Otra vez, Rachel (Hermanas Walsh 6)

Marian Keyes

Fragmento

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1

Me despertó el roce de su mano, que trazaba leves círculos alrededor de mi ombligo. Medio dormida todavía, disfruté del contacto de sus dedos al descender.

Pero, antes de que pudiéramos ir más lejos, tenía que saber qué hora era.

—Las siete y diez —me dijo con la voz pastosa.

¡Qué alivio dormir toda la noche del tirón! Sonreí justo delante de su cara.

—Ahora sí que tienes toda mi atención.

Después nos quedamos tumbados en medio de un resplandor rosáceo. Sin embargo, iba haciéndose tarde.

—Debo irme, cariño.

—¿Ya?

—Tengo que pasar por casa a dar de comer a Crunchie y coger un par de cosas antes de ir al trabajo.

—Ah. —Y se produjo esa pausa breve pero significativa—. Vale.

No íbamos a entrar en eso. No en ese momento.

—Que tengas un buen viaje.

Me dio un beso.

—Te llamo cuando pueda. Aunque es impredecible.

—No te preocupes. —Me levanté poco a poco de la cama—. Espero que vaya bien. Nos vemos el domingo.

Me agarró de la muñeca.

—Te echaré de menos.

—Y yo a ti.

En la cocina, apuré un vaso de agua rápidamente.

Finley entró distraído, rascándose la cabeza.

—Hola, Rachel.

—Hola. Ya me voy. ¿Nos vemos el domingo?

—No, estaré con mamá.

—Salúdala de mi parte. Y, si te apetece hacer una obra de ca­ridad, imagino que tu padre… —Señalé el techo con el dedo—. Mataría por un café.

Finley puso cara de no estar muy convencido, y me entró la risa.

—Venga, mocoso malcriado.

—Vaaale.

Le di un abrazo rápido y salí disparada a la radiante mañana de primavera.

En cuanto abrí la puerta de casa, Crunchie me recibió abalanzándose eufórica sobre mí. Me puse de rodillas, le froté las orejas y le hablé con mi tono especial para Crunchie:

—¡Hola, buena chica, hola!

—¿Eres tú, Rachel? —Kate asomó la cabeza por encima de la barandilla, por donde colgaron unos mechones de pelo mojado. Tenía un cepillo redondo y un secador en las manos.

Subí las escaleras disparada y entré en el baño.

—Me he quedado sin lentillas. —Rebusqué en el cajón.

—¿Qué tal Quin? —me preguntó ella.

—Genial. Se va a Nuevo México hasta el domingo.

—¡Qué suerte la suya!

Kate era mi sobrina, la hija de mi hermana mayor, Claire. Llevaba unos meses viviendo conmigo porque el brutal trayecto desde la casa de Claire, en el oeste de Dublín, hasta su trabajo, en un geriátrico de Wicklow, estaba acabando con ella. Actualmente tar­daba doce minutos escasos en llegar al trabajo en lugar de las dos horas y media que antes tenía por norma.

Me chiflaba. Era seria, dulce, sacaba a pasear a Crunchie cuando yo no podía y era una maniática de la limpieza (un rasgo nada propio de la familia Walsh). Era evidente que eso lo había sacado del lado paterno y, pese a que él no me entusiasmaba, solo un patán se quejaría de una compañera de piso que, cada dos por tres, sacaba la fregona del cuarto de las escobas diciendo: «Paso el suelo rapidito».

Su trabajo «real» era la interpretación. Pero el universo le suministraba el trabajo con cuentagotas, en cantidades calibradas de forma exquisita, manteniéndola siempre pendiente de un hilo de incertidumbre. Cada vez que estaba a punto de dejarlo, conseguía un papel pequeño, lo justo para reavivar la ilusión.

—¿Qué haces despierta? —Acababa de recordar que Kate no tenía que trabajar ese día. (Me enviaba su horario cada semana para que lo supiese por si necesitaba reclutar a mis vecinos Benigno y Jasline para pasear a Crunchie). En un arranque repentino de esperanza, añadí con la voz entrecortada—: ¿Tienes una audición?

—¿Hoy? No. Algo de trabajo para Helen.

Mi hermana menor, Helen, tenía una agencia de detectives privada. Últimamente había ido induciendo con habilidad a Kate para que le echara una mano, sobre todo en trabajos desagradables que solían consistir en estar estirada en una zanja embarrada durante largos periodos de tiempo, tomando fotos a hurtadillas. Era el tipo de trabajo del que Helen solía enorgullecerse, pero desde hacía no mucho había estado diciendo, con frecuencia creciente: «La vigilancia rural es la actividad perfecta para una mujer joven».

En su opinión manifiesta, Kate, de veintitrés años, era la persona ideal para tales apuros. «Los de veintitantos no cogen frío, no se mojan y no tienen ningún olfato». Helen insistía en que se trataba de un hecho científico. De una terquedad desafiante, era la persona con la voluntad más fuerte con la que me había topado jamás.

—A ver si lo adivino —le dije a Kate—. ¿Te tiene espiando a algún estafador que lleva la granja de cerdos más apestosa de todo el condado de Cavan?

—Ja, ja. No es tan malo. Vigilancia en la ciudad, una reclamación al seguro. Un hombre que dice que no puede caminar por el dolor de espalda.

—¡Madre mía, son las ocho y veinte! —La estrujé un momento y salté a la ducha. No tenía tiempo de secarme el pelo, me tocaría dejar que se me secase al aire y aceptar la desgracia incontrolable que lo acompañaría.

Para contrarrestar los pelos, me puse un mono vaquero, que me hacía pasar por una empleada de lavadero de coches. Lo llevaba tan a menudo que mis compañeros de trabajo «bromeaban» con que no tenía más ropa. Pero había algo en la libertad que me concedía, sobre todo cuando lo llevaba con zapatillas, que me hacía sentir moderadamente poderosa.

Entretanto, Crunchie me observaba con gesto lastimero.

—Tengo que trabajar —le dije a aquella cara de desconsuelo—. Pero vuelvo esta noche. Hace un día precioso. Corre por el jardín de atrás y ladra a los pájaros, ¡ya verás lo bien que estarás!

A pesar de que mi casita se encontraba a apenas quince minutos en coche del trabajo, llegué tarde a la reunión de la mañana.

Subí a toda prisa los escalones de The Cloisters y crucé el vestíbulo, donde estuve a punto de tropezar con Harlie Clarke, una de mis internas, que estaba pasando la aspiradora por la moqueta con furia y resentimiento. Alcohólica de veintinueve años, con una dedicación a su aspecto que casi contaba como una segunda adicción, estaba estupenda; se levantaba a las seis y media cada mañana para la sesión completa de chapa y pintura: intrincado contouring, pestañas brillantes y el pelo, largo y rubio, liso y obediente gracias al moldeador.

Como casi todo el mundo, había llegado a The Cloisters convencida de que estaba perfectamente. Pero yo había ido minando su coraza de negación hasta que se había resquebrajado. Ya no podía ignorar que era una alcohólica, y estaba rabiosa.

—Buenos días, Harlie —dije.

Con cara de mala leche, empujó la aspiradora hacia mi tobillo. En serio, tenía unas cejas impresionantes. Maquilladas con microblading, por supuesto, pero de un aspecto muy natural. Sin duda hechas por un experto y no algún oportunista que había aprendido con YouTube. A veces me daban unas ganas tremendas de ponerme a hablar de trucos belleza con ella.

Pero quizá no en ese momento. La esquivé antes de que me dejara lisiada.

En la sala de reuniones, se encontraban sentados a la m

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