El marqués que no sabía amar (Los secretos de los aristócratas 3)

Marian Arpa

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1855

Anne Carlington acababa de dar a luz a un hijo al que, sin ver, ya detestaba. Según el doctor que la había asistido era clavadito al marqués de Whinsthrop. Y esas palabras condenaron al bebé al rechazo de su madre. «¿Por qué mi marido se ha tenido que salir con la suya?», pensó con amargura.

Un año atrás, su padre había concertado su boda sabiendo que ella no pretendía casarse jamás. La decisión la tomó cuando se enamoró como una boba de un joven lord que no paraba de lisonjearla y agasajarla. Tanta fue su ceguera debido al amor que sentía por él, que la sedujo y le entregó su virginidad. Todo era maravilloso hasta que se quedó en cinta y el lord, tal como había llegado, se fue, diciéndole que no era su culpa que se hubiese quedado embarazada.

Destrozada por el maltrato al que la había sometido él, después vino otro por parte de su familia, que la mandaron al campo con una tía lejana a la que no conocía y que la trató como a una perdida durante los meses que se ocultó allí para que nadie en Londres supiera de su estado. Juró que nunca se iba a volver a entregar a un hombre.

Al cabo de nueve meses dio a luz a un bebé que no le permitieron ver. Su tía Herminia se lo llevó y nunca le dijo qué había hecho con la criatura. Ella, que había estado todo el embarazo soñando con tener a su bebé en brazos y vivir en la mansión campestre de su familia, se hundió en una profunda melancolía.

Al volver a Londres, a la casa familiar, se comportaba como un fantasma; se encerró en sí misma y no hablaba con nadie. La única que sabía de su gran pena era su doncella Ellie, que era como una madre para ella. La consolaba todas las noches cuando se acostaba llorando por lo que habría sido del bebé.

Cuando su padre, lord Loverjoy, le anunció que la había prometido a Carlington, ella amenazó con quitarse la vida. No iba a soportar que la casaran con un hombre al que no conocía, cuando los odiaba a todos.

Su madre no paraba de decirle que era una oportunidad que no podía dejar escapar. Que ese madurito —el marqués de Whinsthrop— lo único que quería era un heredero, después la dejaría tranquila. Sin embargo, le entraban ganas de vomitar solo de pensar en que ese hombre la tocara. Lo había conocido en alguna velada antes de que la mandaran al campo con Herminia, y le parecía un ser lujurioso, vanidoso y pagado de sí mismo.

Por mucho que ella le suplicó a su padre que deshiciera ese enlace, este se mantuvo en sus trece y la casaron un día gris que lo recordaría toda la vida. Su ánimo estuvo tan negro como los nubarrones que cubrieron Londres durante toda la jornada.

La noche de bodas fue un auténtico desastre, Anne no sabía que su marido iba a notar que había estado con otro, se equivocó. Él la poseyó salvajemente al darse cuenta de que le había entregado la virtud a otro, y la buscó repetidas veces durante la noche, fue como si quisiera castigarla, cada vez más brusco que la anterior. A la mañana siguiente, antes de abandonar la recámara, la insultó de manera grosera, le dijo que era una perdida, una golfa con la que no volvería a yacer jamás.

Anne, que no era una muchacha que se mordiera la lengua y se sentía magullada en partes donde nunca lo estuvo, no retuvo las palabras que le vinieron a la boca.

—¿Es que te has vuelto loco? ¿Para eso te has casado conmigo? —gritó ella fuera de sí—. Yo nunca pedí este matrimonio, te odio.

Él se le acercó con los ojos lanzando llamaradas, si las miradas matasen ella habría perecido allí mismo.

—¿Y encima te haces la ofendida? Nunca he conocido a una mujer más falsa que tú. Has sido la ramera de otro y te vestiste con ese camisón virginal cuando no tenías ningún derecho a hacerlo. En cuanto a odiarme... no te molestes, el sentimiento es mutuo. —Con una mirada de profundo despreció, salió dando un portazo.

Así fue como terminó lo que debía haber sido un cambio en la vida de Anne. Ese mismo día lord Whinsthrop se marchó de Londres.

Cuando dos meses más tarde Anne se dio cuenta de que estaba embarazada, le preguntó al mayordomo dónde estaba su marido y este le comunicó que en Whinsthrop House, su mansión campestre. Ella le escribió una carta comunicándole que iba a tener un hijo, y la mandó con un mensajero, la respuesta se hizo esperar. Faltaba poco para que diera a luz cuando le llegó una esquela que rezaba:

Puesto que no sé si soy el padre de la criatura, esperaré a que nazca.

Mientras, pensaré qué hacer.

Tendrás noticias mías.

J.

El doctor que la asistió en el parto se encargó de comunicar al marqués que había sido padre, le dijo que el niño tenía la señal familiar: una marca de nacimiento que lucían todos los Carlington, una mancha en forma de media luna en el pecho.

Puesto que has dado a luz a un hijo mío,

puedes quedarte en la casa de Londres.

Yo seré quien contrate a los que deben hacer de él un hombre.

El futuro marqués de Whinsthrop será digno de su linaje.

J.

Con esas palabras le decía que ella no era digna; bien, tampoco lo pretendía con un esposo como él. Además, nunca se haría cargo del hijo de ese hombre. La amargura le impedía acercarse al bebé.

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Capítulo 1

Derek Carlington había crecido rodeado de los más estrictos criados, sirvientes y profesores. La servidumbre de los marqueses de Whinsthrop se caracterizaba por su rectitud. No había en todo Londres una mansión más austera, seria y sin calor humano que Whinsthrop Hall.

De niño, Derek había estado rodeado de las institutrices más severas de Inglaterra. Luego llegaron los maestros, cada cual más riguroso que el anterior. Y Derek, que creció sin conocer nada más que las caras agrias de su madre, a la que apenas veía, y de la servidumbre, era un hombre que no sonreía nunca. Estaba convencido de no saber cómo hacerlo.

Era un joven retraído que se pasaba las horas en el estudio del marqués cuadrando las cuentas de las propiedades de los Whinsthrop, tarea que le había impuesto su padre en una de las pocas visitas que hacía a la ciudad.

El pequeño conoció a su padre cuando cumplió los tres años. Ese día lord Whinsthrop se presentó en la casa de Londres y estuvo observando a su hijo mientras este jugaba con la niñera. Revisó con esta los progresos de su hijo y los aprobó. Dio instrucciones al mayordomo y al ama de llaves, aquella era su casa y la seguiría controlando.

La marquesa, cuando se enteró de que el marqués estaba allí, quiso saber por qué había acudido después de más de tres años sin dejarse ver.

—¿Qué haces aquí? —le espetó ella saliendo a su encuentro.

—Te recuerdo, querida, que esta aún es mi casa.

Anne presionó los puños contra sus caderas y apretó los labios para no armar un escándalo ante los criados.

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