y todos lo sabían: me miraban a mí, no a ella. Claro…, como para no mirarla, también lo digo. Que la España de los años noventa sería muy moderna según la ciudad y la zona, pero en aquel pueblecito de Toledo, la tía Isa cantaba por soleares: llevaba pantalones fluidos y cómodos, de colores, a conjunto con jerséis o blusas como traídos de otra época. Se echaba sobre los hombros mantones o se ponía una especie de kimonos que eran una fantasía y se los cosía ella además. Sabía bordar de una manera increíble toda suerte de animales extraños, casi siempre alados, a la espalda de su ropa, como si fueran alebrijes[2]. Llevaba pendientes enormes y decenas de collares de colores. Tenía el pelo larguísimo y blanco como la luna. Siempre lo recogía en un moño bajo, que sujetaba con tres alfileres para el cabello que le regaló el amor de su vida… del que jamás hablaba. Y hablaba por los codos. Pero de él…, de él no. Guardaba una foto suya, manoseada y envejecida que la acompañaba a todas partes y con la que la quisieron enterrar, pero…, misterios de la tía Isa…, la foto jamás apareció a pesar de que se fue diciendo el nombre de su verdadero amor… Pero, que quede claro, no fue ni el primero ni el último y ni mucho menos el único. La tía Isa fue práctica hasta para gestionar la distancia, el sexo y la pérdida en la España de la posguerra.

Mamá empezó a abrir persianas con energía por toda la casa mientras yo me ensimismaba en los rincones y los detalles que iban quedando a la vista. Casi todo estaba igual que cuando la cerramos, excepto por unas manchas de humedad que se habían hecho fuertes en las paredes y que eran uno de los motivos por los que mamá había decidido emprender la labor de vaciarla. Quería darle otra oportunidad para albergar otras vidas. Habíamos vendido la casa de mis abuelos hacía poco tiempo, mucho más grande, y decidió que con parte del dinero adecentaría aquella casita, pequeña y humilde, por si yo quería ir al pueblo algún verano. Creo que mi pobre madre tenía ganas de que la llenase de chavalada y así ejercer de abuela, pero yo no estaba muy por la labor.

—A ver, espabila, Catalina, que estás en Babia. Aquí hay bolsas de basura y ahí, cajas plegadas. —Me señaló varios rincones del recibidor donde, con total seguridad, mi padre había dejado preparados los útiles para la hazaña—. Yo confío en tu criterio, pero sé romántica. No me gustaría que nos deshiciéramos de algo que luego nos arrepintiéramos de haber tirado. ¡Ah! Bolsas negras: basura. Bolsas azules: donar. ¿Entendido?

—Entendido.

—Y lo que te guste para ti. Empieza por el dormitorio. Yo voy a la cocina. Cuando te canses, preparamos una cafetera… —Del interior de su bolso, que llevaba cruzado en el pecho, asomó un bizcocho con el gesto con el que un camello enseñaría su material a la clientela—. He traído buena mierda.

Tiré las sábanas, a pesar de que la cama estaba perfectamente hecha. Estaban viejas, amarillentas y de tantos lavados habían empezado a transparentarse. Vacié los cajones de la cómoda y llené las bolsas para donar con ropa bien doblada y limpia, aunque me quedé con todos los kimonos, dos camisones antiguos que estaban prácticamente nuevos y un par de blusas. Los libros los guardé en cajas y las rotulé con un sencillo «Casa papás», porque tenía ediciones preciosas que seguro que mamá querría guardar en su biblioteca. Dejé en un rincón su joyero para repartirnos después sus alhajas mientras nos tomábamos el café. Sé que le hubiera gustado ver cómo lucíamos sus pesados pendientes de plata mexicana.

No me llevó tanto tiempo como pensaba.

—¡¡¡Mamá!!! —vociferé como si me estuvieran matando—. Ya he terminado aquí, ¿por dónde sigo?

Se asomó y juzgó cada rincón con la mirada.

—¿Todo el armario?

—Sí. No tenía muchas cosas.

—Sí, eso es verdad…, ehm…, ¿la cómoda?

—Vacía también. Mamá, tengo treinta años, ¿por qué no te fías cuando te digo que he hecho algo que me has mandado hacer?

—¿Has vaciado las mesitas de noche?

—Ay, por Judas Tadeo —me quejé—. Sí. Lo que he considerado que no eran trastos lo he metido en el joyero. Tenía pomada de manos y demás…, todo a la basura. Qué cosas… —añadí curiosa—, ni una estampita.

—¿Para qué quería ella una estampita si ya tenía la foto de su hombre?

—Sin rastro de la foto de su jamelgo, por cierto.

—Pues era un jamelgo…

—Del jamelgo me acuerdo vagamente hasta yo —afirmé—. Aunque hará más de diez años que no veo esa foto. ¿La quemaría?

Mi madre sonrió pícara.

—Si la quemó, es una pena… porque menudo macho. —Me guiñó un ojo.

—Mamá…

—Sigue… ¿por el desván? Me pongo yo con el salón y después del café repasamos juntas el baño y el patio.

