Actos obscenos en lugar privado

Marco Missiroli

Fragmento

9788417384234-4

Infancia

Yo tenía doce años y un mes. Mamá nos llenaba los platos de cappelletti mientras nos explicaba que el útero es el principio de la modernidad. Sirvió el caldo de gallina y dijo:

—Aprendamos de Francia, con sus oleadas de sufragistas que han liberado las conciencias.

—Y las mamadas.

Aquello fue el punto de inflexión. Mi padre soplando en la cuchara mientras sentenciaba: «Y las mamadas.»

Mamá se lo quedó mirando.

—No vuelvas a decir esas cosas delante del niño. —Se le escapó una sonrisa triste.

Él siguió enfriando los cappelletti y añadió:

—Son una de las maravillas del universo.

Corría el año 1975 y hacía poco que vivíamos en París, X Arrondissement, rue des Petits Hôtels. Nos habíamos marchado de Italia porque la empresa farmacéutica donde trabajaba mi padre lo había trasladado. Mamá había aceptado ir a Francia porque le encantaba el centelleo de la place Vendôme y el refinamiento libertino. Era una mujer elegante, religiosa, de cuerpo voluptuoso. Le gustaban mucho Jane Austen y la comodidad de su Bolonia natal. De joven, había emigrado a Milán para estudiar y conocer a algún burgués que la mantuviera mientras ella juraba fidelidad al proletariado. Tenía cuarenta y dos años cuando mostró aquella tristeza a la hora de la cena. Fue suficiente para devolverme al trauma del mes anterior, el día de la mudanza a la capital de Francia.

Aquella tarde, Emmanuel, un amigo de la familia, estaba en casa. Papá había salido a comprar un taladro y pasarse por la oficina. Yo estaba en mi habitación vaciando cajas y mamá me dijo que haría lo mismo en su dormitorio. Emmanuel la ayudaba, con los pantalones bajados hasta los tobillos. Pude verlos por la rendija de la puerta. Él, de pie y con los ojos entornados, delante de aquella mujer casada y arrodillada, con sus grandes pechos aprisionados en el vestido. Esos grandes pechos que yo rozaba en cada abrazo de buenas noches. Me quedé inmóvil, volví a mi habitación y seguí destripando cajas hasta que se abrió la puerta.

—¿Qué tal todo, amor mío? —preguntó mamá con los labios recién pintados.

—Muy bien.

Ella sonrió, con la misma mueca triste de la cena de los cappelletti, y se marchó. Sólo entonces me percaté de la hinchazón de mis pantalones; contenía el espasmo que aún no había sido capaz de desahogar. Aquel día, por primera vez en mi vida, me acaricié y supe intuir el movimiento que me llevaría a la liberación. Arriba y abajo con constancia. El engaño de mamá, el éxtasis de Emmanuel... mis celos. Me apliqué con la mano una última vez, la decisiva, y entonces supe cómo funcionaba el mundo y cómo acabaría funcionando mi vida.

Mi carácter cambió desde aquella liberación. El bautismo erótico me volvió dócil e inteligente. Mamá empezó a llamarme «hombrecito de mundo»; papá, cher Libero. Ese «querido» antepuesto al nombre ratificaba mi entrada oficial en su círculo de atenciones. La ecuación resultó sencilla: la sexualidad emancipada había dado lugar a la clarividencia. Empecé a entender a mi familia y la manera exacta de interpretarla. Ante cada preocupación, me refugiaba en el retrete y me liberaba. Correrse significaba corregir mis cuestiones interiores sin interpelar a quienes deberían haberme educado. Era un niño autodepurado, sereno y magnífico, atento y previsor. Aquel goce filtraba mis aflicciones. Recuerdo perfectamente tres elementos de aquellos primeros autoerotismos: las mejillas encendidas, la floración del corazón y un inesperado rebullir cerebral. Esos desahogos de cinco o seis segundos me provocaban temblores, y yo intuía que aquello era sólo la punta del iceberg. La realidad que me rodeaba era distinta y mi nuevo espíritu me estaba abriendo las puertas de los mayores:

—Cher Libero, hijo mío, voy a llevarte a Roland Garros.

