El efecto matrimonio

Graeme Simsion

Fragmento

9788415630876-3

1

El zumo de naranja no estaba programado para el viernes. A pesar de que Rosie y yo habíamos abandonado el Sistema Estandarizado de Comidas —con la resultante mejora en «espontaneidad», aunque a costa del tiempo invertido en hacer la compra, el inventario de ingredientes y el desperdicio de alimentos—, también acordamos que la semana debía incluir tres días sin alcohol. Y, sin una planificación formal, este objetivo era difícil de alcanzar, como yo había previsto. Finalmente, Rosie vio la lógica de mi solución.

Los viernes y los sábados eran días evidentes para consumir alcohol. El fin de semana no teníamos clase, podíamos acostarnos tarde y quizá mantener relaciones sexuales.

Estaba terminantemente prohibido programar el sexo, al menos de forma explícita, pero yo me había familiarizado ya con la secuencia de acontecimientos que solía precipitarlo: un muffin de arándanos de la panadería Blue Sky, un café muy cargado de Otha’s, quitarme la camisa e imitar a Gregory Peck en el papel de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Ahora ya sabía que no siempre debía ejecutar los cuatro pasos en el mismo orden, pues mis intenciones habrían sido demasiado evidentes. Para añadir un elemento de imprevisibilidad, había decidido lanzar una moneda al aire dos veces con la intención de seleccionar el componente de la secuencia que eliminaba.

Había metido en la nevera una botella de Elk Cove pinot gris para acompañar las vieiras sostenibles que había comprado esa mañana en el mercado de Chelsea. Sin embargo, cuando volví de recoger la colada en el sótano, me percaté de que en la mesa había dos vasos de zumo de naranja. El zumo de naranja no era compatible con el vino, eso estaba claro. Si se bebía primero, el regusto ácido que dejaba embotaba las papilas gustativas hasta el punto de que impedía detectar el tenue azúcar residual característico de los pinot gris. Posponerlo tampoco era aceptable: el zumo de naranja se deteriora rápidamente, de ahí que los establecimientos que ofrecen desayunos subrayen lo de «recién exprimido».

Rosie estaba en el dormitorio, por tanto inaccesible de forma inmediata para comentarlo. En nuestro apartamento había nueve variantes de ubicación posibles para dos personas, de las cuales seis implicaban que estuviéramos en habitaciones distintas. Nuestro piso ideal, como especificamos de forma conjunta antes de instalarnos en Nueva York, habría tenido treinta y seis variantes posibles a partir de un dormitorio, dos estudios, dos baños y una cocina americana. Esta vivienda de referencia habría estado ubicada en Manhattan, cerca de las líneas 1 o A para facilitar el acceso a la facultad de Medicina de la Universidad de Columbia; también habría tenido vistas al río, y un balcón o una barbacoa en la azotea.

Sin embargo, como nuestros ingresos consistían solamente en un salario académico, complementado con dos trabajos a media jornada en una coctelería, pero mermados por la matrícula universitaria de Rosie, tuvimos que hacer concesiones, de modo que nuestro apartamento no cumplía ninguno de los requisitos mencionados. También dimos excesiva importancia a su ubicación en Williamsburg porque nuestros amigos Isaac y Judy Esler vivían allí y nos habían recomendado la zona. Sin embargo, no había ninguna razón lógica para que a un profesor de Genética de (a la sazón) cuarenta años y a una licenciada de treinta que ahora estudiaba Medicina les conviniese el mismo barrio que a un psiquiatra de cincuenta y cuatro y a una ceramista de cincuenta y dos que habían adquirido su vivienda antes de que subieran los precios. El alquiler era elevado, y el apartamento tenía una serie de defectos que los administradores no parecían muy dispuestos a corregir. En esta época del año, por ejemplo, el aire acondicionado no conseguía compensar la temperatura exterior de treinta y cuatro grados Celsius, a pesar de que encajaba en los parámetros estadísticos de Brooklyn a finales de junio.

La reducción en el número de habitaciones, combinada con el matrimonio, supuso que me viera expuesto, como nunca antes, a una proximidad íntima continuada con otro ser humano. La presencia física de Rosie era una consecuencia sumamente positiva del Proyecto Esposa, pero, después de diez meses y diez días de matrimonio, yo aún seguía adaptándome a ser uno de los componentes de una pareja. A veces pasaba en el cuarto de baño más tiempo del estrictamente necesario.

Comprobé la fecha en el teléfono: sin duda, era viernes 21 de junio. Con ello constataba que mi cerebro no había desarrollado un defecto que le impedía identificar correctamente los días de la semana, pero también confirmaba una extraña violación del protocolo de bebidas alcohólicas.

Rosie interrumpió mis reflexiones al salir del dormitorio cubierta únicamente con una toalla. Ése era mi atuendo preferido si aceptamos que la falta de atuendo no cuenta como atuendo. Una vez más, me sorprendió su belleza extraordinaria y su decisión inexplicable de haberme seleccionado como pareja. Y, como siempre, a esa idea siguió una emoción no deseada, pero lógicamente inevitable: el miedo intenso a que un día reparase en su error.

—¿Qué se cuece por aquí? —preguntó.

—Nada. El proceso de cocción no se ha iniciado. Estoy en la fase de reunión de ingredientes.

Rosie se echó a reír en un tono que indicaba claramente que, una vez más, había malinterpretado su pregunta. Claro que la pregunta no habría sido necesaria de haberse aplicado el Sistema Estandarizado de Comidas. Le facilité la información que, supuse, solicitaba:

—Vieiras sostenibles con mirepoix de zanahoria, apio, chalote y pimiento aliñado con aceite de sésamo. La bebida recomendada para acompañarlo es un pinot gris.

—¿Me necesitas para algo?

—«Todos necesitamos dormir un poco esta noche. Mañana partimos hacia Navarone.»

El significado de la frase de Gregory Peck era irrelevante. El efecto residía en cómo se pronunciaba y en la sensación de liderazgo y confianza que transmitía para la preparación de las vieiras salteadas.

—¿Y si no puedo dormir, capitán? —preguntó Rosie con una sonrisa, antes de desaparecer en el baño.

No mencioné el tema de la próxima localización de aquella toalla. Hacía tiempo que yo ya había aceptado que la ubicaría al azar, en el cuarto de baño o en el dormitorio, de modo que, en realidad, acabaría ocupando dos espacios.

Nuestras preferencias por el orden se encuentran en extremos opuestos. Cuando nos mudamos a Nueva York, Rosie llenó tres maletas de las grandes. Ya sólo la cantidad de ropa era increíble. Mis objetos personales cabían en dos bolsas de mano. Aproveché la mudanza para mejorar la calidad de mi material cotidiano: regalé el equipo de música y el ordenador de sobremesa a mi hermano Trevor, devolví la cama, la ropa blanca y los utensilios de cocina a la casa familiar de Shepparton y vendí la bicicleta.

Rosie, por el contrario, aumentó su vasta colección de pertenencias adquiriendo distintos objetos decorativos a las pocas semanas de nuestra llegada. El caótico estado de nuestro apartamento evidenciaba el resultado: macetas, sillas de sobra y un impráctico botellero.

No se trataba sólo de la cantidad de objetos, sino también de un problema de organización. La nevera estaba

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