De pequeña el desván me producía escalofríos, no porque fuera oscuro y estuviera lleno de mierda o con cosas cubiertas con sábanas que parecieran monjas a punto de apuñalarme. Monjas, por decir algo que me dé mucho miedo. El caso es que me provocaba desasosiego porque la propia tía Isa evitaba bastante subir. No le hacía gracia. Me decía que estaba lleno de recuerdos que aún le dolían y yo, en lugar de convertirlo en un espacio prohibido de lo más seductor, empaticé con ella y hasta hice mías sus penas.

Tenía un perchero viejo que sacó de casa de sus padres. Un diván. Algún baúl y cajas con periódicos viejos y revistas de la época…, pero poco más, además de algún trasto amontonado contra una pared y cubierto con sábanas. Era un espacio pequeño y se mantenía ordenado y nada abotargado. Iba a ser muy fácil. Aunque…, a ver, no voy a mentir: soy lo suficientemente peliculera como para ir a aquella casa predispuesta a encontrar algún tesoro. No de los que desentierran los piratas, entiéndeme…, sino más bien de los que de repente dan un giro a tu vida y la convierten en un film protagonizado por Sandra Bullock. Así que, cuando di con aquella cajita de latón, pensé: «Bingo».

Eché primero un vistazo a las cosas que descansaban a su alrededor. La tía Isa era muy de despistar…, la caja parecía lo más interesante, pero quizá justo a su lado se escondía a plena vista el secreto de mi familia. Algo que me hiciera especial, yo qué sé…, descendiente de bandoleros, nieta de un vizconde venido a menos, heredera de una fortuna escondida en las recónditas selvas de Centroamérica, ser una Románov…, pero no: lo demás solo eran revistas viejas y algún periódico. Me acerqué la cajita al oído y la moví, por si se escuchaban tambores de guerra y me iba a enfrentar a Jumanji en versión méxico-española, pero sonó como si contuviera papeles. Me asomé a su interior y el papel amarillento de unas cartas me aceleró el corazón. Ay, madre; ay, madre…, ahí venía la emoción, estaba claro.

Saqué una de su sobre, no sin echar un vistazo al remitente antes: un tal Daniel Ayala. ¿El jamelgo?

Estimada Isabela:

No pasa un día sin que te extrañe. Desde que te fuiste, todo en mi vida es un sentir doloroso que me retumba en el pecho.

Madre mía…, qué intensidad…

Recuerdo tus cabellos entre mis dedos y el corazón desbocado al besar tu boca. Me olvidarás, estoy seguro…, pero yo no podré hacerlo jamás. No te quiero…, te amo. Te adoro. Eres todo lo bueno que me ataba aquí y ahora no sé qué hacer sin ti.

No si… al final lo mío de no encontrar el amor ni bajando las expectativas al inframundo iba a ser una mutación genética…

Es imposible no buscar refugio en la memoria y querer vivir en aquella tarde, escondidos en el cuarto.

Uy, uy, uy…, que la cosa se ponía interesante. Miré a mi alrededor y busqué algo donde poder sentarme. La tarea se iba a tener que demorar un poco, que igual de esto me salía el guion para la próxima película ganadora de un Goya. ¡El diván! Di un paso hacia atrás y me dejé caer sobre este, pero no calculé (o me pudieron las ansias) y las nalgas se me escurrieron hacia el otro lado… para mandarme directa a la mierda: aterricé con el culo, con una fuerza de un millón de megatones, en el suelo. Las piernas se quedaron colgando del mueble, con los pies hacia arriba y la cabeza, del golpe, viajó de adelante hacia atrás hasta provocar una reacción en cadena que derribó sobre mí millón y medio de «vete tú a saber qué» que estaban llenos de años de polvo y, seguramente, de alguna caca de ratón, que en el pueblo ya se sabe.

—¡¡¡¡¡Arrrgggfffff!!!!! —farfullé en esloveno, en lenguas muertas al revés y en húngaro antiguo.

Con la hostia, la caja de latón salió despedida de mis manos hasta estamparse, con la fuerza de los mares, en la pared de enfrente, derribando a su paso una de las cajas menos pesadas y esparciendo su contenido (patrones de costura, al parecer) por el suelo. Me agarré al diván para levantarme…, pero volcó y se me cayó encima. Hice un abdominal para salir de allí abajo y se me escapó un pedo.

Todo bien.

La tonelada de mugre que me había caído sobre el pelo, que, por cierto, me había lavado aquella mañana para que mi madre no me dijera que tenía pinta de ir a comprar droga, creó una nube tóxica a mi alrededor y algo con una consistencia extraña rodó por mi frente. Si parece caca de ratón, es caca de ratón.

—¡¡¡PeroquéascoMariCarmeeeeen!!! —grazné.

Me eché hacia un lado, apoyé una rodilla y, en una imagen que haría llorar por poca dignidad a los norteamericanos que van a comprar al Walmart en tanga y calentadores, conseguí sujetarme a la pared y encontrar la postura para levantarme.

—¡¡¿Qué pasa?!! —escuché desde abajo.

