El escándalo de amanecer en los brazos de un canalla (El azahar 6)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Diego

—Anda, Dieguito, cántate algo.

—No estoy para canciones, Candela.

La muchacha, de ojos negros como el carbón y cara de azucena, chasqueó la lengua. Sentada en mis piernas, la cigarrera jugaba a enredar los dedos en mi pelo. Aunque hubo un tiempo en el que fuimos amantes, ya solo éramos amigos. Ella tenía otros asuntos que atender, y yo los míos. Eso no quitaba que cada vez que la tuviera cerca se me fueran la vista a admirar su increíble belleza.

Para sacarse unos cuartos de más, Anita, una viuda muy caritativa, había dejado a algunas de las muchachas de la fábrica adecentar un almacén cercano como tabernilla, donde pasaban el tiempo. Más que un negocio, era una obra de caridad, pues algunas habían sido repudiadas por sus familias por haberse enamorado de quien no debían o por «haberse dejado preñar». Pero eran buenas chicas, y después de despachar en ca Matías, no faltaba día en que no fuéramos a verlas. Hasta la Guardia Civil pasaba a tomar unos tragos sin poner pega, a pesar de que las gentes del pueblo decían que eso era lo más cercano a un burdel. La prueba de que no era así era mi presencia. No me habrían visto despachando en una mancebía ni en pintura.

Esa noche llovía y el sitio tenía algunas goteras. El agua caía en cubos de latón casi marcando el compás de una canción. A pesar de eso, y de lo pobre de la decoración, era una sala acogedora, con mesas de madera y sillas de anea; una barra y un pequeño tablao. Incluso con tan mal tiempo, el lugar estaba animado. De todas las mesas llegaban las conversaciones y sonidos habituales de los juegos de cartas, estupendos para matar las horas entre vinos.

—Qué mohíno estás últimamente —me dijo Candela.

—Se le ha muerto el padre, cómo quieres que esté —comentó otra de las muchachas, que atendía una mesa cercana.

—¿Qué va a ser eso? —Mi amiga se cruzó de brazos—. Si a este su padre le ha dado siempre igual.

—Igual, igual... Era su padre —rebatió la otra—. Al mío no lo quería ver yo ni en pintura y cuando murió me entró tal sentimiento que me pasé llorando tres semanas.

—¿No sería que llorabas de alegría? Porque menudo demonio estaba hecho.

—Ay, calla. —Se persignó—. No me lo recuerdes.

—Claro que lo de mi padre me duele. ¿A quién le voy a pedir los cuartos si no?

—A tu hermanito Samuel. —Candela me guiñó un ojo—. Ahora es el que los maneja.

—Hemos pinchado en hueso —dijo un viejo amigo, con el que jugaba a las cartas—. No veo yo al señorito Samuel muy en disposición de darte a ti na.

—Ni la hora —apuntó otro.

—Todo para él. —Tomé el vaso de jerez y lo apuré, para dejarlo después con ímpetu sobre la mesa—. Lléname, por favor.

—Entonces, ¿no me vas a cantar nada? —insistió Candela.

—No seas pesada, Candelita. —Arrugué la nariz con desagrado—. No tengo ganas hoy.

—Pues cantaré yo. —Llenó mi vaso, casi hasta el borde, y después dejó la frasca al lado. Arremangándose la falda, hasta el punto de casi enseñar sus partes íntimas, movió el talle con zalamería y entonó—: Qué tiene Dieguito el de Alborada, que arruga mucho la nariz. Si acaso se ha enamorao, que me lo digan a mí.

Resoplé, y tomé un trago mientras la gente se reía.

—Enamorado el de Alborada —dijo otro—. Tú estás borracha.

Ella, tras reírse, siguió cantando.

—Era antes muchacho alegre, que a todas nos merecía, y ahora esa cara suya, parece adolecía. —Me pellizcó en la mejilla—. No sé qué tendrá este mozo, si mal de amores o fiebre conocía, pero si él quiere, le quito toas las penas con esta boca mía.

Aplaudieron y puse los ojos en blanco, pretendiendo falsa resistencia ante su canción que, a decir verdad, me había hecho gracia.

—No tienes remedio, Candela. —Terminé por echarme a reír.

Ella me plantó un beso en los labios y después bebió de mi vaso de jerez.

—Ea, por fin te has reído, que es lo que yo quería.

Se fue a departir con otros clientes y me sumí en mis pensamientos y en la bebida, mientras tomaba ambas cosas a sorbos. No me gustaba darle demasiadas vueltas a nada. Había aprendido que las cosas siempre sucedían por un motivo y que pensar en lo que pudo ser y no fue era nadar contra marea: un esfuerzo innecesario. Sin embargo, en aquella ocasión tenía la mente puesta en la muerte de mi padre más de lo que me habría gustado y ni ahogándola en vino se me iba.

Me dolía. Claro que me dolía. Era mi padre y lo quería, a pesar de que nunca llegásemos a entendernos del todo, porque no halló en mí la disposición que en mis hermanos. Era, de su rebaño, el que siempre dejaba el redil, y eso le molestaba.

Yo no tenía las ganas de heredar El Azahar que Samuel; ni el afán de la tierra de Simón. Quizá era por eso, precisamente, por lo que yo era un caso aparte, pues aquellas cosas les concernían desde su nacimiento y no había nada inherente a mí. No podía ser como Samuel, porque para eso estaba él, ni tampoco como Simón; así que elegí mi propio camino. Hubo un tiempo en el que era recto y prometedor, y hasta mi padre estaba contento con que lo hubiera escogido. Pero entonces, la muerte, que a menudo tiene el propósito de torcer las cosas, llegó a mi vida cuando ya podía mirarla con los ojos de un adulto y odié lo que vi. Se llevó todos mis intentos de vivir esa vida, pues me pareció insustancial y absurda.

A punto estaba de soltar un suspiro de hastío cuando Candela volvió a la mesa. Me lo callé, para no preocuparla más.

—¿Tengo que volver a cantarte para que te rías?

—Mejor échame más vino.

Ella negó con la cabeza y me retiró el vaso.

—Ni hablar. No bebes más o acabarás cayéndote de Rufián.

—Rufián no me dejaría caer. Es el ser más leal que conozco. —Por su gesto ofendido repuse, a toda prisa—: Después de ti, claro.

—Anda. —Palmeó mi hombro—. Voy a por tu abrigo y te vas a casa. Te vendrá bien dormir un poco.

No puse impedimentos, porque estaba cansado. La conversación que habíamos tenido esa mañana con Samuel sobre la muerte de mi padre, la perspectiva de su suicidio, de nuestra ruina... ¿Qué íbamos a hacer? Mi hermano partía a Málaga para jugar sus cartas y yo tenía que jugar las mías. Tenía cuartos ahorrados, de los que nadie sabía, pero no taparían el agujero que teníamos encima. Algo más debía haber que pudiera hacer. Aunque le hubiera dicho a mi hermano que todo me daba igual, no era cierto. Quería El Azahar tanto como ellos, solo que no podía, o no sabía, cómo demostrarlo en sus mismos términos.

Estaba Candela ayudándome con el abrigo cuando la puerta se abrió. El frío entró mezclándose con el ruido ensordecedor del aguacero, agitando las llamas de las velas. Bajo el marco se perfiló la silueta de un hombre. Al reconocerlo, determiné que llamarlo así era decir mucho, porque estaba más cerca de ser una insidiosa mosca. Pero hasta estas tienen cabida en el plan de Dios, y él, siguiendo esa misma lógica, existía. Era Ignacio Morganti, a quien había tenido la desgracia de llamar «amigo» años atrás. Lo miré de

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