Las razones del corazón

Nuria Rivera

Fragmento

Capítulo 1

1

Londres, septiembre de 1893

La doctora Losada salió del hospital y emprendió el camino hacia la dirección que tenía escrita en un papel. Sabía que era una imprudencia andar sola por la ciudad a esa hora de la tarde; si se retrasaba, la noche se le echaría encima. Sin embargo, había recibido una nota urgente de una joven a la que había atendido en una visita domiciliaria y consideraba que su deber era acudir. No había recorrido más de dos calles cuando la interceptó un carruaje.

—¿Adónde se supone que vas? —la increpó una mujer asomada a la ventanilla.

—¡Emma! —exclamó, llevándose la mano al pecho—. Me has asustado.

La doctora se acercó a la portezuela que su amiga le abría y, ante el gesto impaciente de esta, entró en el coche sin rechistar.

—Recibí una nota de... —La sorpresa al descubrir la presencia de un caballero hizo que enmudeciera. Si ella había cometido una imprudencia, su colega también. ¿Qué hacía a solas con un hombre?

—¿Nunca te he hablado de mi hermano? —preguntó Emma al ver su desconcierto.

Sí, lo había hecho. La doctora Allen, su mejor amiga en Londres, era hija de un acaudalado baronet de Surrey y ejercía de médica en el New Hospital, como ella. Durante los primeros tiempos de su amistad habían hablado en muchas ocasiones de sus respectivos hermanos, pero nunca había llegado a conocer en persona al caballero. Tenía el cabello rubio oscuro, como su hermana, y los ojos azules. Era un hombre muy apuesto y, a juzgar por cómo la observó, con una sonrisa ladeada, se notaba que él lo sabía. Mientras tanto, ella lo examinó... con ojo clínico, por supuesto.

—Mi hermano, el señor Howard Allen —lo presentó Emma—. Howard, ella es la doctora María Elvira Losada, mi amiga española. —Ante la cara de extrañeza del hombre, la joven aclaró—: Mi amiga Mariona; te he hablado de ella en mis cartas cientos de veces.

—Así es como me llaman mis familiares y mis amigos más cercanos —señaló ella.

—Encantado, seño... doctora Losada —se corrigió—. Mariona es un nombre muy bonito, ¿puedo llamarla como sus amigos?

—Todavía no lo somos —repuso, coqueta. Él le dirigió un gesto galante.

Escuchar su nombre con el característico acento inglés la hizo sonreír. Llevaba tres años en Londres y, aunque había estudiado el idioma desde pequeña, por influencia de su abuelo, había descubierto que las palabras en otra lengua, sobre todo los nombres, eran difíciles de pronunciar. Por suerte, siempre había tenido facilidad para los idiomas, pero al llegar a Inglaterra se dio cuenta de que la dicción, como tantas otras cosas, solo se aprendía con la práctica.

Emma se interesó por el lugar al que se dirigía y la censuró por la imprudencia de ir sola.

—Podría haberte acompañado Sarah, o habrías podido pedirle al señor Rogers que te acercara con el coche del hospital —la riñó. La enfermera Sarah Barker era otra de sus amigas y compañera de trabajo.

—Sarah estaba ocupada y no encontré al señor Rogers —se excusó—. Pensé que no tardaría demasiado, pero mi turno se alargó.

Su amiga, con una mirada de reproche y sin aceptar un no por respuesta, pidió a su hermano que las acompañara y este, tras unos segundos de duda, dio la nueva dirección al cochero.

—¿De qué parte de España es? —le preguntó en cuanto el carruaje emprendió la marcha.

—De Barcelona.

—¿Pudo estudiar medicina en su ciudad? —indagó de nuevo con extrañeza—. ¿O quizá lo hizo como Emma, en Francia?

—Sí, estudié en mi ciudad. Fui una de las pocas mujeres que se licenció en la facultad de Medicina; luego lo han complicado un poco más y han aumentado las trabas para el acceso a la universidad exigiendo presentar un permiso especial —aclaró—. Trabajé un tiempo en un importante hospital, pero en una profesión de hombres se considera poco apropiado que una mujer quiera ejercer la medicina. Encontraron el modo de dejarme de lado y de nada me sirvieron las influencias —bromeó. Se encogió de hombros y, por si no la entendía, matizó—: Mi padre es un reconocido cirujano y mi hermano, un gran psiquiatra. Un buen amigo inglés me habló de la doctora Elizabeth Garrett Anderson, la escuela de Medicina y su dispensario para mujeres pobres, y quise conocerla. Vine a Londres con la idea de participar en algún seminario, pero al acabar, como el dispensario se había convertido en el New Hospital for Women, solicité un puesto y la doctora Garrett me contrató como doctora... Emma, ¿recuerdas cuando nos conocimos?

Su amiga se echó a reír. Había sido en su primer día y sus padres estaban allí con ella, en uno de los salones de visitas.

—Creo que tu madre todavía me guarda rencor, sin querer le eché por encima una tetera —evocó Emma.

Mariona pensó en su madre, que había tratado de persuadirla para que regresara con ellos a Barcelona tras haber concluido el seminario en la escuela de Medicina de la doctora Garrett. Mariona, con el fin de convencerla y de que viera el puesto de trabajo que le ofrecían, la había llevado al hospital; la mujer incluso había conversado con la doctora Garrett y paseado por las instalaciones. A su padre todo aquello le parecía una excelente oportunidad y convino en que era una gran experiencia de aprendizaje, pero doña Elvira era harina de otro costal. Le costó convencerla de que Londres iba a ser el hogar de su hija durante una larga temporada.

—A ti te dolió el té desperdiciado y a ella su bonito vestido.

Mariona sabía que durante un tiempo su madre culpó a Emma de que su hija decidiera quedarse en Londres. «Si quieres ejercer de doctora, hazlo en la consulta de tu padre, siempre será mejor que seguir a tu amiga en esta locura», le había dicho, pero a ella le seducía la idea de quedarse en aquel hospital, donde solo trabajaban mujeres. Sentía que allí se valoraba su labor y que no se cuestionaba cada una de las decisiones que tomaba. Además, tenía otras razones que la habían impulsado a alejarse de Barcelona.

Doña Elvira claudicó solo cuando encontró «una casa decente» para que Mariona se instalara. Durante el seminario la joven se había hospedado en casa de los Bellamy, pero no quería abusar de su hospitalidad y adujo que prefería un lugar más cerca del hospital. Tom, gran amigo de su hermano Gonzalo, y Mathilda, prima de su cuñada Inés, se habían casado hacía relativamente poco, y ella pensaba que una pareja necesitaba intimidad, no tener una visita merodeando por su hogar.

La casa de huéspedes, una residencia para señoritas, se la recomendó a su madre una de las más viejas, rancias y rígidas enfermeras del hospital y, al principio, Mariona imaginó que sería un lugar muy estricto. Pensó que esa era la venganza de su progenitora por no regresar con ella, pero para su sorpresa, allí se hospedaban muchas otras compañeras, médicas y enfermeras del hospital; entre ellas Emma y

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