El vuelo de la mariposa

David Olivas

Fragmento

Los primeros rayos del sol comienzan a entrar por la ventana. Debe de ser la única luz que entra por aquí desde hace mucho tiempo. La seda de las cortinas roza cada trazo de luz que se cuela por la habitación. Yo sigo en la cama, agarrándome a las sábanas. Y recuerdo entonces esos amaneceres junto a ti que parecían no tener final. Aquello era el principio de todo. Nuestro principio. Esas mañanas en las que se nos hacía tarde pero nos daba igual, yo siempre seguía agarrada a ti. Como ese clavo en la pared que deja el cuadro un poco torcido pero siempre aguanta, hasta el día que vence y entonces al caer, rompe con todo.

Me incorporo y veo que tengo el ordenador entre las piernas. Lo abro y entro en Facebook. Últimamente puedo entrar unas diez o cuarenta veces a hacer lo de siempre: volver a verte. Miro la última foto que subiste, sales sonriente y te noto hasta feliz, no es una felicidad forzada, lo sabría. Pero no. Estás feliz. Feliz de verdad. Suspiro y bajo la pantalla del ordenador y echo a andar en busca de un café bien temprano. De camino a la cocina veo una foto contigo. Aún no me ha dado tiempo a acostumbrarme a eso de quitar todos los recuerdos cuando una persona se va sin avisar. Esta foto es de nuestro último viaje, en París. Uno de esos viajes en los que todo parece estar preparado para ti. O mejor dicho para nosotros. Fue mi regalo.

Quería vivir aquellos paseos que siempre había soñado contigo, cenamos en Montmartre, bebimos por el barrio latino, llegamos borrachos a las plazas de Vendôme y acabamos en Saint Louis. Y esa fue la última vez que fuimos. La última vez que fuimos lo que éramos hasta entonces.

Alto, pelazo rubio. Así era Carlos. Y ojos muy claros. De un azul especial. Como el del agua del mar, pero un poquito más cristalina. Sus grandes labios y una mandíbula muy marcada. Nos conocimos en el último año de carrera de Periodismo en la que era mi compañero de prácticas. Recuerdo que al principio creí caerle mal, por cómo me miraba y cómo me decía las cosas, pero resultó no ser así.

Me acerco al frigorífico y en la puerta veo los billetes de avión de París y unos cuantos más a multitud de destinos, pero entre todo eso observo el calendario. Hoy es un día especial, ese día que estás esperando que llegue durante todo el año. Me he incorporado al trabajo hace apenas unas semanas, pero allí me ahogo, ya no encuentro la estabilidad en aquella redacción.

Ahora que ha llegado el día es cuando ya puedo suspirar al verlo. Por fin, me digo a mí misma, viendo esa fecha marcada en rojo. Hoy es mi último día en el trabajo antes de coger mis dos semanas de vacaciones. Estaré una semana en mi pueblo natal y otra en la que me gustaría irme a la costa de Altea. Sonrío al reflejo de mi propio rostro proyectado entre los imanes del frigorífico. Me visto, y acabo de hacer la maleta que dejé casi terminada anoche. Prácticamente toda la ropa es de abrigo, ya que en Cudillero hay días en que las tormentas cubren el pueblo por completo y el frío se te mete en el cuerpo.

Agarro las llaves del coche y antes de cerrar la puerta de casa vuelvo a mirar en su interior, intentando pensar que a mi regreso, quiero ser otra persona cuando vuelva a cruzar esta puerta. Recompuesta o al menos, no tan devastada. Y es entonces cuando al bajar al portal pareces decirme que mi propósito está difícil de conseguir si no empiezo por cambiar lo más sencillo.