Iba a contestarle, pero me dio una arcada. Temí vomitarme encima, así que me puse a mirar hacia arriba, respirar profundo y pensar en rodajas de limón recién cortadas, que es un truco infalible para cuando me muero del asco y no quiero echar la pota.

—¡¡Catalinaaaaaa!! —berreó mi madre, como si fuera un ciervo en plena temporada de celo.

—¡Estoy bien! —conseguí decir.

—Coño, Cata, que voy teniendo una edad, ¡¡¡no me des sustos…!!! —se quejó a medio tramo de escaleras—. Baja, anda, voy a preparar ya café, que estoy hasta el moño.

Miré a mi alrededor. Parecía que había explotado algo allí dentro. Joder…, qué desastre

—¿¿Bajas o qué?? —Joder con la hippy cuando tenía hambre.

—Ahora voy. Dame un segundo que me muera del asco.

Supongo que no me escuchó, pero no le hizo falta. Cogí las cartas que habían quedado aquí y allá por el suelo y las volví a meter con remordimientos dentro de la caja. Quizá aquello había sido la manifestación violenta de un poltergeist con más razón que un santo. Eran sus cartas de amor. Por una parte, uno puede excusarse en el hecho de que una historia como aquella tenía todos los visos de merecer ser contada, pero si ella no lo había decidido en vida, ¿quién me daba permiso para hacerlo después de su muerte? El sexting transoceánico que se trajera con su jamelgo era algo que merecía todo el respeto y la discreción del mundo. Me sentí mal y guardé la caja dentro de otra más grande que contenía documentos, y pensé en si no debía quemarlas y que las palabras, convertidas en polvo, volvieran a quienes las habían pronunciado. ¿Ves, soy una romántica? Lo de no encontrar el amor era un fallo multiorgánico.

Metí de cualquier manera los patrones de costura dentro de la caja donde estaban y me acerqué a la zona cero, donde me había caído. Coloqué de nuevo el diván, lo sacudí para quitarle polvo y puse derecha la columna de cosas que se me habían echado encima. ¿Qué eran? ¿Eran… cuadros?

Llevé un par de lienzos bajo la pelada bombilla que daba luz al desván y les eché un vistazo rápido. Esperaba los típicos cuadros de serranas con un pecho al aire rodeadas de bodegones de naranjas que solían decorar las casas de pueblo de aquella época, pero no. No tenían nada que ver. Resultaban tremendamente hipnóticos, a pesar de que los únicos protagonistas eran las formas y los colores. Los dejé apoyados en la pared y acudí a por más. Uno a uno fui descubriéndolos, sin entenderlos en absoluto, pero quedándome un poco prendada de ellos. Había bastantes…, conté a ojo unos treinta. Y eran bellos. Bellos como sentimientos efímeros atrapados en, ahora lo sé, óleo. Encontré también pinceles, una paleta con restos de pintura y telas en blanco ya montadas en su bastidor.

Bajé las escaleras, quitándome aún polvo de encima y sacudiéndome la melena. Mi madre estaba llenando ya dos tazas con café y en la mesa reinaba el bizcocho partido en porciones generosas. Olía muy bien.

—Mamá, ¿la tía Isa pintaba?

—¿La tía Isa? No, que yo sepa.

—Hay ahí arriba… como utilería y… —Mi madre, que no parecía interesada, me cortó.

—Se apuntaría a algún taller de pintura de esos del hogar del jubilado. Coge lo que quieras y lo que no, a Wallapop.

—Hay cuadros también.

—Pues llévatelos de recuerdo. Yo en casa no quiero más cosas, Cata, que ya me quedé con más de lo que necesitaba cuando vaciamos la de los abuelos.

—Son muchos, mamá. No puedo quedármelos todos.

—Pues véndelos en El Rastro.

Ostras…, pues no era mala idea. Igual hasta podía permitirme algún pequeño lujo, como renovar el bolso mugriento que llevaba a todas partes.

—¿Tú crees que me darán pasta por eso?

—Ponlos baratitos y si te da para unas cañas y una ración de bravas, pues se las dedicas a la tía Isa. Pero quédate alguno de recuerdo.

Rebuscó en sus bolsillos y plantó frente a mí una vela. Apagada. Una vela apagada con ya bastantes usos, de esas finitas, blancas con surcos de colores…, una vela que tendría más años que yo. Me reí.

—Pide un deseo —me dijo.

—¿No debería estar encendida?

—Bueno, he buscado cerillas o mecheros por todas partes y no he encontrado nada, así que esto es lo que haremos: te vas a imaginar que está encendida, vas a pedir un deseo con los ojitos cerrados, que es donde vive la imaginación, y después soplas. Es imposible que no se te cumpla.

Imposible. Todo el mundo sabe que es una técnica infalible…, pero aun así lo hice.

Y quizá funcionó.

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5

El Rastro

—¡¡Lo vendo barato!! ¡¡¡NIÑAAAA!!! Cuadros a veinte euros. ¡¡Ni en el Lidl!! Anda, tira el que te compraste en Ikea en 2010 y píllate uno de estos, que son buenos. Buenos, buenos… Handmade!! Do it yourself. DIY.

