Legado

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Georgetown

La primera vez que Adrian Rizzo vio a su padre, este intentó matarla.

Con siete años, su mundo era sobre todo mudanza. La mayor parte del tiempo vivía con su madre (y con Mimi, que cuidaba de ambas) en Nueva York, pero a veces se quedaban unas semanas en Los Ángeles, en Chicago o en Miami. En verano pasaba al menos dos semanas en casa de sus abuelos, en Maryland. Eso, en su opinión, era lo más divertido, porque tenían perros y un jardín grandísimo en el que jugar y un neumático que era un columpio.

Cuando vivían en Manhattan iba al colegio, que no estaba mal. También iba a clases de baile y hacía gimnasia artística, que estaba mucho mejor. Cuando viajaban por el trabajo de su madre, Mimi le daba clase en casa, porque tenía que educarse. Mimi incluía en la educación aprender sobre el lugar en el que se encontraran. Como pasaron un mes entero en Washington D. C., parte de sus clases consistieron en visitar los monumentos, hacer una excursión guiada a la Casa Blanca e ir al museo Smithsonian.

A veces trabajaba con su madre y eso le gustaba un montón. Siempre que iba a salir en alguno de sus vídeos de fitness tenía que aprender una rutina, como bailes de cardio o posturas de yoga. Le gustaba aprender; le gustaba bailar. A los cinco años había hecho un vídeo entero con ella, dirigido a niños y familias; uno de yoga, porque, después de todo, ella era el bebé de Bebé Yoga, la empresa de su madre. Se sintió orgullosa e ilusionada cuando esta le dijo que harían otro. Tal vez cuando cumpliera los diez, para centrarse en ese grupo de edad.

Su madre lo sabía todo sobre grupos de edad, sectores demográficos y cosas de esas; Adrian la oía hablar de ello con su mánager y sus productores. Su madre también sabía mogollón sobre fitness, y sobre la conexión cuerpo-mente, y sobre nutrición y meditación, y todo tipo de cosas así. No sabía cocinar, no como Popi y Nonna, que tenían un restaurante. Y tampoco le gustaba jugar a juegos, como a Mimi; estaba ocupadísima labrándose una carrera. Tenía un montón de reuniones, ensayos, sesiones de planificación, apariciones públicas y entrevistas.

Ya a los siete años, Adrian entendía que Lina Rizzo no sabía gran cosa sobre ser madre. Sin embargo, no le importaba que jugara con sus productos de maquillaje, siempre y cuando luego lo pusiera todo de vuelta en su sitio. Y nunca se enfadaba si cometía errores mientras trabajaban en alguna rutina.

Lo mejor de este viaje en concreto era que, en vez de volar de vuelta a Nueva York cuando su madre acabara el vídeo y todas las entrevistas y reuniones, irían en coche a visitar a sus abuelos y pasarían un fin de semana largo. Su plan era convencerla de quedarse una semana, pero por el momento seguía sentada en el suelo, viendo desde el umbral cómo preparaba una nueva rutina.

Lina había elegido esa casa para pasar el mes porque tenía un gimnasio con las paredes forradas de espejos, algo tan esencial para ella como el número de dormitorios. Hacía sentadillas, zancadas, burpees… Adrian se sabía todos los nombres. Y Lina hablaba con el espejo (sus espectadores), dando instrucciones y ánimo.

De vez en cuando decía una palabrota y volvía a empezar. Adrian la veía guapa, como una princesa sudorosa, aunque no iba maquillada, porque no había gente ni cámaras. Tenía los ojos verdes como Nonna y una piel como si tomara siempre el sol, aunque no era algo que hiciese. Su pelo, recogido en ese momento con un coletero, era como las castañas calentitas y olorosas que vienen en una bolsa y se compran en Navidad.

Era alta, aunque no tanto como Popi, y Adrian esperaba serlo también cuando creciera. Llevaba unos pantalones minúsculos y ceñidos y sujetador deportivo, aunque no se ponía nada tan llamativo en los vídeos ni en sus apariciones porque decía que no era elegante. Como la había criado con conciencia de su salud física y mental, Adrian sabía que su madre estaba firme, en forma y fabulosa.

Mientras farfullaba para sí, Lina fue a tomar algunas notas de lo que Adrian sabía que sería la descripción del vídeo. Este iba a incluir tres segmentos: cardio, entrenamiento de fuerza y yoga; cada uno de treinta minutos, con una sección exprés de quince minutos extra de todo el cuerpo. Cuando Lina cogió una toalla para enjugarse la cara, se topó con su hija.

—¡Caray, Adrian! Menudo susto me has dado. No sabía que estabas ahí. ¿Dónde está Mimi?

—En la cocina. Vamos a cenar pollo con arroz y espárragos.

—Genial. ¿Por qué no vas a echarle una mano? Necesito una ducha.

—¿Por qué estás enfadada?

—No estoy enfadada.

—Estabas enfadada mientras hablabas por teléfono con Harry. Le gritaste que tú no habías hablado con nadie, y menos con un reportero de la prensa sensacionalista, y entonces dijiste una palabrota.

Lina se quitó el coletero de un tirón, como hacía cuando le dolía la cabeza.

—No deberías escuchar las conversaciones ajenas.

—No la escuché, la oí. ¿Estás enfadada con Harry?

A Adrian le gustaba mucho el publicista de su madre. Le pasaba bolsitas de M&M’s o Skittles y le contaba chistes divertidísimos.

—No, no estoy enfadada con Harry. Ve a ayudar a Mimi. Dile que bajaré en una media hora.

Sí que estaba enfadada, pensó Adrian mientras su madre se alejaba. Puede que no con Harry, pero con alguien, porque había cometido un montón de errores mientras practicaba y había dicho un montón de palabrotas. Su madre casi nunca cometía errores. O tal vez solo le dolía la cabeza. Mimi decía que a veces a la gente le duele la cabeza de tantas preocupaciones.

Adrian se levantó, pero, como ayudar a hacer la cena era un rollo, entró en el gimnasio. Se quedó parada delante de los espejos, una niña alta para su edad, con el pelo rizado (negro como había sido el de su abuelo) y que se le escapaba de un coletero verde. Sus ojos tenían demasiado dorado como para considerarse verdes de verdad como los de su madre, pero aún esperaba que cambiasen.

Adoptó una pose, con su pantalón corto rosa y su camiseta de flores. Encendió la música en su cabeza y empezó a bailar. Le encantaban las clases de baile y la gimnasia cuando estaban en Nueva York, pero en ese momento no se imaginaba recibiendo una clase, sino dándola.

Giró, dio una patada al aire, hizo una paloma y el espagat. Luego un paso cruzado, salsa, ¡un salto! Se lo iba inventando por el camino. Se divirtió durante veinte minutos. Los últimos veinte minutos de inocencia en su vida.

Entonces alguien llamó al timbre de la puerta delantera. Y empezó a empujarla. Era un sonido airado, un sonido que jamás olvidaría. Ella no tenía permiso para abrir la puerta, pero eso no significaba que no pudiera ir a ver. Así que salió por el cuarto de estar hasta el recibidor entretanto Mimi llegaba desde la cocina. Se limpiaba las manos en un paño rojo chillón mientras caminaba a toda prisa.

—¡Ma

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