Palabra de inglés

Mercedes Vigil

Fragmento

CAPÍTULO 1

Samuel Fisher Lafone tenía la mirada fija en el bosque de algarrobos que comenzaba muy cerca de la casa, hasta perderse en la lontananza. Pese a haber pasado los sesenta, el empresario continuaba erguido y fuerte como un cayado de roble. Sobre su piel bronceada resaltaban un par de ojos grises que aún centellaban cuando recordaba la magnífica aventura que fue su vida. Quizás rescataba un sinfín de batallas, libradas a puro coraje.

—Me escribió Hoffman, todos se han marchado a la quinta de Almagro porque temen que una nueva epidemia llegue a la ciudad —comentó su primogénito, al que todos llamaban Samuel el Joven—. Imagino que Rosa debe estar muy asustada.

Al escucharlo, su padre interrumpió las reflexiones y lo observó con mirada severa, como augurando males enormes. Cada vez que Samuel Lafone tenía esa expresión, los que le conocían temblaban porque era un hombre de enormes intuiciones. En Samuel la intuición era un sentido más, como el olfato o el oído, siempre estaba ahí, agazapada para brincar cuando la ocasión se lo indicara.

—No lo tomemos al pie de la letra, sabemos que la prima Rosa ha sido siempre muy alarmista, el gobierno dijo que no sucederá nada importante —agregó el joven, intentando restarle gravedad al suceso y continuó relevando su libro de cálculo.

Samuel Alexander Lafone Quevedo era menudo como su madre, menos flemático que su padre y carecía de esa mirada incisiva y a veces impertinente que caracterizó al más célebre inversor inglés que llegara al Río de la Plata.

Hacía muy poco del fin de la guerra de la Triple Alianza. Las calles paraguayas aún olían a pólvora cuando aparecieron las primeras fiebres. En Asunción no había médicos; es más, casi no quedaban varones porque la guerra se había llevado a más de la mitad de los hombres y la ciudad parecía un ejército de fantasmas. En poco tiempo, la muerte volvió a caminar por las calles, agazapada en el aire, en el agua y en el polvo. No faltaron rumores adjudicando tales desgracias a la intervención de Añá, la divinidad que remeda a Satanás y que estaría vengando a las víctimas de la guerra. Los nativos aseguraban que Añá causaba aquellas dolencias, conocedor como pocos de los secretos de la selva, de las hojas que matan, la boa que ahoga y la yerba que envenena la sangre. En unas semanas las fiebres ya habían pasado a Corrientes.

Los médicos no se ponían de acuerdo sobre el mal que estaban enfrentando, pero villas y ciudades iban quedando vacías ante el avance de algo maligno que en poco tiempo pareció fulminar a la región.

Fue recién cuando llegó a Buenos Aires que los clínicos reconocieron que lidiaban con la temida fiebre amarilla, pero lo mantuvieron en secreto para no sembrar el pánico entre la población.

Pese al silencio gubernamental, en Catamarca Lafone recibía permanentes misivas de sus amigos que le advertían que se gestaba un desastre de enormes proporciones. Hasta su querido Alvin Blount había dejado Gualeguaychú para llegarse a Buenos Aires y colaborar con el Hospital Británico, donde escaseaban médicos y enfermeros. José Roque Pérez, su amigo de toda la vida, le escribió para informarle que se quedaría en la ciudad a socorrer a los ciudadanos que, por la enfermedad o por razones económicas no pudieran marcharse.

Le aseguró que la gravedad era inmensa y que en una ciudad que registraba 187.000 habitantes, donde en tiempos de paz morían veinte personas por día, ahora lo hacían más de quinientas.

También le habló de la formación de una Comisión Popular que se encargaría de tomar las medidas y dar la ayuda necesaria para terminar con el flagelo. Esa noche Samuel le comentó que consideraba acudir en ayuda del gobierno y este no escatimó en excusas para retenerlo. Pero cuando recibió una carta de Bartolito Mitre narrándole que el Gobierno en pleno había abandonado la ciudad, Samuel supo que debía dejar actuar al filántropo que llevaba dentro.

A la noche le dijo a su hijo:

—Me voy ya. Si no trabajamos todos juntos, Buenos Aires perderá la batalla contra la fiebre amarilla. Le escribí a Vélez Sarsfield y me puse a su disposición para colaborar en lo que sea. Las parroquias desbordan de indigentes y en San Telmo el contagio fue extenso, pronto los dispensarios de todas las parroquias de la a ciudad estarán repletos de enfermos.

—Padre, es un desatino que deje esta casa para irse justamente a donde están las miasmas de la epidemia —insistió su hijo, con la mirada dulce heredada de su madre—. La ciudad se abarrotó de cadáveres y las autoridades hablan de inaugurar un cementerio en La Chacarita —argumentaba, para retenerlo.

Aún no se sabía que la fiebre amarilla era causada por un virus, ni tampoco que la transmitía un mosquito. Buenos Aires no tenía muchos hospitales, abrieron un lazareto en Azcuénaga y Paraguay para aislar a los enfermos y evitar el contagio.

Pero Samuel no tenía mucho que perder y sí deseos de ayudar. Ya había liquidado sus intereses en Montevideo, reservándose solo algunas inversiones que no le demandaban gran trabajo. Establecido en Catamarca, intentaba remontar la pena que le quedó tras la muerte de su amada María. Un año después, llegaba otra noticia devastadora, la muerte de su hermano Alexander, lo que le significó una estocada que nunca podría superar.

—Mira, ya el desastre es imparable —comentó Samuel en el desayuno del día siguiente al relevar los periódicos—. Como es costumbre en estos casos, la prensa ha dado a conocer el flagelo antes que el Gobierno.

La Nación aconsejaba el éxodo masivo y lo mismo hacía La Prensa bajo el título «Desalojo de la ciudad». En pocos días, la tercera parte de los habitantes de Buenos Aires había abandonado la metrópoli y el Gobierno decretaba el receso administrativo y parlamentario. Pero esta estrategia de escape tampoco resultaría, ya que el ferrocarril, junto a los temerosos ciudadanos, transportaba también la fiebre amarilla y, con ella, la muerte.

Todos se preguntaban cómo en una ciudad puerto que comenzaba a ostentar lujos europeos, edificios suntuosos y a realizar saraos memorables podía acontecer una desgracia de tal envergadura.

—Esa es una primera y engañosa impresión. Basta salir de las manzanas del centro porteño para descubrir que no es la urbe que se publicita en el mundo. Apenas traspasas algunas leguas del casco residencial y los barrios aristocráticos, encuentras grandes basurales, jaurías de perros sin dueño y precarias calles difíciles de transitar debido a las lluvias, la mugre y las ratas. Sobre el Riachuelo, los saladeros vierten sus desechos, con lo cual aquella lengua de agua que atraviesa Buenos Aires es hoy un curso de agua pestilente —dijo reflexivo Samuel a su hijo.

Samuel el Joven lo observó empacar con la sensación de quien ve a alguien por última vez. Pese a las enormes diferen

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