Amor de Azahar (Amor en Granada 4)

María Heredia

Fragmento

amor_de_azahar-4

Prólogo

Mayo 2021

Silvia no podía creerse su mala suerte. Ya sabía que las Cruces no serían especialmente divertidas aquel año por las restricciones todavía vigentes y que no podría irse de fiesta como solía hacer, pero no se esperaba que el día amaneciera nublado y frío. En cuanto levantó la persiana y vio el mal tiempo que hacía, no pudo evitar maldecir en voz alta. Había quedado para, al menos, dar un paseo y tomar unas tapas, pero no sabía si sus amigas se echarían atrás al ver aquellas nubes. Era muy posible que lloviera incluso.

Rebuscó su teléfono entre las sábanas revueltas y suspiró, aliviada, al comprobar que habían escrito en el grupo que compartían y los planes seguían en pie. Al menos no tendría que quedarse encerrada, lamentándose y odiando aún más, si es que era posible, aquella terrible pandemia que le había arrebatado ya más de un año de vida. Todavía le parecía mentira que aquel virus que había salido de la nada hubiera borrado de un plumazo todos los planes que había hecho para los dos últimos años de carrera.

Sin embargo, no dejó que nada de aquello enturbiara su ánimo. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un buen día, así que estaba dispuesta a aprovecharlo todo lo que pudiera.

***

Al final la tarde no estaba yendo nada mal. A pesar de que Silvia habría preferido estar con una flor en la cabeza bailando flamenquito, se lo estaba pasando muy bien. Sus amigas y ella se habían reunido en el centro de la ciudad para subir paseando hasta el Albayzín, donde se habían sentado a tomar algo en una terraza. Habían charlado y reído y ni siquiera el cielo, que cada vez estaba más encapotado, había sido capaz de estropearles el día. O eso parecía hasta que, de repente, unas gotas hicieron que se pusieran alerta. Todas levantaron la vista, rogando por que solo fuera una falsa alarma, pero no tardaron en darse cuenta de que se avecinaba una buena tormenta y que lo mejor sería marcharse a casa cuanto antes. La lluvia en Granada era aún más traicionera que la temperatura, por lo que podía desencadenarse un auténtico diluvio en cuestión de segundos.

—Lo mejor será llamar a un taxi —dijo una de ellas en cuanto hubieron pagado. Sacó su teléfono y buscó el número de la compañía—, así no nos empaparemos.

—Yo paso. —Silvia negó con la cabeza—. No vivo lejos, así que seguro que llego al piso antes de que aparezca el coche.

—Venga, no seas cabezota —insistió otra mientras la primera llamaba a la empresa—. Te va a pillar la tormenta en la calle.

—No os preocupéis, os aseguro que me da tiempo de sobra.

—Pero…

No las dejó protestar. Se cruzó el bolso para que no le molestara, se despidió de ellas lanzándoles besos y echó a correr por las callejuelas del barrio, resguardándose como podía de aquella lluvia que cada vez era más intensa. Solo esperaba no equivocarse y acabar calada hasta los huesos.

Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de su error. Apretó el paso, aunque sabía que ya no le serviría de nada. Gotas de agua resbalaban por su pelo, la mascarilla se le pegaba a la cara y notaba hasta la ropa interior mojada. Aquel chubasco había sido demasiado rápido. Siguió corriendo, tratando de, al menos, evitar un resfriado. Cada vez iba más rápido, concentrada en la ruta y sin prestar atención al suelo empedrado que empezaba a resultar resbaladizo. Dobló una esquina sin bajar el ritmo, lo que hizo que derrapara y perdiera pie. Intentó sujetarse a la pared más cercana e incluso agitó los brazos para mantener el equilibrio, pero todo fue en vano. Cayó de boca en un charco y se golpeó contra aquellas pequeñas piedras mientras la lluvia seguía bañándola.

—Esto tiene que ser una puta broma… —masculló por lo bajo.

Se enderezó como pudo, aunque se quedó sentada. Le dolía mucho la rodilla, se había arañado el brazo y tenía muchas ganas de llorar. Al final sus prisas por llegar a casa la habían traicionado. Si pudiera retroceder en el tiempo…

—¡Eh! ¿Estás bien?

Giró la cabeza al escuchar aquella voz. Un chico se había asomado a la puerta de una casa, probablemente alarmado por el golpe que se había dado. Estaba segura de que había resonado por toda la calle. Lo miró con atención durante unos instantes, sorprendida. Tenía el pelo oscuro recogido en un moño y una barba de tres días que le daba un aspecto muy interesante. No podía negar que era bastante guapo. Silvia agitó la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de su mente. No era, desde luego, el mejor momento para aquello.

Él le dedicó una mirada inquisitiva al ver que no contestaba su pregunta. Se puso una mascarilla y, con cautela, se acercó a ella sin preocuparse por la lluvia.

¿Hablas español? Do you speak Spanish?

—Oh, sí, ¡claro! —consiguió contestar al fin—. Me he resbalado y me duele la pierna, pero estoy bien. Gracias por preguntar.

¿Me dejas echarle un vistazo?

Silvia frunció el ceño con suspicacia. Podía tratarse solo de un ofrecimiento amable, pero no podía fiarse de un desconocido que había aparecido de la nada. Había visto las suficientes películas de sobremesa como para saber que los extraños simpáticos siempre resultaban ser los psicópatas asesinos.

—Soy enfermero —se apresuró a aclarar él al darse cuenta de lo que le sucedía—. Puedo llevarte a urgencias o avisar a alguien si lo prefieres, pero no me importa echarle un ojo. Además, no puedo dejarte ahí bajo la lluvia. ¿No has visto películas ambientadas en el siglo XIX? Las protagonistas siempre acaban enfermando de gravedad por culpa del mal tiempo.

—Ya, pero esto no es una novela de Jane Austen —replicó Silvia, aunque no pudo evitar sonreír. No sabía por qué pero aquel comentario le había parecido bastante divertido—. No creo que vaya a morir por un poco de agua.

—¿Me dejas, al menos, ayudarte a ponerte de pie? —insistió. Su sentido del deber le impedía dejar a aquella chica accidentada tirada en mitad de la calle. ¡Pero si estaba hasta temblando de frío!—. Así podremos comprobar si puedes andar sin dificultad.

Tras unos instantes de duda, ella asintió. Le molestaba tanto la rodilla que dudaba poder hacerlo sola. Además, aquello no era malo, ¿no? Solo se estaba dejando auxiliar por un sanitario muy agradable.

Él se inclinó junto a ella y, con cuidado, la rodeó con un brazo y la impulsó para que pudiera ponerse de pie. Le pidió que moviera la pierna, aún apoyada en él. Le costaba un poco hacerlo, pero no parecía nada grave. Aunque le preocupaba un poco la herida que podía ver a través del agujero que se había hecho en el pantalón. Debería curarse cuanto antes para evitar un

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