Leo tu nombre en el buzón. Junto al mío. Recuerdo el día que lo pusimos, con los brazos llenos de cajas de la mudanza para decorar nuestro hogar. Me besaste contra estos mismos buzones al introducir nuestros nombres en su lugar. Me acerco al pequeño papel plastificado y lo rozo, como si pudiese tenerte así más cerca. Cierro los ojos y saboreo este momento. Al principio parece dulce al recordar cómo me besabas, pero después es amargo al saber que nunca volveré a sentir esa sensación. Al menos no saliendo de tus labios. Busco en mi bolso algo que me pueda servir para borrarte o al menos para no tenerte tan presente, pero lo único que encuentro son las llaves de casa y me apoyo contra el buzón mientras rasgo con fuerza tu nombre. Por irte. Por marcharte sin avisar. Rasgo con más genio. Comienzo a enumerar cada una de las razones de mi rabia. Por dejarme sin saber adónde ir. Estoy empezando a atravesar el plástico. Por este vacío. Sigo rasgando con fuerza junto a esta cadena de razones. Por tus últimos besos. La llave está dejando sin letras lo que antes era tu nombre y apellido. Los ojos se me humedecen. Por aquella noche. Solo quedan dos letras. Y entonces lo digo. Por morir aquel día. La llave chirría al atravesar el plástico y tocar el metal. Un choque brusco e inesperado. Como aquel día que se paró todo. Y no fuiste tú quien detuvo el reloj.

Nunca más fuiste tú. Una lágrima cae. Suspiro. Entonces recuerdo aquel día.

Primera parte. El antes

PRIMERA PARTE

EL ANTES

Tres meses antes.

Faltan cinco días para irte.

Acabo de llegar a casa después de un día agotador. Mientras espero frente al ascensor me doy cuenta de que Carlos no ha llegado todavía porque no ha recogido las cartas del buzón. Está a rebosar. Saco la correspondencia y voy ojeando por encima. Banco, hipoteca, luz, agua, y entonces veo que una de ellas es la que yo estaba esperando. Es una carta de un canal de venta de entradas.

El cumpleaños de Carlos es hoy. Como siempre, yo llegaré antes que él a casa. He encargado sushi para cenar. Le he comprado dos entradas para el concierto de su grupo favorito, no un concierto cualquiera, sino el fin de gira antes de que la banda se retire un par de años a componer. Va a ser en París dentro de una semana y yo reservé las entradas hace meses. Y como sabía que era una oportunidad única, he conseguido que una amiga que trabaja para una aerolínea nos consiga los vuelos tirados de precio. Todo ha salido a pedir de boca, vamos.

Preparo el sushi encima de la mesa, enciendo un par de velas y entre ellas dejo el sobre con las entradas. Miro el reloj. Las 22.45. Espero un poco. 22.55. Carlos parece que se retrasa. 23.10. Decido llamarle.

—¡Dime, cariño!

—Oye, ¿te queda mucho? —le pregunto extrañada mirando cómo el sushi va adquiriendo un aspecto pasado y poco apetecible.

—Pues es que mis compañeros me han liado un poquito y me han traído a tomar algo. Pero ve cenando tú si quieres y en un rato llegaré.

Joder.

—Vale —digo antes de colgar y dejarle con la palabra en la boca.

—Pero, Julia, no te...

Cuelgo.

No hay cosa que más me joda en este mundo que después de prepararlo todo, de mover Roma con Santiago para sorprenderlo me lo tire todo por la borda. Entiendo que no es culpa suya y que sus amigos lo habrán hecho con toda la ilusión del mundo, pero a mí me enfada. Me como dos tatakis y apago las velas con un soplido. Dejo el sobre en el mismo sitio y me voy a la cama. Me desnudo ante la soledad que ahora habita la casa. Tengo el libro que estoy leyendo en mi mesilla, pero no tengo ni ganas de saber qué ocurrirá con esos personajes. Estoy de mal humor. Retiro los cojines y abro mi lado de la cama. Me tapo y en cuestión de minutos me quedo profundamente dormida.

Oigo la puerta. Miro el reloj de la mesilla de noche. Son las cuatro menos diez de la madrugada. Los pasos cada vez están más cerca, pero van despacio, como pensando hacia dónde ir. Enciendo la luz de mi mesilla con los ojos entornados. Carlos entra en el dormitorio, está borracho. Huele desde aquí. Va agarrándose un poco a la pared. La camisa abierta por debajo del pecho y el pelo despeinado. Me observa y se acerca a la cama.

—Ca... Cariño.

Suspiro ante su entrada triunfal en casa.

—Déjalo, Carlos. No me apetece hablar ahora.

—Ca... Cariño.

Apago la luz y me giro hacia el lado que él no está.

—Hoy duerme en el sofá si no te importa, no estoy de humor.

—Po... Por favor. No... no te enfades.

Me olvido de él y deseo que se vaya cuanto antes. No quiero ver más este desastre. Escucho cómo intenta levantarse y se da con el pico de la cómoda. Se caga en todo y sale de la habitación.