—Déjalo ya, Laura.

Se volvió hacia mí toda indignada, como si estuviera poniendo en duda su gracia como vendedora y di un paso hacia atrás del susto.

—No los compran —le anuncié, y eso que había pasado parte de la mañana allí conmigo, comprobándolo.

—No los compran, Cata, ya sé que no los compran. Pero, claro, es que no quieres planes de marketing ni redes sociales ni gritos tradicionales…, que yo entiendo que pintar es una cosa y vender lo que pintas otra, pero, hija, déjate ayudar.

Si esto fuera una película ahora es cuando me volvería hacia la cámara, traspasaría la cuarta pared y me dirigiría a ti para decirte con cara de culpabilidad que sí…, que no sé muy bien cómo todas las personas de mi piso habían terminado creyendo que los cuadros con los que entré cargada y que ocuparon todo el recibidor eran míos. Míos no solo en propiedad por herencia, sino míos…, míos como autora.

A ver…, saber cómo pasó, sí que lo sé.

Yo entraba cargando unos cuantos. Ellas desde el salón miraban alucinadas.

—¡¡Cata!! ¿Qué es eso? —exclamó Elena.

—Nah…, unos cuadros.

—¿Tuyos? —preguntó Laura muy intrigada.

—Míos. Claro que son míos…, aún no me ha dado por robar.

—Quiero decir si los has pintado tú —insistió.

—¿Cómo los va a pintar ella? —respondió por mí Claudia.

—Ah, no sé. Cata es muy artista.

—Una cosa es ser artista, que no lo dudo, y otra es ser Leonardo da Vinci y saber hacerlo todo…

Nuevamente mirada a cámara… para que entiendas por qué dije lo que dije. Esa mujer tenía un máster en tocarme los ovarios.

—Míos, míos, Claudia, hija. Claro que los he pintado yo.

—¿Y de dónde salen? —Entrecerró los ojos, sospechando como Melania Trump.

—De la casa del pueblo. Y traigo muchos más, pero no podía subirlos todos a la vez. ¿Alguna se presenta voluntaria para arrimar el hombro?

Consejo de actriz: nada mejor que una media verdad para hacer tragar una mentira completa.

—¿Y eso?

—Y eso, ¿qué?

—Que cómo es que no te habíamos visto pintar nunca. —Se extrañó Laura.

—Como para concentrarse para pintar aquí, con este guirigay que hay siempre —fingí quejarme…, la que montaba guirigay siempre era yo, pero bueno—. Además, aquí no tengo espacio para tener todos mis…, uhm…, útiles.

—¿Útiles? —preguntó Elena—. ¿Qué útiles?

—Pinceles, caballete, la cosa esa donde se mezclan las pinturas…

—¿Una paleta? —Las cejas de Claudia se arquearon con sorna.

—Eso. Es que yo a la mía… la llamo por su nombre.

—¿Tiene nombre?

—Sí. Se llama… Isabela.

Mira. Ya lo sé. No hace falta que me lo digas, que suficiente vergüenza estoy pasando, contándotelo. Pero algo tenía que hacer. ¿No era suficiente ya con ser una fracasada en mi profesión como para encima tener que soportar el tonito de Claudia? Lo hubiéramos hecho todas, hermana. Lo hubiéramos hecho todas.

—Entonces… ¿por qué pusiste a caldo a los de ARCO el otro día? —me preguntó Teresa confusa—. Si son «compañeros», ¿no?

—Ay, hija, pues… —Me puse nerviosa—. ¿Por qué hay haters? ¿Por qué hay gente amargada? Además… yo lo hago por hobby. Y…, y hace mucho tiempo que no pinto. Que… ¡yo qué sé! Lo hago, lo hacía, lo hacía por… —Mecagoentó, pero qué diablos estaba diciendo.

—Vale, vale. Dejadla ya. Yo la entiendo —asintió Elena—. Yo odiaba a la guapa de la clase por lo mismo, pero Cata… esas emociones negativas te las tienes que quitar. Eso resta, no suma.

—Sí, sí. Lo hablaré con mi psicólogo.

—¿Tienes psicólogo? —me preguntó extrañada.

—No, pero debería buscar uno. Voy a ver si encuentro algo en internet —dije mientras escapaba por el pasillo arrastrando los cuadros con muy poco estilo.

Lo demás ya lo puedes suponer. Una cosa lleva a la otra. Es como cuando dices: «Salgo esta noche, pero solo me tomo una», y terminas despertando en un apeadero de la provincia de Soria con un torrezno en la mano. Frío. Y no hay cosa que más lástima dé en la vida que un torrezno que se te ha quedado frío. Así que allí estábamos…, tratando de vender «mi arte». Bueno, al menos los cuadros que habíamos logrado arrastrar desde casa, porque pesaban como un muerto.

—¡¡¡VEINTE LEUROS!!! —gritó a la desesperada.

—Tía, Laura…, vámonos —le pedí abochornada cuando una pareja nos miró horrorizada.

—No nos vamos de aquí hasta que vendamos al menos uno.

—No tenemos licencia —le susurré—. Como pase la policía y nos la pida, lo que vamos a vender es a Elena para poder pagar la multa.

