La huida

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Big Sur, 2001

El mundo entero se puso de luto cuando Liam Sullivan falleció a los noventa y dos años mientras dormía con su mujer, de sesenta y cinco, a su lado. Había muerto una leyenda.

Liam nació en una casita rodeada de colinas y campos verdes cerca del pueblo de Glendree, en el condado de Clare, en Irlanda, y había sido el séptimo y último hijo de Seamus y Ailish Sullivan. Había experimentado lo que era tener hambre de verdad en los años de vacas flacas y nunca había olvidado el sabor del pudin de pan y mantequilla de su madre (ni el escozor de sus bofetadas cuando se las ganaba).

Perdió a su tío y a su hermano mayor en la Primera Guerra Mundial y sufrió, también, el dolor de la muerte de una hermana que, sin haber cumplido aún los dieciocho, falleció al dar a luz a su segundo hijo.

Experimentó, desde muy temprana edad, el agotamiento que suponía el trabajo extenuante de arar un campo con un caballo que se llamaba Moon. Y aprendió a esquilar ovejas, matar corderos, ordeñar vacas y construir muros de piedra.

Nunca olvidó, durante toda su larga vida, las noches que pasó junto a su familia alrededor de la hoguera: el olor del humo de turba, la voz angelical de su madre cantando y la sonrisa que le dedicaba su padre mientras tocaba el violín.

Tampoco olvidó aquellos bailes. Cuando era pequeño, a veces se ganaba unas monedas cantando en el pub mientras los parroquianos bebían pintas y charlaban sobre sus granjas y la política. Su aguda voz de tenor arrancaba algunas lágrimas a la clientela, y su cuerpo ágil y sus pies, rápidos y diestros, animaban a todo el mundo cuando se ponían a bailar.

Soñaba con algo más que arar campos y ordeñar vacas, y con una fortuna mayor que las monedas que conseguía en el diminuto pub de Glendree.

Un poco antes de su decimosexto cumpleaños, se fue de casa con unas pocas libras en el bolsillo. Metido en el diminuto espacio de la bodega de un barco, aguantó la travesía atlántica junto a otras personas que también buscaban algo más. Cuando el barco se sacudió durante una tormenta y el aire se llenó de olor a vómito y miedo, dio gracias por su constitución de hierro.

Fue muy aplicado y escribió numerosas cartas que esperaba enviar a su familia al final del viaje. Gracias a sus canciones y bailes, consiguió crear buen ambiente entre sus compañeros de aventura.

Flirteó y se dio unos cuantos besos ansiosos con una chica de pelo muy rubio que se llamaba Mary. Era de Cork y viajaba a Brooklyn para trabajar como doncella en una casa acomodada. Estaba con ella, tomando el aire fresco (por fin), cuando vio por primera vez a la gran dama con la antorcha en la mano. En ese momento, pensó que su vida acababa de empezar.

Había muchísimos colores, ruido, movimiento y un montón de gente apretujada en un mismo sitio. Ese lugar no estaba solo a un océano de distancia de la granja en la que había nacido y se había criado; estaba a un mundo. Y ahora era el suyo.

Se había comprometido a trabajar con el hermano de su madre, Michael Donahue, como aprendiz de carnicero en el Meatpacking District. Allí le dieron la bienvenida, un abrazo y una cama en una habitación que compartía con dos de sus primos. Aunque solo le hicieron falta unas semanas para odiar los sonidos y los olores propios del trabajo, se ganaba su sustento. Pero seguía soñando con algo más.

Lo encontró la primera vez que se gastó una pequeña parte del sueldo, ganado con el sudor de su frente, para ir al cine con Mary, la del pelo rubio. En la pantalla descubrió la magia y un universo más allá de todo lo que él conocía y que contenía todo lo que cualquier hombre podría desear.

Allí no existía el ruido de las sierras para huesos ni los golpes secos de los cuchillos de carnicero. Incluso desapareció la bonita Mary. Liam sintió que la pantalla y el mundo que le ofrecía lo absorbían.

Las mujeres hermosas, los hombres heroicos, el drama, la felicidad. Cuando acabó la película, Liam volvió a la realidad, miró a su alrededor y vio las caras embelesadas del público y sus lágrimas; oyó las risas y los aplausos. Pensó que aquello era el alimento que necesitaba su estómago hambriento, era una manta para el frío, una luz para su alma herida.

Menos de un año después de ver Nueva York desde la cubierta de aquel barco, abandonó la ciudad para dirigirse al oeste.

Trabajó lo justo para poder cruzar el país, asombrado por su tamaño, por sus paisajes cambiantes y sus estaciones. Durmió al raso, en graneros e incluso en la trastienda de algunos bares en los que ofrecía su voz a cambio de un jergón donde acostarse. En una ocasión, pasó la noche en el calabozo tras una pelea en un lugar llamado Wichita. Aprendió a subir de polizón en los trenes y a huir de la policía. Aquella fue, como contó en innumerables entrevistas a lo largo de su carrera, la aventura de su vida.

Cuando, tras casi dos años de viaje, vio el enorme letrero blanco que decía «Hollywoodland», supo que sería ahí donde encontraría fama y fortuna.

Se labró un futuro gracias a su ingenio, a su voz y a su espalda fuerte. Fue ese ingenio y esa labia los que le consiguieron un trabajo construyendo decorados en la parte de atrás de los estudios. Cantaba mientras trabajaba. Repetía las escenas que veía y practicaba los acentos que había oído en su viaje desde el este al oeste.

Las películas sonoras lo cambiaron todo; de repente, hacía falta construir platós. Los actores a los que Liam había admirado en la pantalla muda revelaron que sus voces eran demasiado agudas o apagadas, y con ello se extinguió su estrella.

Su momento llegó cuando un director lo oyó cantar, mientras trabajaba, la misma canción con la que una estrella del cine mudo se suponía que tenía que enamorar a su dama en una escena musical.

Liam sabía que la voz de ese hombre no valía un pimiento y se enteró de que los productores estaban pensando en utilizar otra. En su opinión, llegar a ocupar ese puesto era cuestión de asegurarse de estar en el lugar adecuado en el momento correcto.

Su cara no apareció en la pantalla, pero su voz cautivó a la audiencia y le abrió la puerta: hizo de extra, de figurante, tuvo su primer pequeño papel en el que dijo su primera frase. Asentó los cimientos de su carrera y subió, peldaño a peldaño, cada vez más alto empujado por el trabajo, el talento y la energía inagotable de los Sullivan.

De repente, Liam, el chico de la granja del condado de Clare, tenía un agente y un contrato. Así empezó, en aquella época dorada de Hollywood, una carrera que se alargaría durante décadas y generaciones.

Conoció a su mujer cuando él y la pizpireta y popular actriz Rosemary Ryan protagonizaron un musical: la primera de las cinco películas que hicieron juntos a lo largo de su vida. El estudio cinematográfico quiso alimentar las columnas de cotilleo con su romance, pero no hizo falta inventar nada.

Liam y Rose

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