Yo, en aquel momento me alegré. Pero es ahora cuando recuerdo todo el tiempo que perdí.

Debí haber salido tras él, haberme ido con él al sofá a rascarle en la cabeza, como le gustaba que hiciera mientras se quedaba dormido. Perdí tantos minutos sin él que ahora pienso en cada segundo que nos quité. Al día siguiente fui a despertarle cuando se me pasó el cabreo. Había caído redondo en el sofá y le llevé un poco de agua para espabilarlo. Empezó a abrir los ojos y a intentar entender qué hacía allí. Se miró la camisa abierta y mi gesto le hizo entender la mayoría de las cosas. Se lo expliqué del todo mientras bebía el agua.

—Lo siento de veras, Julia —me dijo avergonzado.

—No te preocupes, a veces también tenemos que pasarlo bien. —Giré la cabeza hacia la mesa, que seguía tal y como la había dejado la noche anterior.

Carlos se dio cuenta de mi gesto.

—¿Y eso? ¿Lo preparaste para celebrarlo?

—Sushi y vino. Decidí empezar el sushi antes que el vino.

—Joder —frenó avergonzado—, me siento fatal.

Me levanté para agarrar las entradas, que seguían entre las dos velas, esta vez, apagadas. Le tendí el sobre.

—Feliz cumpleaños.

Se quedó observando aquella carta y después me miró. Yo le sonreía levemente pese a que seguía un poco molesta, pero en el fondo estaba deseando que la abriese. La escena no era conforme lo había imaginado, pero creía que a él le haría la misma ilusión.

—Un momento. No. No. No —comenzó a decir. Se puso en pie—. ¡NO PUEDE SER!

Me agarró de la cintura y empezó a balancearme tanto que pensé que en vez de vomitar él, lo haría yo. Su emoción por saber que iba a ver al grupo con el que había crecido era incalculable. Sus ojos lo decían todo. Sus ojos siempre me lo decían todo.

—Pero, Julia, qué fuerte. No... No me lo puedo creer. ¿Y cuándo nos vamos?

—Nos vamos mañana. Celia me ha conseguido los vuelos.

Y entonces me besó. Aquel beso fue distinto a todos los demás. Especial y sincero. O quizá el que más ilusión me hizo recibir.

Y como cuando unos niños se van de vacaciones, empezamos a hacer las maletas. Carlos comenzó a buscar algunas camisetas que coleccionaba del grupo, las observaba todas y no se decidía.

—La azul. Es más original —le dije intentando ayudarle.

—Pero es que la negra es del último disco.

—Y la azul de uno de los primeros. Como un fan de verdad. —Le guiñé el ojo.

Me miró sabiendo que llevaba razón y dejó la negra en el armario y puso la azul en la maleta. Metimos algunas cosas más: yo, por ejemplo, me llevé un vestido corto de color verde pastel que tenía muchas ganas de estrenar y en París iba a ser la mejor oportunidad. Cerramos la maleta juntos, yo subida encima para hacer presión sobre toda la ropa que llevábamos. Después nos volvimos a besar.

Ahora arrastro la misma maleta solamente con mi ropa, pero con todo su olor en el interior. Suspiro y la cojo como puedo mientras abro el maletero. Pesa una barbaridad. Ahora que Carlos me ha dejado más espacio aprovecho para llevarme más ropa de abrigo para cuando no pueda estar en sus brazos. Consigo volcar la maleta en el maletero y el coche parece hundirse como si le hubiesen atado un ancla y tirado al lugar más profundo del océano. Me siento un poco así. Como si tuviese un ancla agarrada a mi cuerpo y no pudiera salir a flote; solo consigo hundirme.

Capítulo 1

1

Puse camino hacia el periódico. Llevo trabajando en La Nueva España unos cinco años. Soy periodista. Bárbara, mi jefa, me contrató cuando leyó un reportaje en el que destapé el fraude de una empresa funeraria que lo que hacía era vender a los familiares un ataúd muy caro y antes de incinerarlo, lo cambiaban por uno más barato. Hubo cerca de cuatrocientas denuncias después de la publicación de aquel reportaje.