—Eres artista. La cosa está mal. Seguro que lo entienden. —Me guiñó un ojo—. Además… no es ARCO, pero mira la cantidad de gente que tiene la oportunidad de acercarse a tu arte.

—Hola…

Ambas nos giramos hacia dos chicas con una pinta muy moderna que miraban uno de los cuadros. Llevaban todo lo que hay que llevar puesto para estar súper al día y poder mirarnos como lo estaban haciendo: con la superioridad moral que solo es capaz de darte la estupidez de la juventud.

—¿Cuánto pides? —preguntó una, levantando la barbilla en un gesto rápido.

—Veinte euros.

Se miraron entre ellas con una mueca divertida.

—Tía, ¿nos lo llevamos? —dijo la otra.

—Espera… —La primera que se había dirigido a mí dudaba y consultó algo con su amiga. Me miraron de nuevo ambas—. ¿Son tuyos?

—Son míos —asentí muy segura de mí misma.

—¿Qué nos puedes contar sobre ellos? ¿Cuál es la motivación que hay detrás? ¿Hay un tema? ¿Quiénes crees que han hecho más mella en tu forma de entender el arte?

Las miré fijamente, muy seria.

—Estudiantes de arte, ¿no?

Cruzaron una mirada.

—Y queréis el cuadro para presentarlo como vuestro, ¿eh? Os hago precio: dos por treinta.

—Pero ¡¡Cata!! —Laura se indignó—. Ni de puta coña. Pero vamos… es que ni de puta coña. —Se volvió hacia ellas—. Vergüenza os tendría que dar, niñas del infierno. ¡¡Vergüenza!! Ale, arreando a dar un palo al agua, vagas perreras. Y me da igual que esté de moda: los calcetines de deporte cuando se hace deporte, hostias, no con zapatos, que parecéis sacadas de mis fotos del año noventa y dos.

Primero vi la peineta que nos dedicaron. Luego el dedo corazón erguido, con rabia, en mi cara. Los insultos fueron perdiéndose, como ellas, entre la multitud.

—Pero ¡Laura! —me quejé—. ¿Te puedes aclarar? ¡Hace un segundo no me dejabas irme sin vender uno y ahora me espantas a los clientes!

—Que no. Que tú no malvendes tu arte para que otros lo hagan pasar por suyo. Que eso es rastrero. Lo peor. El arte es lo más personal que hay en el mundo. Es visceral. Es como hacer pasar tu alma por la suya. Es como prestar unas bragas, tía.

Tragué saliva. Ay, Dios…

—Si vas a hacer esto, vámonos a casa, Cata.

—Pero, tía, no te enfades —le pedí.

—Sí me enfado, sí. Porque una cosa es encabronarte con los de ARCO que, bueno, hasta lo puedo entender, y otra es lanzar tu trabajo al lodo de esta manera. ¡¡Son tus emociones, Cata!! Aunque sean… —miró los cuadros— inquietantes y me den un poco de yuyu.

Suspiré. No soy de esas personas que piensan con esperanza que hay un Más Allá donde todo es feliz, de los grifos sale Fanta de naranja y te están esperando todos los perritos de tu infancia, pero se me vino a la cabeza la imagen de la tía Isa mirándome con disgusto y san Pedro poniendo mi nombre en la lista negra del cielo. ¿Era la treintañera más rastrera del mundo? Probablemente.

—Laura…, en realidad…

—En realidad, nada. Me tienes…, me tienes harta, Catalina. Ya basta de ningunearte. Primero te anulas como actriz porque no encuentras papeles y luego…, luego me entero de que dejaste la pintura. No entiendo de arte, chocho, pero esto está muy bien.

No iba a entenderme si no le explicaba que aquellos cuadros no los había pintado yo, y eso me dejaba en una situación todavía más lamentable que la de actriz fracasada: actriz fracasada, compañera de piso de mierda, amiga mentirosa y ladrona de la propiedad intelectual… de una muerta. Una muerta que era mi tía. Y a la que quería. No valía la pena escarbar entre tanta basura. Encontraría la manera de venderlos o los volvería a llevar a donde los encontré y entonces todos podríamos olvidarnos del asunto de mi presunta y sorprendente vocación pictórica.

Cerré los ojos y al abrirlos le sonreí con comedimiento, con un toque de remordimiento, de vergüenza, de «tienes razón, soy una artista plástica frustrada».

—Venga, vámonos. Pero te invito a una caña antes, ¿vale?

—Y a unas bravas, que estos cuadros pesan como un muerto.

—Y a unas bravas.

Hay montones de sitios cool, cuquis e instagrameables en La Latina. Hay decenas de bares donde beberte un botellín de cerveza con las Ray-Ban Wayfarer puestas y, en lugar de bolso, con una de esas bolsas de tela con una ilustración o la frase ocurrente de una novela que no has leído. Hay más lugares de ese tipo abiertos en domingo a mediodía en La Latina de los que podrías visitar en un día…, pero en el que habíamos conseguido hueco para apoyar el codo, no se parecía en nada a estos locales, te lo puedo asegurar. Siempre he sentido cierta admiración por los bares que uno no se explica cómo no ha clausurado aún Sanidad, pero, a pesar de esa admiración, prefiero no pedir consumiciones más allá de una cerveza en ellos. No era el día, claro. Una semana de mierda tiene que culminar con una intoxicación por estreptococos.