Nunca he olvidado la tarde en que papá me invitó a asistir a un partido en la pista central del Open de Francia, privilegio que durante años sólo le había correspondido a Emmanuel. Mi padre llevaba una camisa blanca, un panamá arrugado y dos lapislázulis opacos en lugar de ojos. Las mujeres se lo quedaban mirando mientras él observaba ensimismado a Björn Borg, que asaeteaba a pelotazos a Ivan Lendl.

—¿Por qué no has venido con Emmanuel? —le pregunté a bocajarro.

Papá permaneció en silencio ese día y los siguientes.

Emmanuel no se dejó ver por casa durante un mes, y nadie lo nombró hasta que a mamá, mientras nos servía un asado con ciruelas, se le escapó que era el plato preferido de Manù.

Aquella noche estuvo llorando. Papá había salido para su partida de bridge y yo estaba en la cocina acabando mi puzle de la Pantera Rosa. Cuando la oí gimotear, me acerqué al salón. Ella culpó a Orgullo y prejuicio, que estaba releyendo, y volvió a decirme que yo era su hombrecito de mundo, abrazándome con fuerza. Fue entonces cuando formulé mis mandamientos: escogería con cuidado a mi mejor amigo y nunca me casaría.

Emmanuel volvió una noche, varias semanas después. Cuando sonó el timbre, fue mi padre quien se adelantó a abrir. Mamá se quedó en su habitación y me llamó:

—¿Sabes lo que hace que la humanidad funcione, hombrecito de mundo?

—¿El útero y Francia?

—El silencio, el maquillaje y Dios.

Sacó el carmín del bolso y se pintó los labios. Me revolvió el pelo y se marchó al salón. Yo me quedé con la cara hundida en su almohada —mamá olía a glicinias— y esperé a que me llamaran para el rosbif con patatas y tomillo. De aquella velada lo recuerdo todo: el cambio de sitios en la mesa —a mí me colocaron entre Emmanuel y papá—, la televisión de fondo y, por primera y única vez, mamá todo el rato de pie, sirviendo comida... Recuerdo también un par de detalles: que Emmanuel no me miró en toda la noche y cómo se despidieron él y mi madre al final, ya en la escalera, mientras papá estaba en la cocina metiendo los platos en el lavavajillas. Ella hizo el gesto de darle un beso en la mejilla, pero él se limitó a estrecharle la mano para agradecerle la cena.

Cuando nuestro invitado se marchó, mamá se quitó el carmín, se atrevió con una broma sobre el rosbif francés, asegurando que era de lo más soso, y después me preguntó si al día siguiente me apetecía ir a conocer al Creador.

Acepté, por más que papá dijera que la religión era la mayor illusion del hombre.

—Por dos razones, cher Libero: la primera, que Dios nunca se ha dejado ver para confirmar su presencia, y la segunda, que nadie ha regresado jamás de la muerte para confirmar tal presencia.

Le dije a mamá que quizá fuera cierto, y ella me contestó que era hora de irnos. Se había puesto el traje de chaqueta gris, de modo que la teoría de mi padre iba a saltar por los aires: Dios se dejaría ver ese día, como se dejaban ver los profesores, los pintores, los directores de sucursal bancaria, los vendedores de congelados y los padres de mis amigos de Milán cada vez que mamá invitaba a sus hijos a casa. Venían a recogerlos anticipadamente, incluso una hora antes, porque sabían que mi madre los entretendría charlando en gris. Tela de calidad, corte aceptable... de no haber sido por el tercer botón de la chaquetilla, que se estremecía de lujuria: una minúscula gema al borde del colapso. Unos pechos aprisionados va

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