Desde pequeñita supe que quería trabajar en un periódico, escribiendo. Contando historias, persiguiendo la raíz de una buena noticia. O a veces también de una mala, pero en definitiva, buscando la verdad. Carlos era más de radio. La verdad es que su voz era como la de un locutor de las principales cadenas, pero nunca llegó a probar suerte. Acabó trabajando en el bufete de un gran amigo de su familia, redactando los casos que llevaban a juicio y ayudando a preparar la defensa de sus clientes, buscando las palabras adecuadas. Él siempre encontraba la mejor forma de decir las cosas. Aquellos trajes le quedaban demasiado bien. Siguen en nuestro armario, no sé qué hacer con ellos, y cada vez que los veo, me vengo abajo.

Llegué al periódico y aparqué en mi plaza. Eran las 9.03. Salí del coche acelerada hacia la entrada principal del edificio. Busqué mi acreditación en el bolso, pero solo encontré botes de maquillaje, envoltorios de chicles, clips, bolígrafos y pósits.

—Déjalo, Julia, te abro. Vamos a tardar menos —me dijo Vicente, el encargado de la centralita, accionando el cierre electrónico de la puerta.

—Ay, Vicente, de verdad, lo siento. Algún día perderé la cabeza.

—¡Pues átatela bien, que solo tenemos una!

Salí del ascensor y me encontré cara a cara con Mónica.

—¡Joder! ¡Qué susto! —exclamé.

—¡No sabía dónde estabas! —me contestó—. ¿Con ganas de irte para Cudillero?

—No sabes cuántas. ¿Qué tal por aquí?

Mónica acababa de entrar en el periódico. Llevaba solamente tres meses, pero empezó siendo mi becaria. Al poco tiempo nos hicimos muy amigas y mejores compañeras. Tenía veintiséis años, recién graduada y estaba histérica los primeros días. Creía que la iban a echar en cualquier momento. Y yo, que me veía reflejada en ella cuando empecé, la intentaba tranquilizar. Me lo sigue agradeciendo cada día. Los reportajes de investigación solemos coordinarlos juntas, ella es buena, sabe buscar y rastrear sin perder el tiempo.

La mañana se desarrolló tranquila. Un ir y venir de noticias, como siempre. En cuanto me di cuenta era la hora de comer.

Bárbara, la redactora jefe del periódico, me ofreció comer con ella. Era mi madrina periodística. Quien, por así decir, «me dio la alternativa» en este mundillo. Desde el principio mantuvimos una relación muy cercana, como si ella fuera una especie de hermana mayor.

Miré el reloj y vi que eran casi las dos.

—Uy, sí. Se me ha ido el santo al cielo.

—Hoy coges las vacaciones, ¿no? —me dijo mientras bajábamos en el ascensor.

—Sí. Por fin —suspiré aliviada.

—Te lo has ganado. Has hecho una temporada buenísima —afirmó dándome un pequeño codazo.

—Te noto cansada —le dije.

—Lo estoy. Estos últimos meses con todo lo de las elecciones ha sido una locura.

Habíamos cubierto las últimas elecciones generales aquí, en el Principado de Asturias, y todo quedó igualadísimo. Cada uno de los miembros del equipo de redacción estábamos en las diferentes sedes, en las oficinas electorales, en la calle con los ciudadanos y fueron días de absoluto caos. Un ir y venir de datos, recuentos, escrutinios que nos dejaron a todos la cabeza como una pajarera.

—Deberías coger vacaciones tú también.

—¿Para qué? El trabajo me lo sigo llevando allá adonde vaya, Julia. El agobio por llegar a los objetivos. Por las visitas y los clics que ahora marcan el futuro de un medio. Después están los socios, que ya sabes cómo ven eso de que una mujer sea la directora del periódico. En fin. Y ahora, además, la importancia de la edición digital y las redes sociales. Pues eso, un jaleo del que yo no entiendo ya mucho, pero al menos tengo la seguridad de tener a gente buena conmigo.

Empezamos a comer y hablamos de mis planes para esas vacaciones en Cudillero, con mi familia y amigos, y me dijo que ellos eran el mejor apoyo. Después la conversación fue acerca del Premio Urbizu, uno de los premios periodísticos más importantes del país al que nos presentábamos todos los años con un reportaje. Para rematar acabamos hablando de hombres. Ese tema que tanto miedo me daba tocar.

—¿Y de momento...? ¿Nada? —me preguntó con cuidado.

—Nada.

—Bueno, debes darte tiempo. El tiempo todo lo cura. Y el mar también.

—Eso espero.