Y allí estábamos. En un bar en el que se les había terminado la cerveza de barril (uno de los atractivos de Madrid son sus cañas bien tiradas) y donde de tapa te ponían albóndigas. Ahí estábamos, bebiendo unas cervezas que nos habían servido de una lata detrás de la barra y que sabían sospechosamente parecidas a las de la marca blanca del supermercado que teníamos cerca de casa.

—¿Sigues queriendo las bravas? —Miré a Laura con disgusto.

—Sí —asintió—. Las albóndigas, evidentemente, no las quiero. Pueden ser de ternera y contagiarnos la enfermedad de las vacas locas. Pueden ser de cerdo y terminar con triquinosis. Pueden ser de pollo e irnos a casa con un buen cólera aviar. Pueden ser hasta de niño, tía, que mira qué pinta más turbia tiene el camarero.

Lanzamos una mirada detrás de la barra. El tío nos miraba con los brazos en jarras y un palillo de un color asqueroso en la comisura de los labios.

—¿Y aun así quieres pedir patatas bravas?

—Patatas fritas con salsa que pica. No hay peligro. Y tengo más hambre…

Respiré y asentí resignada mientras ella intentaba hacerse oír por encima de las voces de todos los que, como nosotras, se habían dejado seducir por el canto de sirena de un espacio en el que poder apoyar la cerveza. Y eso que las cosas posCovid habían cambiado mucho, que antes de 2020 aún era peor. Pero lo del aforo reducido no ayudaba en nuestra situación, claro.

Me eché el pelo a un lado y lo olí. Ya olía a calamares a la romana mal rebozados en aceite rancio. Miré hacia afuera, soñadora, y, en ese momento, me di cuenta de que la pareja que ocupaba la mesita alta junto a la puerta se preparaba para marcharse.

—¡Dejan libre la mesa! —Le di un codazo a Laura para que espabilara—. ¡Te espero fuera!

—¡Corre, corre, corre!

Agarré el hatillo con los cuadros, lo alcé con la fuerza de mil hombres y salí corriendo, «pies para qué os quiero si tengo alas para volar»[3], para ocuparla y ser la fucking master of universe de la rapidez. Lo único que me parecía que podría arreglar el día era beberse una caña sin tener que oler a fritanga y limpiasuelos diluido en agua sucia. ¿No te parece que algunos bares friegan el suelo con olor a pies?

Acababa de acomodar los cuadros contra la fachada y de dejar mi cerveza en la mesa cuando lo vi.

LO VI.

Hostias, si lo vi.

Lo vi yo, lo vio el cosmos, lo vio el eje de la Tierra, que debió de sufrir un desplazamiento con el terremoto de diez mil en la escala Richter que me provocó en el centro del pecho semejante espécimen de macho humano. O en el estómago. O en la vesícula. Vete tú a saber, que ahí dentro está todo muy junto.

Tenía el pelo algo largo. No mucho, solo un poco desgreñado. Los ojos claros. La nariz fina, elegante, como de caballero de alta alcurnia que quiere casarse con alguna de las hermanas Brönte. Piel un poco pálida, como de alabastro. Joder…, aquel tío era la viva imagen de un busto tallado en plena época helénica de alguien muy guapo. Vestía un abrigo tres cuartos de algo que no sería menos que cachemir, en color arena, un jersey beis y unos vaqueros rectos con vuelta en el tobillo. Los zapatos marrones… italianos, seguro. Podía imaginar a aquel hombre escogiéndolos en alguna tienda cara de Milán.

Estaba ya desarrollando en la cabeza la fantasía de lo suave que sería toda aquella ropa de buen gusto entre mis manos al quitársela… cuando me miró. Me miró. Él, a mí. Y el cosmos se dio la vuelta y me devolvió la mirada. Fue una experiencia extraña que me obligó a echarle un vistazo rápido a la cerveza…, ¿tendría ayahuasca?

—Hola —me dijo.

—Hola —respondí con una sonrisa.

Es lo que pasa con la gente muy guapa…, les sonríes casi sin pretenderlo.

—Perdona que te moleste.

—No es ninguna molestia.

—Bueno… —Sonrió de medio lado—. Júzgalo mejor cuando termine de hablar. —Me guiñó un ojo—. ¿Son tuyos?

Su dedo (bastante helénico también) señaló el hatillo de los cuadros, entre los que destacaba uno, mirando hacia afuera, con unos colores vivos y algo violentos.

—Sí.

Eché un vistazo hacia dentro y vi que Laura seguía junto a la barra. Al volverme hacia él, lo encontré de cuclillas, estudiándolo de cerca.

—No he vendido ni uno —me escuché decir.

—Normal… —musitó—. Esto no se vende en El Rastro, chica. Y menos mal.

Se puso en pie.

—¿Tienes más?

