La derrota más dulce

Laimie Scott

Fragmento

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Capítulo 1

Alrededores de París

Febrero de 1815

Maximilien llevaba meses de retiro en su casa en las afueras. Se mostraba ajeno a todo lo que sucedía tanto dentro como fuera de esta. Después de regresar de la campaña de Rusia y ver como las tropas de la coalición ocupaban París, él había decidido recluirse del mundo, por así decirlo. Tras su nueva derrota, el emperador se había visto obligado a abdicar, siendo desterrado a la pequeña isla de Elba, a escasos kilómetros de la costa italiana. Y de todo ello iba a cumplirse el primer año.

El continente estaba en calma mientras las potencias se lo repartían como si se tratara de una gran tarta. Todos los sitios que Napoleón había conquistado volvían a ser libres. En algunos casos, los países de la coalición, que había derrotado al emperador y ocupado París, se peleaban por estos.

Él, por su parte, terminaba de recuperarse de la herida sufrida en la última batalla. De ahí también venía su retiro, en el que pasaba las horas leyendo, recibiendo visitas, o bien entretenido en los quehaceres de su propiedad. Todo en la más absoluta tranquilidad.

Estaba fuera de la casa, charlando con su fiel sirviente Antoine Duffaux, cuando ambos se fijaron en un jinete. A simple vista, Maximilien no lo reconoció hasta que estuvo más cerca, y pronunció su nombre en un susurro y sin apartar la mirada de él.

—Trevelyan…

El hombre detuvo el caballo a escasos pasos de donde se encontraban y se apeó pasando las riendas por la cabeza del animal.

—Buenos días, Max.

—Trevelyan, cielos. ¿Qué haces tú aquí? —Extendió el brazo para estrecharle la mano y darle un abrazo—. No te había vuelto a ver después de que el emperador se fue a Elba. Y está a punto de cumplirse un año de eso.

—Si. Dices bien. ¿Cómo marcha todo, Antoine?

—Tranquilo y relajado, como puedes ver por ti mismo. A veces creo que somos los únicos que vivimos por aquí.

—Lo cierto es que así es —asintió Trevelyan echando un vistazo a su alrededor—. Sin duda que tus padres no querían saber nada de la capital.

—Ya sabes que les gustaba estar a su aire. Sin demasiados sobresaltos ni visitas intempestivas. Pero dime, ¿qué tal te marchan las cosas? Entremos, si no tienes prisa.

—Ninguna. He venido a hacerte una visita. Por cierto, ¿qué tal marcha tu cojera? —Trevelyan hizo referencia a la herida que Maximilien había sufrido en campaña—. A penas se te nota.

—Sí, es cierto. Ya casi no se me nota.

—¿No necesitas apoyarte en un bastón?

—Poco o nada. Solo si estoy mucho tiempo a pie firme. Pero procuro no hacerlo.

—Celebro escucharte decirlo.

—Gracias. ¿Quieres beber algo? —Le señaló un sillón para que lo ocupara mientras él se dirigía a un pequeño mueble que contenía botellas. El salón era pequeño pero acogedor. Contaba con un par de sillones, una mesa baja y una chimenea.

—No. Te lo agradezco, pero no tomaré nada por el momento.

—Como quieras.

—Me urge hablar contigo de un tema delicado pero esperanzador.

Aquellas dos últimas palabras provocaron la sorpresa y la incertidumbre en Maximilien, quien contempló a su viejo amigo con los ojos entrecerrados.

—Has despertado mi curiosidad. Y es fácil hacerlo desde que vine a vivir aquí porque no hay mucho que contar.

—En ese caso, tal vez lo que tengo que decirte te interese y ponga algo de emoción en tu vida.

—No lo creas. La guerra me dejó secuelas peores que la herida en la pierna y la cojera —le refirió con un gesto melancólico.

—Fue una suerte que escapásemos de la campaña de Rusia, amigo.

—Lo fue. Pero piensa en el precio que tuvimos que pagar. El comienzo del final del imperio —dijo con cierto resentimiento.

—Por eso estoy aquí —comentó Trevelyan captando toda la atención de su amigo.

—Desconozco qué te traes entre manos, pero…

—Liberar al emperador —lo interrumpió confesándole el motivo por el que estaba allí. De manera directa y rotunda, mirando a los ojos a Maximilien.

Este permaneció de pie, como si no pudiera moverse, y no debido a su cojera, sino a lo que acababa de escuchar. Miró a su amigo sin poder creer que lo hubiera dicho en serio, pero el semblante y su asentimiento lo sacaron de su error.

—Permite que me siente para escucharte porque temo no ser capaz de hacerlo de pie. —El tono de él era irónico—. A ver si te he entendido bien, ¿has venido hasta aquí para hablarme de liberar al emperador?

—Eso es.

Por unos segundos, Maximilien se mantuvo en silencio. Se recostó contra el sillón, dejando la mirada suspendida en el vacío. Ahogó las risas que aquello le producía porque lo consideraba imposible, a la vez que descabellado.

—¿Por qué?

—Porque el pueblo ansía su regreso.

—¿Estás seguro? ¿En qué te basas para hacer tal afirmación? —Entornó la mirada con incredulidad por esa afirmación.

—Lo estoy. La sociedad rechaza a los Borbones. Luis XVIII no cuenta con los apoyos necesarios para seguir en el trono. El pueblo no quiere a la monarquía de nuevo en París. Creo que quedó claro aquel catorce de julio de hace ya más de veinticinco años. Se han alzado voces pidiendo el retorno del emperador a París.

Maximilien resopló pasándose una mano por el rostro.

—Eso supondría una nueva guerra. No creo que el ejército esté en disposición de hacer frente a nueva coalición.

—Sí, si es el emperador el que se pone al frente de este.

—Me parece descabellado. Una completa locura.

—Tú y yo lo seguimos sin rechistar porque creíamos en su visión de una Europa unida bajo su mando.

—Sí, lo hicimos y seguimos vivos de milagro después de cruzar el Beresina, ¿lo olvidaste? Por no mencionar el largo camino desde Rusia hasta casa. Y, posteriormente, la batalla de Leipzig contra la coalición de naciones. Podríamos estar muertos. Como mal menor, yo acabé con una herida que estuvo a punto de costarme la pierna. Tú saliste mejor parado. ¿No pretenderás que vuelva a cabalgar por el emperador? —Había un toque de precaución y advertencia en aquella pregunta.

—No.

—Menos mal. Porque ya hace tiempo que lo dejé, y no creas que no me cuesta. La herida se resiente en algunas ocasiones cuando monto.

—Lo entiendo. Pero no he venido para que te pongas al frente de tu regimiento de húsares.

—Entonces…

—Tu cometido será otro bien distinto, pero supongo que más placentero.

—Eso tendré que decidirlo yo. Lo de placentero.

—Hemos pensado en ti…

—Un momento, ¿hemos? ¿A quiénes te estás refiriendo?

—A todos aquellos que estamos dispuestos a jugárnosla para liberar al emperador de su cautiverio de Elba. Formamos un grupo en la sombra cuya finalidad es la que acabo de decirte. Hay soldados, políticos, aristócratas…

Maximilien asintió con los labios apretados.

—Entiendo. ¿Qué más?

—Solo queremos que hagas una cosa, y es que te muevas por las capas de la sociedad buscando a alguien.

—Bueno, no parece complicado

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