—Vamos a brindar, anda. —Bárbara levantó la copa de vino blanco riquísimo que había pedido—. Por ti, porque tus vacaciones te traigan tiempos mejores.

Sonreí y nuestras copas chocaron produciendo aquel fino y ligero sonido. Las burbujas llegaban hasta arriba, saliendo a flote.

Capítulo 2

2

Tres meses antes.

Faltan cuatro días para irte.

El taxi nos estaba esperando en la puerta de casa. Repasamos todo lo que teníamos que llevar: DNI. Pasaporte aunque no sea necesario. Móvil. Tarjetas de crédito. Libro. Cojín para el avión. Entradas...

Nunca supe que esa sería la última vez que saldríamos juntos de casa, o mejor dicho, nunca pude llegar a imaginar que desde aquel día, nuestro hogar, ese que formábamos los dos, se quedaría huérfano sin él. Cruzó aquella puerta que ahora tanto me cuesta hacerlo a mí y nos fuimos, pensando que serían nuestros mejores días. Y lo fueron.

—Al aeropuerto, por favor —le dije al taxista, que ya estaba en la puerta. A Carlos le dio la risa—. ¿De qué te ríes?

—Igual que la escena de una película. «Al aeropuerto, por favor» —contestó imitándome. Nos reímos juntos—. Aunque, pensándolo bien, siempre que en alguna película se dice esa frase es para que el protagonista llegue a tiempo de dar ese beso con el que acaba la historia.

Lo miré extrañada y solamente me salió darle un beso. Estaba tan guapo... Su pelo despeinado, con sus pequeños rizos en el flequillo; sus gafas de moderno indie inaguantable, pero que hacía que se me cayese la baba; su camisa siempre abrochada hasta el último botón y que tanto me gustaba desabrochar; sus labios, que mordía en mitad de un beso.

Carlos era inteligente y bueno. Venía de una familia acomodada. Su madre era hija de los condes de Noreña. Tenían muchísimos bienes: los pisos en el centro de Gijón, la finca de Agüero, de la que se encargaba Enrique, su padre, a quien le encantaba pasar por allí día sí y día también... Fue donde criaron a sus dos hijos, Carlos y Adela. Yo disfrutaba muchísimo paseando por allí, era un lugar retirado de la ciudad en el que podías vivir en el más absoluto silencio.

También tenían tierras de cultivo, un pequeño pazo a las afueras y hasta una cuadra de caballos árabes valorados en casi medio millón de euros. Carlos no era consciente de todo lo que su familia poseía, le daba igual, pero nunca le faltaba de nada. Quería un coche, tenía el mejor. Buscaba un piso, tenía el apartamento más lujoso en el centro de Gijón. Quería trabajo, acabó trabajando en el despacho de abogados más importante que había en la ciudad. Una vez leí un reportaje que salió de la redacción del periódico acerca del supuesto patrimonio total de la familia. Eran unas cifras desorbitadas. Nunca se lo enseñé a Carlos, por supuesto. Él nunca leía las noticias relacionadas con su familia.

El taxista arrancó el motor y dejamos atrás nuestra casa. Carlos no miró atrás. Estaba alegre, pensando en el viaje. Me consuela en parte saber que aquel era su estado de ánimo la última vez que vio su hogar.

Eran las seis y media. La hora de marcharme a Cudillero estaba mucho más cerca. Cerré la sesión del ordenador y recogí mis cosas.

Mónica se acercó a mi mesa.

—¡Bueno, cariño! Yo me voy ya, que tengo que cubrir unas entrevistas.

Le di un abrazo.

—Ay... Te voy a echar tanto de menos.

—Para lo que necesites, llámame. A cualquier hora. Todos los días que estés fuera.

Me reí.

—Espero que no tenga que hacerlo. Voy a descansar, pero prometo llamarte para preguntarte qué tal va todo o si te has hecho un lío con la grabadora.

—¡Calla, calla, no me lo recuerdes!

Media hora más tarde yo ya estaba cogiendo la autovía para dirigirme a Cudillero. El pueblo donde nací.