—¿Te parecen pocos? —Señalé los que se amontonaban a mi lado.

—Muy pocos. —Sonrió sibilino antes de echar mano al bolsillo interior de su abrigo y sacar un paquete de tabaco y un mechero—. ¿Quieres?

—No, gracias.

—Quiero verlos todos.

—Si te los llevas, te hago un buen precio.

—¿Cuántos tienes? Quiero decir…, ¿cuántos más, aparte de estos?

—Uhm…, no sé. ¿Treinta?

—Y son tuyos.

—Míos. De mi absoluta propiedad por derecho propio.

Me miró con los ojos entrecerrados, no sé si a causa de la voluta de humo que acababa de exhalar o sospechando que estaba mintiendo, y después desvió nuevamente la mirada hacia el cuadro.

—Es bastante sobrecogedor…, recuerda a la técnica del dripping que usaba Pollock y a su composición all over, pero con más control. Hay menos caos. Es más compacto. Casi te escupe a la cara los colores, pero son… sólidos.

—Sí. —Fue lo único que se me ocurrió contestar.

—¿Estudiaste Bellas Artes?

—No. Soy autodidacta —mentí con soltura mientras él separaba los bastidores sobre los que estaban montados los lienzos y les echaba un ojo rápido, manteniendo alejada la mano con la que sostenía el cigarrillo.

No sé por qué mantuve también la mentira con él. Quizá pensé que de un momento a otro aparecería Laura y tenía que mantener mi dignidad ante mis amigas. Quizá valoré que ese pedazo tío sentiría más afinidad conmigo si creía que había pintado esos cuadros. Yo qué sé.

—¿Cuánto llevas pintando?

—Bufff. Ni lo sé. Los pinceles son ya extensiones de mis dedos. —Ahí me pasé un poco, pero no debió de notar mi sobreactuación porque me tendió la mano para que se la estrechara.

—Me llamo Eloy. Soy marchante de arte y me interesa valorar tu obra.

Y efectivamente, estaba en lo cierto, Laura apareció de golpe a mi lado con un plato humeante de bravas. Lo único que hubiera desentonado más en aquella situación es que en lugar de bravas hubiera sido coliflor hervida.

—Hola —le saludó—. ¿Quién es? —Y esto último me lo susurró casi en el cuello.

—Es Eloy. Es marchante de arte y le interesa valorar mi obra.

Eloy sonrió mientras asentía.

—Veo que lo has entendido. ¿Y tú eres…?

—Laura… —dijo ella todo movimiento de melena y coqueteo.

—Me refería a la artista. —Y una supernova se concentró en su boca cuando dibujó una sonrisa.

—Catalina —respondí embobada.

—Encantado, Catalina. Verás…, tengo una cita con un cliente en veinte minutos y no me puedo demorar, pero… ¿qué te parece si me llamas mañana y concertamos una visita? Voy a tu estudio.

—No tengo estudio.

—Pinta en la casa del pueblo —intercedió Laura.

—Bueno, pues dime dónde está ese pueblo y nos vemos allí.

¿Qué? Ah, no. De eso nada.

—Mejor ya hablamos de los pormenores mañana cuando te llame —resolví.

—Bien. —Sacó la cartera del bolsillo, esta vez, de su vaquero y con dedos ágiles encontró una tarjeta que me tendió—. Pues llámame mañana a partir de las diez, ¿vale? Y hablamos.

—Vale.

—Hostia, tía —escuché farfullar a Laura con una patata en la boca.

—Tampoco estoy diciendo que te vaya a convertir en la estrella del próximo FIAC, pero vamos a echarle un vistazo a eso.

Asentí y agarré la tarjeta, que se me antojó como un salvoconducto hacia una vida mejor, aunque aún no tuviera ni pajolera idea de que con «FIAC» se refería a la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de París.

—Hasta mañana —le dije.

Eloy dio una honda calada al cigarrillo sin dejar de mirarme y, cuando ya empezaba a inquietarme, sonrió, dio media vuelta y se perdió entre la gente.

Me volví hacia Laura con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué acaba de pasar?

—Que si esto fuera una película, en tres meses te forras y te casas con él.

Mi gesto mutó de la sorpresa al desagrado.

—Ay, Laura…, qué heteronormativo te ha quedado eso.

—No es heteronormativo…, es solo… muy cuento de princesas.

—Pues eso.

—Pues eso no, que este lanza tu arte y te saca de pobre. Y huele a historia de amor desde aquí…, y mira que es difícil con el olor a fritanga que arrastramos.

Sonreí a mi amiga y observé a la gente que caminaba arriba y abajo de la calle, intentando localizar el abrigo caro de Eloy, aunque no lo conseguí. Mi futuro era rápido haciendo que le perdiera la pista.

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6

Mis lienzos

Pensé bastante en Eloy durante el resto del día. Buscaba el amor desesperadamente, ¿qué esperabas? Por más que le rebatiera a Laura que su comentario era muy de cuento de princesas desfasado…, yo seguía creyendo en los cuentos de princesas. O quizá pensaba que esas historias tan bonitas que veía en las redes sociales, en mis amigas, en conocidos… eran la versión moderna de un cuento que, no entendía por qué, para mí parecía inalcanzable. Soñar un poco resultaba inevitable. Soñar despierta con que a Eloy lo que le había interesado de verdad había sido yo…, y que lo de los cuadros no era más que una excusa para acercarse.

