La entregada pasión de lord Wentworth (El azahar 7)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Alba

La vida es caos absoluto.

Nada en ella es lineal. Ni siquiera las consecuciones que aparentemente lo son, lo son más allá de su esencia. El día sigue a la noche, sí; pero ningún día es igual que el anterior. Ni los colores de un amanecer se parecen a los de otro. No hay un azul en el cielo que sea idéntico al observado con anterioridad. Nada hay que pueda saberse con incondicional certeza, salvo la muerte. La única verdad universal en medio de este caos que somos. No obstante, ni con ella podemos estar seguros de nada: ni el cómo, ni el cuándo, ni el dónde. Ni tampoco el por qué. Por qué... Eso me había preguntado en infinidad de ocasiones.

¿Por qué no podemos retener a las personas a las que amamos si la fuerza de nuestro amor se siente como la más poderosa de las energías del universo? ¿Por qué han de marcharse cuando más los necesitamos?

Incluso aceptándola a regañadientes, había aprendido a convivir con la muerte. A asumirla con el rigor de la ciencia como parte de la vida. Sin embargo, aunque quisiera racionalizarla, dolía cuando tocaba de cerca.

Dolió cuando mi padre «se fue» de esa forma abrupta, inmerecida. Cruel. De esa forma injusta que, al menos, había hallado algún tipo de justicia. Eso había escuchado decir a mis hermanos, a escondidas. Nunca me contarían la verdad, por eso de que era la pequeña, pero solía enterarme de muchas cosas, aunque no se dieran cuenta. De haber sabido antes que el causante de la muerte de mi padre fue ese malnacido, le habría metido alacranes en la cama. Escolopendras. Lo habría ahogado en el Guadalquivir con mis manos, sin pestañear. En lo de no tener medida en estos asuntos, me parecía a Diego.

Dolió cuando mi madre se fue, pues, a pesar de que yo era un bebé, su ausencia se sentía a lo largo de los años. El parto de quien debía de haber sido mi hermana menor se las llevó a las dos. La suya fue la realidad de muchas mujeres, expuestas a ella sin elección. A este mundo veníamos para ser hijas, después esposas y más tarde madres. Esos eran nuestros tres estados de existencia. Morir en cualquiera de ellos era probable. De apatía, soledad o dolor. Morir como nuestras expectativas y sueños. Por suerte, me había criado como una Alborada, y dentro de lo que cabe, todavía se me permitía soñar. Leer, instruirme, aprender lo mismo que mis hermanos. A pesar de eso, la sombra del matrimonio sobrevolaba. Esa obligación siempre estaba ahí. «Lee cuanto quieras, pero te casarás».

Una dama a la que admiraba, y que en algo se parecía a mí, estaba jugándose la vida por sus obligaciones como mujer. Al menos, la del matrimonio la había tomado por elección. Quizá por eso dolía menos. Porque Leire Narváez se había casado por voluntad y no por necesidad. Un día le pregunté si no tenía miedo de perderlo todo cuando el bebé llegase. Si no temía que la Leire que dirigía un imperio se diluyese en pos de la Leire madre, y ella me dijo, muy serena: «Cada día, Alba. No hay un segundo en el que no lo piense. Pero ser la Narváez o la madre no son dos caras de un papel, que mientras que uno pueda verse, el otro no. Es una hoja puesta al trasluz. Dos partes de un todo. Eso soy. Y lucharé porque siempre se vean las dos».

«Entonces, ¿no te arrepientes?», le dije.

«Daría mi vida por este bebé igual que la daría por el legado de mi familia. Y por ti también lo haría, Alba, porque, aunque no hace tanto que nos conocemos, te quiero mucho. Lo sabes, ¿verdad?», contestó.

Esas últimas palabras... Esas preciosas y a la vez malditas palabras.

Yo también la quería. Era como una madre para mí. No podía perderla. Me negaba a despedirme de ella. Así que, mientras aguardaba esa nueva vida que tanto podía cobrarse en el camino, resoplé angustiada. Los partos eran siempre endiabladamente complicados.

—No pienso tener hijos —mascullé.

Diego estaba sentado a mi lado. Aguardábamos junto a la puerta del dormitorio principal de El Azahar, mientras el alumbramiento se daba. Habían pasado ya dieciséis horas desde que había empezado. Estábamos perdiendo la esperanza de que las cosas saliesen bien.

—Mico, no estés nerviosa. Irá de maravilla, ya verás —dijo apretándome la mano.

Cuchicheábamos mientras Samuel andaba arriba y abajo del pasillo, como fiera enjaulada. Las mangas subidas; la camisa a medio meter; el chaleco desabotonado; la frente perlada de sudor y el cabello despeinado. A cada poco, Beatriz se levantaba y caminaba unos pasos con él, dándole palabras de aliento. Lo abrazaba. Él rompía a llorar.

Hasta hacía una hora escasa, y a pesar de que no era lo habitual, Samuel había acompañado a Leire y sujetado su mano, pero cuando ella se había desvanecido, don Ramiro había ordenado que lo sacaran de allí por miedo a que los nervios pudieran con él. Fernanda le había dado ya tres tisanas y ninguna surtía efecto. Él no quería que don Ramiro atendiese al parto, quería que fuesen Aurora y Simón, que planeaban estar en El Azahar por las fechas previstas; sin embargo, se había adelantado.

Samuel no paraba de repetir: «Si Simón estuviera aquí... Si Aurora estuviera aquí».

Pero estaban en Madrid, con el almirante. Y aunque Pablo y Marcel habían ido con los caballos más rápidos a buscarlos en cuanto empezaron los primeros síntomas, como si fueran uno de esos mensajeros reales, todavía no habían llegado. Ni siquiera sabíamos si lo harían.

Cerca de nosotros estaban Estrella y mis otras hermanas. Lidia apoyaba la cabeza en un hombro de Elena; mi cuñada en el otro. Mi hermana mayor las rodeaba con los brazos. Miraban en silencio la puerta del dormitorio, como si esta pudiera darles respuestas. Hacía rato que no llegaba sonido alguno desde dentro.

Alejandro, a unos pasos, no dejaba de otear por la ventana, apretando sus guantes entre las manos, con tal nerviosismo que parecían naranjas que quisiera exprimir.

Se escuchó el sonido de un relincho afuera, sobresaltándonos. Al momento, Samuel fue hacia la ventana. Al ver que no era nadie, masculló una maldición.

—Llegarán —dijo Alejandro apretando su hombro.

Samuel le dio las gracias y después suspiró apenado.

Los miré, tragando saliva. Vencida por la desesperanza, dije:

—Esto es horrible, Diego. La última vez que alguien dio a luz en ese dormitorio...

Mi hermano me abrazó con fuerza, atrayéndome hacia su pecho.

—No pasará. Leire es una mujer fuerte. —Se separó de mí para mirarme serio—. Y ese niño es un Alborada.

En un sentido literal no lo era. Yo lo sabía. Pero haríamos como si lo fuese. Sería nuestro sobrino querido, llevase la sangre que llevase.

—No será niño. Será una niña. Por más que me fastidie.

—¿Y por qué te va a fastidiar que sea una niña? Tendrás una sobrina a la que enseñar a no comportarse como una señorita, para irritar a Lidia —dijo para animarme—. Piensa en lo entretenido que será.

Por un instante, sonreí.

—Quiero que sea un hombre para que tenga oportunidades de llegar lejos.

—Y yo que sea una mujer para que tenga a su tía Alba como el ejemplo de mujeres que llegaron lejos. Igual que su madre.

Lo miré con los ojos vidriosos, emocionada por sus palabras.

—Te

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