Todo el mundo que va a visitarlo dice que guarda un encanto especial. Yo lo sabía de sobra, desde pequeña, cuando correteaba por sus calles imaginaba cuentos y películas. Las casas del pueblo eran de colores y eso lo hacía aún más especial. El puerto estaba al cruzar el puente. Ahí era donde trabajaba mi padre. A mis cinco o seis años nos llevaba a mi hermana y a mí a que viésemos todo lo que habían pescado. Un día incluso lo acompañamos mientras salieron a faenar. Recuerdo como si fuese ayer cómo se movía aquel barco, daba la sensación de que en cualquier momento se iba a partir por la mitad.

A mi padre le gusta hablar de mí a todo el pueblo; de hecho, cada mañana, antes de irse a casa después de estar toda la noche en el barco, se acerca hasta el único quiosco que queda en Cudillero a comprar La Nueva España para leer los artículos que publico. Después lo enseña en el bar. Y en la carnicería. Y en el supermercado, y así con cada persona que se cruza. Los colecciona todos. En casa puede haber cientos de ejemplares de tiradas de hace años.

Mi madre, en cambio, se limita a estar en casa. Ella me tuvo cuando era muy joven, con apenas diecisiete años y por ello nunca ha salido de Cudillero, su lugar dice que siempre será donde estén mi padre y mi hermana. Yo decidí mudarme cuando tuve claro que quería ser periodista. Al principio me dijeron que tenía pájaros en la cabeza y que en el pueblo podría encontrar un trabajo seguro. Al final pidieron un préstamo para que me pudiera ir a estudiar fuera. Si no hubiera sido por ellos, yo nunca hubiese llegado donde ahora mismo me encuentro.

Al dejar atrás la ciudad aproveché para telefonear a mi padre utilizando el manos libres integrado en el coche.

—¡¡Julia!! ¿Qué tal estas? ¿A qué hora llegas, cielo?

—Pues acabo de salir de Gijón.

—¡Entonces llegas a cenar!

—Sí, papá, sí; llego a cenar.

A mi padre siempre le encanta prepararme grandes cenas a base de pescado porque dice que desde que estoy en la ciudad me estoy quedando en los huesos, y que allí el pescado no es como el de Cudillero, porque no tiene la misma calidad y mil historias más.

—¡Te voy a preparar un rodaballo que te vas a quedar alucinada!

—Muy bien, papá. Tengo muchas ganas de llegar. De estar unos días con vosotros —dije sincera.

—Ay, hija, y nosotros de que estés aquí. Te echamos cada día un poco más de menos.

La conversación se estaba volviendo algo más triste de lo que yo imaginaba.

—Oye, te voy a colgar, que aún tengo que llamar a mamá y tengo poca batería. Nos vemos en un rato.

—¡Vale, hija! Ten cuidado en la carretera.

—Sí, no te preocupes. Un beso.

En realidad no iba a llamar a mi madre, pero me apetecía disfrutar del viaje. De la carretera y de la poca luz que iba quedando ya por el norte. No parecía que fuese a llover, aunque aquí nunca se sabe. Encendí la radio y busqué la emisora que quería. Canciones de antes, de esas que escuchábamos en los radiocasetes.

Iba conduciendo, observando la línea discontinua pasar como si fuese una cinta, cuando de pronto sonó aquella canción. La que me hizo pensar en él.

Carlos...

Él siempre conducía cuando íbamos a ver a mis padres. Me recogía después de trabajar y me dejaba echar una pequeña cabezadita. Yo apoyaba la cabeza en la ventanilla y, al despertar, lo observaba en silencio unos instantes. Desde ahí le rascaba en el pelo mientras seguía al volante.

Tan guapo. Tan especial. Y ahora ya no está.

Capítulo 3

3

Tres meses antes.

Faltan tres días para irte.

Aterrizamos en París. En el aeropuerto nos esperaba un chófer de la agencia de viajes que llevaba un cartel con nuestros apellidos: MR RUEDA AND MS BERNALTE. Me hizo tanta gracia que le tuve que hacer una foto para enviarla al grupo de whatsapp que tenemos con mi familia. Todos se rieron y bromearon diciéndome que parecíamos gente importante.

Llegamos al hotel en menos de veinte minutos. Nada más ver aquel edificio Carlos alucinó. Situado al lado de la Ópera de París y a menos de veinte metros de las Galerías Lafayette. Los pasillos tenían una gran moqueta roja ribeteada en dorado.

Yo había reservado una de las mejores habitaciones de las que disponía el hotel. Contaba con terraza con vistas a la Ópera, jacuzzi y una cama inmensa. Era la número 437. Una gran placa de diseño presidía la puerta. Insertamos la tarjeta y comenzamos a vivir en un libro o en una película.