Llevaría el pelo largo y suelto en nuestra boda.

Las horas se me hicieron días. Si no le llamé nada más entrar a trabajar fue porque eran las ocho de la mañana y había sido muy claro al apuntar que debía hacerlo a partir de las diez. Ese cutis tenía pinta de dormir sus ocho horas todos los días, como las modelos. Seguramente también bebía mucha agua.

Después de morderme todas las uñas que pude, aguanté el tiempo que me pareció prudencial y aproveché el final de mi descanso de media mañana en el trabajo para hacerlo. Esperé a que mis compañeros desaparecieran de vuelta a sus puestos o de camino a una paradiña rápida en los baños, para sacar de un bolsillo mi móvil, la tarjeta de Eloy y un puñado de nervios.

Cuando sonó el primer tono, me dieron ganas de vomitar. Cuando sonó el segundo, me entró la risa floja. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Seguramente era la persona con más citas a sus espaldas de todo el territorio nacional. Ya sabía que la mayoría salían mal y las que no, pues terminaban unos meses después cuando me daba cuenta de que los chicos en cuestión no me gustaban tanto como pensaba. La única respuesta posible para aquellos nervios era la proverbial intuición de que aquello iba a ser diferente. Mejor. Notas la importancia que le estaba dando yo a los cuadros, ¿verdad? Nula.

—Galería Eloy Hernando Suñer, buenos días —me respondió una voz femenina.

Me di cuenta de que aún me reía tontamente y carraspeé.

—Disculpe, querría hablar con el señor Hernando Suñer.

—¿De parte?

—De Catalina Beltrán. —Un silencio respondió a mi nombre, como esperando más información antes de mandarme a cagar a la vía—. Está esperando mi llamada.

—Okey, deme un segundo.

«Para Elisa», de Beethoven, empezó a sonar en el hilo musical de espera y yo me senté en una de las sillas de nuestra área de descanso. Miré el reloj. Tenía un par de minutos.

—Buenos días, señorita Beltrán.

La música había cesado tan de golpe que no me había dado tiempo de asumir que iba a escuchar su voz; di un saltito tonto y me reí. Él también se rio. Por teléfono su voz sonaba más ligera, quizá porque no iba acompañada del peso frío de sus ojos…

Vaya…, qué poético me ha quedado eso.

—Perdona, Eloy, llámame Catalina. Nos conocimos ayer en El Rastro y quedamos en hablar para cerrar una cita…

—Ajá —sonaba burlón.

—Bueno, no una cita en plan… con copas de vino y música suave. Una cita para…, para valorar mis cuadros.

—Me acuerdo, Catalina, no hacen falta más detalles. —Se rio.

Sonaba educado, jovial, simpático, dulce… y seductor.

—Ahm. Ya… pues… eso.

—Igual te sorprende un poco mi premura, pero… me gustaría ver tu obra lo antes posible. ¿Podríamos vernos mañana mismo?

—Ehm…, sí. Sí, claro. Pero tendría que ser a partir de las cinco y media.

—Puedo más tarde también, si te viene mejor.

—No, no. Las cinco y media es perfecto.

—Genial. Pues… mañana a las cinco y media. Te paso a mi secretaria para que le digas la dirección de tu estudio, ¿vale?

—No es mi estudio, es mi…

—No importa —me cortó—. Hasta mañana, Catalina.

Volvió a sonar «Para Elisa» en versión telefónica y, fíjate…, ya no me sonaba tan horrible. Hasta que la puerta batiente de la sala de descanso se abrió y volvió a cerrarse detrás de una pequeña figura que la luz del pasillo dibujó a contraluz. Pequeña, brazos en jarras, cabeza de bombilla, ondas malrolleras…

—¿Qué tal el descanso? ¿Te instalo un sillón y una tele para que no te aburras tanto mientras te escaqueas del trabajo?

El jefe. El jefe en una versión que bien parecía sacada de un tebeo de Ibáñez. Era bajito, enclenque, calvo (aunque él interpretara aquella cortinilla hecha con tres pelos engominados como un peinado) y con un bigotito ridículamente fino sobre el labio. Con total seguridad, se vestía en la sección infantil de El Corte Inglés, pero en la parte de «viste a tu hijo como un contable calvo que pasa los fines de semana haciendo puzles». Olía raro…, como a cerrado. Vivía con su madre. Le encantaban los concursos de belleza caninos. Lo odiaba. Y él me odiaba a mí.

—Deme un segundo, señor Conejo. —Sí, se apellidaba Conejo. El mundo es un lugar horrible y cruel—. Es una llamada importante.

Seguía sonando la musiquilla. Por favor, ¿qué estaba haciendo la secretaria?

—Es hora de que vuelvas a tu puesto. Te aseguro que allí te esperan muchas más llamadas importantes.

—Galería Eloy H

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