Carlos estaba fascinado.

—Pero, cariño, ¿y esto? —dijo nada más entrar en la habitación.

—Bueno, decidí que era una ocasión especial.

—Pero no hacía falta tanto. ¡Qué preciosidad!

Empezó a recorrer la habitación. Era aún más amplia y sorprendente de lo que yo esperaba. La cama era increíble y las vistas te dejaban sin habla. Estábamos casi rozando la Ópera y teníamos una pequeña mesa en el balcón donde desayunaríamos todos los días. Yo quería que a Carlos nunca se le olvidase este viaje.

—¿Tenemos un tocadiscos en la habitación?

Carlos se acercó a la potente máquina de vinilos que había sobre una de las mesas pegadas al recibidor. El hotel mezclaba lo clásico con lo contemporáneo y aquel aparato, además de carísimo, era un detalle precioso. Ojeó un par de vinilos que había justo al lado, eligió uno y puso la aguja a recorrer las líneas de la cara A del vinilo negro. Sonó «Across the Universe» de los Beatles. Y a medida que la canción avanzaba Carlos se acercaba a mí. Me agarró las manos y me levantó de la cama.

—Vamos, cielo.

Empezó a bailar conmigo. Agarrados de la cintura y dirigiendo él. Se acercaba lentamente a mis labios, pero nunca me besaba. Me estaba dejando llevar. Entonces me agarró para apoyarme sobre la cama. Y mientras Paul cantaba, nosotros nos decíamos otras cosas. Como si solo existiésemos nosotros en todo el hotel. O en aquella ciudad. Solo nosotros. Y me besó tanto que casi se quedó mis labios. Esos que solo eran suyos.

Después de pasear alrededor de Notre Dame y ver el atardecer desde la orilla del Sena fuimos a visitar la torre Eiffel. Era de noche, pero acababan de ampliar el horario de visitas. Elegimos el último turno, de once y media a doce de la noche. Cuando llegamos, la torre estaba envuelta en luces. Quisimos subir usando las escaleras para, de ese modo, contemplar escalón a escalón la belleza de París, cada edificio, cada barrio y cada calle.

A medida que ascendíamos, íbamos disfrutando de una gran galería fotográfica sobre el proceso de construcción de la torre. Eran fotografías preciosas, en blanco y negro; en ellas se intuía la unión de la gente para lograr alzar esa maravilla diseñada por los arquitectos Koechlin y Nouguier. Ellos aparecían en una instantánea durante su inauguración, en marzo de 1889. Llegamos a la última fase de la torre, el viento soplaba con fuerza y Carlos me agarraba de la mano. Casi tirando de mí.

—Queda muy poco cielo. Ya casi estamos.

Yo respiraba hondo, pensaba que no me iba a costar tanto, pero entre el cansancio del viaje y que llevábamos toda la tarde paseando no sentía los pies.

—¿Me llevas a hombros? —A Carlos le cambió la cara, él también estaba reventado—. Es broma, tranquilo, que aún creo que puedo llegar. Pero, por favor, bajamos en ascensor.

—Ni lo dudes.

Tiró de mi mano y subimos unos treinta o cuarenta escalones más hasta llegar arriba. Una vez allí, nos dimos cuenta de que había valido la pena tanto esfuerzo. Las vistas te dejaban muda. La luz de París podía iluminar el mundo, era como si estuviésemos en un gran corazón y la sangre al bombear recorriera los Campos Elíseos y desembocara en el Arco del Triunfo. Carlos me observaba mientras yo me sentía muy pequeña ante semejante brutalidad. Entonces sus manos recorrieron mis hombros y me rodeó con ellas. Sentí el calor de volver a estar en casa, con él era con la única persona que había sentido que podía quedarme a vivir en su interior. En su bondad. Y en su buen hacer. Y allí, desde uno de los sitios más bonitos del mundo, en una noche en la que todo era luz, me sentí feliz. Feliz por completo.

—Es impresionante, ¿no crees? —dijo, mientras me mantenía apoyada en su pecho.

—Más de lo que me hubiese imaginado...

Le miré con los destellos que la torre producía. Carlos me observó con una sonrisa.

—Soy tan feliz ahora mismo... —conseguí decir. La sonrisa de Carlos se volvió completa.

—Pasaría el resto de mis días a tu lado. Intentando comprender cómo de todas las opciones posibles, de entre todos esos chicos que querían conocerte, mirarte y besarte, me diste solamente una llave a mí.

Sentí de nuevo las mariposas que volaron el día que conocí a Carlos.

En la torre Eiffel ya no había mucho que hacer, cientos de parejas que habían ido a la misma hora que nosotros seguían besándose o ya se habían marchado.

—Así que pasarías el resto de tus días a mi lado... —dije, recordándole sus palabras.

—Por completo.

—Vayamos empezando.

Y le besé. Uno de esos besos en los que le confesaba que yo también pasaría el resto de mi vida a su lado si me lo pidiese. Que quería ser suya para que fuésemos nuestros. Formar una familia en nuestro nuevo hogar. Amarnos cada día casi más que el anterior, y sin dejar que las mariposas dejaran de volar. Que nunca descansaran de su vuelo.

Al bajar de la torre se nos acercó uno de los cientos de vendedores ambulantes que había alrededor. Vendía llaveros.

—Diez por diez euros, ¡vamos, compra! —dijo.

Pero qué iba a hacer yo con diez torres Eiffel en miniatura, le decía. No conocía a tanta gente para regalarle semejante souvenir. Y tampoco me apetecía, quería ese recuerdo solamente para nosotros. Le dije que nada más quería una. El chico se rio y viendo que no quedaba mucha gente por allí me dio uno de los llaveros. No quiso cobrarme nada.

—¡Muchísimas gracias!

L’amour... Vive l’amour.

Capítulo 4

4

Había pasado bastante tiempo desde la última vez que fui a Cudillero a ver a mi familia. El trabajo últimamente me tenía asfixiada. Entre eso y lo de Carlos, no había querido escaparme mucho por allí. Prefería encerrarme en casa y cuando llamaban fingir que todo iba bien, o al menos eso intentaba. No sé si se lo llegaban a creer.

Eludía ir para no tener que aguantar los «¿cómo vas?» o «¿qué tal lo llevas?». A veces se me hacía insoportable. No me gustaba recibir cada día las mismas preguntas. Me producía pánico tener que salir de casa y soportar todo eso en cada momento con cualquier persona que me cruzaba. Lo único que quería era tener otro tema de conversación que no fuese la muerte de Carlos, pero a veces era imposible.

Al llegar, las luces de Cudillero me dieron la bienvenida. Me asaltaron de pronto innumerables recuerdos de cuando era niña e iba a visitar a mi amiga Ana, a Lucía, que vivía en la casita azul, al lado de la tienda de souvenires. A Iñaki, cuya casa estaba bordeada por el mar y era la que más envidia me daba. Siempre quise vivir en su habitación. Parecía que el mar iba a entrar en cualquier momento por sus ventanas.

También recuerdo ir a visitar la tienda de Encarna. Ella era la panadera del pueblo, siempre que horneaba el pan nos preparaba a cada uno de nosotros las bolsas con las barras para llevarlas a nuestras casas. Por las tardes, después del colegio bajábamos a jugar con los cangrejos en la orilla del puerto y yo me despedía de mi padre desde ahí antes de que saliese camino del mar. Siempre tocaba la bocina del barco para decirnos adiós. Y nos encantaba cuando lo hacía. Nosotros le respondíamos gritando desde la orilla. La vida en este pueblo era tranquila y a nosotros nos gustaba así, jugábamos como los niños que éramos. Ahora que ya hemos crecido, echo de menos que mi infancia no durase un poquito más. Por suerte todo sigue en el mismo lugar, la casa de Iñaki, el barco de mi padre y la tienda de Encarna. Con una Encarna un poquito más mayor, a la que ahora sus nietos ayudan a sacar el pan del horno.

Mi casa estaba en la parte interior del pueblo; llegar en coche era difícil, así que aparqué en la plaza, al lado del bar de Olga. Desde bien pequeña sus padres la criaron para que se quedase con el negocio y así fue. Nunca ha salido de Cudillero. Cuando le enseñaba algunas fotos de mis últimos viajes se quedaba fascinada.

—Pero ¡bueno, Julia! ¡No te esperábamos tan pronto por aquí! —exclamó nada más verme.

—Hola, Olga, guapa.

Nos besamos mientras ella atendía la terraza que estaba hasta arriba.

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